Detalle de la biblioteca personal de Rafael Caldera en Tinajero. Foto: Carlos Arveláiz.

La vitrina rota

Profundamente dolorosa fue para los venezolanos la tragedia de los días 27 y 28 de febrero; pero constituyó también para los países hermanos de América Latina, para el Norte superdesarrollado y para los países industriales del Viejo Mundo, una inesperada sorpresa.

Venezuela era hasta el 27 de febrero la vitrina de la democracia latinoamericana. El escaparate de exhibición, el punto de referencia obligado al considerar la situación política de cualquiera de los países hermanos. El «show window», muestra de las posibilidades de un régimen político de libertad ordenada y convivencia armónica.

La vitrina fue rota. Los vidrios los quebraron, a puños, a palos y a piedras, los hambrientos de los barrios marginales. Todo un malestar contenido, toda una injusticia acumulada, graves problemas no resueltos, carencias que afectan un mínimum vital decente y humano, estallaron y sirvieron de caldo de cultivo a los permanentes negadores de un orden social y a los atracadores sistemáticos, que encontraron facilidades imprevistas para ejercitar sus instintos. Gente normalmente sana, respetuosa del derecho ajeno, fue arrastrada por aquel torbellino: es un hecho anotado hace tiempo por los libros de ciencias penales que en los movimientos tumultuosos se tipifica un delito de masas en el que la conciencia del yo individual sucumbe, incorporada a la acción colectiva.

Las Fuerzas Armadas, ocupadas de suyo en estudios y ejercicios cuya preocupación primordial es la integridad del país y la seguridad nacional, tuvieron que responder a la emergencia para respaldar al poder civil y cumplir funciones de represión, que no son normalmente las suyas. La violencia de la acción desbordada provocó la violencia de la acción represiva, y el ordenamiento jurídico hubo de ceder paso a la emergencia, dentro de la cual es más fácil caer en excesos que mantener los cuadros dentro de una disciplinada mesura, difícil de sostener ante la bullente sensación de peligros que, en forma indiscriminada, a todos amenazan.

Se ha vuelto al orden; las autoridades han reiterado que existe plena normalidad; ha quedado, sin embargo, en los espíritus una sensación de angustia, de intranquilidad que a cada paso da cabida a insensatos rumores y que predispone a la población a magnificar cualquier accidente de esos que en la vida diaria ocurren ante la indiferencia general.

Lo más grave es que las causas profundas que determinaron los sucesos no han desaparecido. Al contrario, se agravan progresivamente. La carestía y la escasez golpean en forma galopante. Los motivos que generaron la eclosión de violencia pudieron alcanzar alarmantes proporciones porque había material inflamable en el ánimo de la comunidad. Por eso he dicho que si pasó el sismo (con su cortejo de víctimas inocentes, de destrucción y de sufrimiento), se ha detectado una falla geológica. Esa falla está en la situación económica y social.

Hace más de tres años vengo insistiendo en que la deuda externa, irresponsablemente concedida y alocadamente contraída, aumentada con usura con la elevación de las tasas de interés por decisión de la banca acreedora, constituye un problema político de alta peligrosidad; quizás el problema político de más urgente solución, aunque no sea el más importante, para nuestros países en vías de desarrollo; porque constituye en la actualidad el principal obstáculo para dar pasos efectivos hacia la atención de los otros y pone en peligro la libertad conquistada con grandes penalidades por la mayoría de las naciones latinoamericanas.

La vitrina se ha roto. En todos los países hermanos, para los que Venezuela ha venido siendo, por sus treinta y un años de democracia mantenida en vigor cuando en varios de ellos naufragaba, punto de referencia obligado en la búsqueda y defensa de la libertad, son numerosos los que se preguntan: si esto ha ocurrido en Venezuela, ¿qué podrá ocurrir aquí?

Y ¿no deben preguntarse también los países desarrollados, y especialmente la gran democracia norteamericana –que con razón se preocupa por la estabilidad y posibilidades de la democracia en América Latina– si esto que nos sucedió a nosotros no indica que la situación es delicada y urgente, que no admite espera, que pasó el tiempo del regateo, que es el momento de oír las voces que han estado alertando sobre la inaplazable necesidad de abrir camino a la solución definitiva del asunto de la deuda?

¿No es lo ocurrido en Caracas un acontecimiento de suficiente entidad como para dejarse de conversaciones que no terminan nunca y poner por acto lo que mentes lúcidas, aquí y allá, han señalado para encontrar un camino que no admite demora?

Es evidente que las negociaciones y re-negociaciones entre la banca acreedora y los gobiernos de los países deudores no conducirán a ninguna parte, porque aquéllos tienen sus normas de las que no se pueden salir, y éstos tienen que confrontar la visión directa e inmediata de las necesidades primarias de sus pueblos.

En medio del torrente de comentarios que los sucesos de Venezuela han provocado, hubo alguien, en un país de nuestro hemisferio, que preguntó: ¿cuántos «Caracas» más se necesitarán para que entren en razón los países de la banca acreedora?

Las vidas de nuestros muertos, la mayoría de ellos en la flor de la edad, los negocios destruidos que significan ruina para algunos que dedicaron toda su existencia a levantar una modesta empresa, el dolor de los familiares y de los que han padecido atropellos, al menos debería servir para que se ablanden las rigideces del Fondo Monetario Internacional y se modifique la severa actitud de los gobernantes de algunos países capitalistas, los cuales se empeñan en imponernos las reglas de una economía que funciona bien en sus áreas pero que no tiene posibilidad efectiva de convivir con la miseria de grandes sectores marginales, expuestos a la presión distorsionadora del consumismo sifrino que el Norte proyecta hacia el Sur.

Los norteamericanos, que en los momentos de mayor peligro tienen la virtud de superarse y de hacer sacrificios ilímites, adolecen del defecto de regatear lo que pueda significar para ellos algunas privaciones, mientras la situación no llega al límite. Para entrar en la segunda guerra mundial el hecho determinante fue el ataque japonés a Pearl Harbour. Durante todo el conflicto, y en los primeros años de la postguerra, repetían por ello un slogan: «Remember Pearl Harbor» (Acuérdate de Pearl Harbor).

En este dramático momento deberían acuñar un nuevo slogan: «Remember Caracas». Porque lo que ha sucedido en la cuna de Simón Bolívar es una terrible lección, es una trágica advertencia. Es como si la voz de los profetas del Antiguo Testamento se hubiera levantado en medio de la indiferencia de un mundo desmoralizado. Y los gobernantes latinoamericanos deberían decir: Mientras no se tomen las medidas necesarias para que una solución justa se pueda adoptar ya, para el problema de la deuda, ¡no podemos seguir pagando intereses!

No se trata de una «moratoria», palabra que tanto los escandaliza. Se trata, sólo, de una condición. Porque es muy cómodo para los acreedores continuar indefinidamente conversando mientras perciben intereses sobre el 100% de unas acreencias que en el mercado secundario están por el 20 y el 30%, y aun menos. Una actitud compacta, seria y eficaz sería la de no continuar alimentándolos mientras se enreden en interminables dilaciones, que hacen cada día más grave la situación de todos y de cada uno para un conjunto de países dignos de mejor suerte. Y cuya perturbación retumba sobre los vecinos poderosos, en los que algunos cerebros lúcidos lo saben entender.