El por qué de una proposición

Recorte de El Universal del 23 de octubre de 1991, donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

El por qué de una proposición

Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 23 de octubre de 1991.

 

La elección de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia es uno de los temas más debatidos en estos días y uno de los que ha despertado más controversias en torno a la creación de la Alta Comisión de Justicia que hemos propuesto para enfrentar de lleno la actual situación de emergencia. Entre otras atribuciones, la Alta Comisión tendría la de hacer las listas de candidatos para la Corte y otras magistraturas, de las cuales el Congreso seleccionaría los efectos. La Alta Comisión podrá recibir nombres idóneos que le sometan el ministro de Justicia, los colegios de abogados, los decanos universitarios, las asociaciones de jueces, las academias, pero sin carácter obligatorio. La lista se formará por el voto de la mayoría absoluta de los miembros. La Corte Suprema de Justicia se elige, en el sistema vigente, por el Congreso de la República en sesión conjunta. De acuerdo con los reglamentos, basta la mayoría absoluta de los presentes para que se declare electos a los candidatos propuestos. Generalmente la elección se ha hecho por acuerdo entre las fracciones políticas de los partidos con mayor representación en las cámaras. Algunos hemos propuesto (yo lo hice en mi primera reunión con la COPRE) que se requiera un voto calificado, por lo menos de las dos terceras partes (no sólo la mitad más uno) de los miembros del Congreso (no sólo de los presentes en la sesión respectiva).

Pero debo reconocer que esta reforma no tendría gran efecto. Porque de hecho, basta que se pongan de acuerdo las dos fracciones mayoritarias para obtener ese quórum calificado; desde luego cada una de ellas ha venido obteniendo más del 33%. Y si en el futuro no lo alcanzaren, simplemente tendrían que acordarse con una tercera fracción.

Hasta ahora ese acuerdo ha funcionado. Sólo en una oportunidad, al no llegarse al acuerdo con la insistencia de una de las partes en elegir un candidato rechazado por la otra, se hizo funcionar la mayoría absoluta que la proponente tenía entonces y se consumó la elección con los votos de un solo partido. Fue precisamente, la oportunidad en que se eligió Fiscal General de la República a un ciudadano que hoy es prófugo de la justicia.

El problema principal que se ha planteado es el de que, aún en el supuesto de que se escogieran los candidatos más idóneos, nadie le quitaría a la opinión pública la convicción de que el más alto tribunal de la nación se ha integrado mediante un entendimiento político entre las cúpulas partidistas. Se ha hablado hasta de «cambalache». Esa convicción se ha acentuado últimamente con la actitud del supremo tribunal en algunas situaciones sonadas, lo que explica el dramático documento de un grupo de venezolanos, calificados como «los notables» y encabezados por el doctor Arturo Uslar Pietri, solicitando a los integrantes de la Corte su renuncia por el bien de la República.

La Comisión Bicameral que presido, encargada de la revisión del texto constitucional, ha reflexionado mucho sobre el tema. Se trata no sólo de encontrar la mejor manera de elegir a los mejores jueces, sino de llevarle al país nacional la convicción de que no predomina en su designación el interés de las cúpulas partidistas.

De allí nuestra iniciativa de crear una Alta Comisión de Justicia, compuesta en forma tal que no pueda ser manipulada por cenáculos políticos ni de otra especie y que ofrezca la seguridad de que la selección se realiza ante los propios ojos de la sociedad civil y con participación de ésta.

Muchos mecanismos se han aplicado en Venezuela para elegir los magistrados. La Constitución de 1811 atribuía el nombramiento al Ejecutivo con previo aviso, consejo y consentimiento («Advice and consent» como dicen en EUA y el voto de los 2/3 de los senadores presentes). Las de 1819, 1821 (grancolombiana) y 1830 establecían que el Presidente de la República propondría los candidatos en número triple, la Cámara reduciría la lista a un número doble y el Senado escogería definitivamente; la de 1857 confió la elección al Congreso, pero de ternas propuestas por el Ejecutivo; la de 1858 a las legislaturas provinciales y las de 1864 y 1874 a las Asambleas Legislativas de los Estados; pero a partir de 1881 la elección se atribuyó al Congreso, salvo la de 1893 que encomendó la elaboración de listas (nonarias) de candidatos de las Asambleas Legislativas para que escogiera el Congreso, y la de 1901 que volvió a atribuir a las legislaturas estadales la designación; con la circunstancia de que en la de 1901, 1904, 1909, 1914 y 1922 los congresistas se repartían en siete agrupaciones y cada una de ellas elegía un vocal.

