Violencia y Narcotráfico

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 25 de junio de 1986.

Los graves hechos de violencia ocurridos recientemente en el Perú, que tuvieron resonancia mundial por coincidir con la oportunidad en que se iba a realizar un Congreso de la Internacional Socialista, han llamado la atención de nuevo sobre la amenaza creciente que se cierne sobre los pueblos, deseosos de vivir en paz y de enfrentar los problemas del subdesarrollo y la pobreza.

Todavía se sienten los coletazos del asalto al Palacio de Justicia en Bogotá, el más grave pero no el único ni el último entre los episodios de violencia vividos por Colombia, a pesar de los esfuerzos del presidente Belisario Betancur por la pacificación. Y en El Salvador, no obstante la ratificación de su pueblo de querer vivir en democracia, concurriendo por sobre todos los peligros y obstáculos a las consultas electorales, y por encima de las iniciativas de diálogo de un Presidente democráticamente electo y de una iglesia comprometida con la salud y bienestar de su gente, se recrudecen los asaltos guerrilleros, en un conflicto cuya duración y magnitud exceden todo lo que hubieran podido imaginar hace unos años los observadores de la situación salvadoreña.

Son apenas algunos hechos resaltantes de una situación que se extiende por toda la tierra. Los antes mencionados se refieren al continente latinoamericano, pero las noticias de Europa no escasean, las de diversos países de Asia son frecuentes, y las que vienen del Líbano, por su cotidianidad, ya parece que comenzaran a tomarse como cosa normal.

Es un proceso alarmante, que desconcierta, al mismo tiempo en que la humanidad verifica con asombrada satisfacción que ya se cumplen cuatro décadas de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas, que se apresura a celebrar, entre ruido y morteros y de bombas y explosiones nucleares accidentales pero mortíferas; el Año Internacional de la Paz.

En Venezuela, donde pudimos lograr, afortunadamente, con suerte y buena voluntad, el éxito de un propósito de pacificación, comienzan de nuevo a sorprendernos noticias que nos producen el temor de que podamos volver a las andadas. En más de una ocasión, ocurren en áreas fronterizas, en la que los actores de los acontecimientos se benefician de la posibilidad de pasar al otro lado de una extensa frontera, amparados por los trámites de persecución y por inevitable celo de los encargados de mantener sobre la línea de demarcación la soberanía de cada país.

Es imposible no preguntarse de dónde obtienen los terroristas y los guerrilleros en todas partes del mundo el apoyo logístico para actividades de tan notoria trascendencia. Parece un tanto simplista concentrar toda la responsabilidad en Libia. Puede no haber duda de que el régimen del coronel Khadafi disponga de una parte considerable de sus ingresos petroleros para apoyar a quienes suponen alineados dentro de la misma orientación que sigue su gobierno revolucionario. Pero no puede ser el único, ni parece realista la ilusión de que poniéndole coto en su actitud está todo resuelto.

Otras potencias, posiblemente más fuertes que el desértico país árabe norafricano, pudieran estar detrás de lo que ocurre. Extender a ellas las supuestas medidas profilácticas –y menos, las absurdas acciones punitivas– parece de todo punto imposible. Tiene que ocurrir un cambio de mentalidad en el mundo, que haga volver a la razón a quienes inmolan vidas y destruyen recursos, y los conduzca a aceptar que con ello alejan, en vez de acercar, la posibilidad de gobiernos capaces de mejorar la suerte de los gobernados y dar pasos firmes en pos del desarrollo y de la justicia social.

En algunos países hermanos de América Latina, voceros oficiales han denunciado una increíble y criminal vinculación entre la violencia y el narcotráfico. Gobernantes de algunos países han sido acusados de complicidad. Este último negocio ha llegado a manejar cantidades tan fabulosas que se ha llegado a afirmar que los capitanes del narcotráfico en una nación hermana se jactaron de que podían pagar toda la deuda externa del respectivo Estado, si se les diera protección y garantías en él. Meses atrás señalaba un artículo mío («Las drogas y los dólares») que tanto dinero no podía tener sino una proveniencia, el pueblo norteamericano, el único capaz de suplir como consumidor, las sumas inverosímiles que maneja los mercaderes de la droga.

Este hecho produce en el momento un estado de cosas que llega a repercutir en las propias estructuras jurídicas. El presidente Betancur, de Colombia, tuvo que anunciar, cuando asesinaron a su Ministro de Justicia, que aplicaría el Tratado de extradición celebrado por uno de sus predecesores, según el cual la extradición se aplicaría contra sus propios nacionales reclamados por la justicia norteamericana por la comisión de delitos relacionados con el narcotráfico.

En todo caso, si la vinculación de la violencia política  y el tráfico de estupefacientes fueren reales, el carácter trasnacional de sus operaciones es patente y la estrategia para hacerles frente tiene que ser también multinacional. Por eso, cuando se anunció en Venezuela que un asalto guerrillero contra un puesto fronterizo tenía procedencia o apoyo proveniente de irregulares del otro lado de la frontera, sugerí la necesidad de una reunión en alto nivel a fin de analizar la situación y adoptar medidas eficaces, aptas para impedir la impunidad. Podría llegar hasta estudiarse la creación de unidades binacionales o multinacionales, especialmente entrenadas y debidamente controladas, comandadas por una oficialidad selecta de las nacionalidades participantes, para cumplir una función policial –más de prevención que de represión– en las zonas en las cuales esté más presente el peligro.

Pero es indudable que Estados Unidos, como el mayor mercado de sustancias sicotrópicas y por ende, el mayor proveedor de recursos financieros para los agentes del comercio de aquéllas, debe estar interesado en aportar la mayor parte de los recursos indispensables para combatirlos. Y cuando hablo de recursos, me refiero, más que al armamento, a la información, a la inteligencia y a la investigación de todos los aspectos del problema y de todos los medios pertinentes para solucionarlo.

Lo más doloroso de todo es la contaminación que supone, en el comportamiento de los responsables de la violencia política, con los hechos de la delincuencia común, especialmente en un aspecto tan perjudicial como el de la venta y consumo de drogas. En mi país tuvimos la experiencia –aunque todavía el narcotráfico no había hecho su resaltante aparición en el escenario– de jóvenes idealistas que se lanzaron a acciones guerrilleras y comenzaron asaltos de bancos y otra clase de atracos y se quedaron realizando las operaciones por su cuenta, como vulgares delincuentes.

Yo nunca he confundido el caso de quien delinque por ideas políticas, aunque sean equivocadas y aunque sus actos caigan inevitablemente bajo el imperio de la legislación criminal, con el que lo hace por simples motivaciones egoístas. Pero cuando ambas situaciones se vinculan, tienden a confundirse; y si algún día llegaran a alcanzar los guerrilleros y terroristas el cambio del régimen político a que aspiran, la primera gran batalla que tendrían que librar sería contra sus antiguos aliados, que se sentirían suficientemente fuertes para desafiarlos y hasta vencerlos.

El único remedio frente a tales presentes y patentes amenazas es el fortalecimiento de la paz. Este es un objetivo que desborda todas las rivalidades nacionales y todas las diferencias políticas. Quiera Dios que la conciencia de quienes tienen poder de decisión en todas las áreas del universo, tengan la necesaria lucidez para dar pasos firmes ante esta necesidad prioritaria.