Este procedimiento no le quitaba en absoluto a la elección su definido cariz político. El deseo de evitar ese escollo explica que en diversos países se hayan adoptado otros procedimientos. En Italia la selección de los candidatos la hace el Consejo Superior de la Magistratura, pero no creo que en Venezuela esta solución sería conveniente; ha sido accidentada y poco feliz la historia del Consejo de la Judicatura, previsto en la Carta Fundamental de 1947 y 1961 por iniciativa mía, pero realizado con poco acierto. En Colombia, según la novísima Constitución, los magistrados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado serán nombrados por la respectiva corporación (para un período de ocho años y no vitalicios como antes) pero de listas enviadas por el Consejo Superior de la Magistratura, y los de la Corte Constitucional por el Senado, de sendas ternas que le presenten el Presidente de la República, la Corte Suprema y el Consejo de Estado.

En Francia, la Alta Corte de Justicia la eligen la Asamblea Nacional y el Senado por partes iguales, y el Consejo Constitucional, el presidente de la República, el presidente de la Asamblea Nacional y el presidente del Senado. En Alemania, la Corte Constitucional Federal es elegida una mitad por el Bundestag y otra mitad por el Bundesrat, y los miembros de las «cortes supremas», a saber, la Corte Federal de Justicia, la Corte Federal Administrativa, la Corte Federal de las Finanzas, la Corte Federal del Trabajo y la Corte Federal del Contencioso Social, por el ministro Federal del ramo respectivo, conjuntamente con una Comisión de los ministros de los estados (Lander) competentes en la materia respectiva.

En España, el Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno del mismo y la ley orgánica establece sus funciones en materia de nombramientos y ascensos; el Presidente del Tribunal Supremo es nombrado por el Rey a propuesta del Consejo, y del Tribunal Constitucional 4 miembros son propuestos por los Diputados (con votos de las 4/5 partes), 4 por el Senado (id.), dos por el Consejo General del Poder Judicial y 2 propuestos por el Gobierno.

Ninguna de estas fórmulas parece apropiada para responder a la presente situación de Venezuela, dadas las características del problema que debemos enfrentar.

La Constitución de Guatemala de 1985 dispuso que de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, que son nueve, cuatro serán elegidos directamente por el Congreso y cinco de una lista de treinta candidatos propuestos por una «Comisión de postulación», integrada por los Decanos de las facultades de Derecho, un número equivalente elegido por la Asamblea General del Colegio de Abogados y Notarios de Guatemala y un representante del organismo judicial nombrado por la propia Corte Suprema. En las votaciones no se acepta representación alguna.

Esta iniciativa guatemalteca, en parte y en cierto modo, inspiró inicialmente nuestra idea de la Alta Comisión de Justicia: pero allá las circunstancias son diferentes (por ejemplo, hay un solo Colegio de Abogados) y por otra parte nosotros hemos querido darle participación a la sociedad civil, pues lo consideramos necesario. Es la sociedad civil la más angustiada por la crisis de la justicia.

La manía recurrente de creer que aquí todo lo arreglaríamos aplicando las soluciones adoptadas en Estados Unidos hace que haya quienes propongan trasladar a nuestra tierra el mecanismo del país del Norte, que consiste en que el Presidente propone los candidatos y el Senado los confirma, después de ser sometidos a la opinión pública. Si en Venezuela los miembros actuales de la Corte renunciaran, de acuerdo con esta tesis se le pediría al presidente Pérez proponer los nuevos candidatos al Senado para que éste los ratifique. Eso aquí no mejoraría nada; pero hay que admitir, además, que en Estados Unidos el mecanismo se convierte en un proceso inquisitorial: Se averigua y discute la ideología y conducta íntima de los candidatos y se decide en torno a la corriente que prevalece en el Senado. Recientemente, en el proceso de designación de un nuevo magistrado para suplir al Juez Thurgood Marshall hemos visto cómo se ha averiguado en forma despiadada el pensamiento y la vida del propuesto Clarence Thomas; y se ha considerado que si el saliente es un «liberal de color», el sustituto es un «conservador de color». Esto da a la elección un marcado tinte político, que es lo que aquí tratamos de evitar. Si trasladáramos los términos a nuestro ambiente ¿qué sucedería? En el mejor de los casos, se politizaría la elección más allá de lo imaginable.

Una vez más vale la pena recordar a Bello: «¡Cuándo imitaremos a los Estados Unidos en lo que son más dignos de ser imitados!». Imitarlos en la elección de los magistrados de la Corte Suprema demandaría como condición previa la transfusión del modo de ser norteamericano para que pudiera funcionar.

Frente a la proposición de la Alta Comisión de Justicia no se ha presentado una alternativa recomendable. Transformar el Consejo de la Judicatura en algo parecido a lo que se imaginó cuando se le previó en el texto Constitucional habría podido ser, pero ya hoy no parece posible. Y si lo fuera, costaría mucho convencer a la comunidad a estas alturas, de que ese Cuerpo no estará influido por motivaciones partidistas.