Confusión en la crisis

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos, El Universal, de donde extraemos su texto, del 12 de agosto de 1992.

 

La crisis que atraviesa Venezuela es tan grave que un hombre tan conocedor de nuestra historia política como el doctor Ramón J. Velásquez la considera la más grave que ha atravesado la República. No sé si lo dice en referencia a este siglo, o a las tres décadas de democracia. La afirmación podría ponerse en duda, si se compara con otras crisis tremendas que ha vivido nuestra comunidad nacional, pero lo que sí es indudable es que pocas veces antes habíamos vivido una confusión tan vasta y profunda como la que actualmente experimenta la sociedad venezolana.

Hay, en verdad, una confusión generalizada. El propio jefe del Estado, sobre quien recae –no sólo constitucionalmente sino sociológica e históricamente– la responsabilidad suprema de la orientación de la vida nacional, da la impresión de no tener idea precisa de hacia dónde debemos ir. Su única preocupación parece ser la de llegar hasta el término regular de su mandato. A veces da la impresión de estar dispuesto a hacer cuántos sacrificios fueren necesarios para alcanzar ese objetivo; pero en otras ocasiones se muestra obstinado en persistir en actitudes contrapuestas a la opinión pública y al sentimiento general.

La confusión aumenta porque estamos precisamente en una etapa de reacomodo de nuestro sistema federal. La Federación en Venezuela tuvo experiencias traumáticas. En los primeros tiempos (gobierno del Mariscal Falcón) se la trató de aplicar con tal amplitud que el Presidente se la pasaba de un lado a otro mediando en las diferencias entre entidades federales, agudizadas hasta extremos increíbles. Laureano Vallenilla Lanz dijo que la Federación «no venía a ser otra cosa que la sanción legal de la anarquía parroquial y caudillesca» (Cesarismo Democrático, ed. 1919, p. 242).

No podría menos que provocarnos risa, por ejemplo, si no fuera demostrativo de una desintegración galopante, el hecho de que se hubiera planteado entre las fuerzas del estado Barquisimeto, comandadas por el general Nicolás Patiño, y las fuerzas del estado Yaracuy, comandadas por el general Juan Fermín Colmenares, una guerra en la que tuvieron que mediar el Congreso y el Presidente de la República, y que concluyó con el «Tratado de Guama», el 14 de abril de 1866 (Ambrosio Perera, Historia Orgánica de Venezuela, pp. 184-186).

A tal extremo llegó la corriente desintegradora, que el historiador que acabo de citar, Ambrosio Perera, consecuentemente federalista, refiere una comunicación del Secretario de Gobierno del estado Barquisimeto a la correspondiente Asamblea Legislativa, en la que se quejaba de que los distritos y departamentos reclamaban tal autonomía que «destruido el bello ideal que norma la síntesis del sistema federal, la anarquía vendría a sustituir tan bella institución y los pueblos que con tanto denuedo lucharon para establecer aquel gobierno, como el verdadero republicano, porque creyeron que traería la paz, y con ella el progreso en todos los ramos de la industria, tendrían que arrepentirse de su obra».

Semejante estado de cosas dio lugar a la reacción de la Revolución Azul, y después a la autocracia guzmancista, que el líder Antonio Leocadio justificó porque «caos era la existencia que tenía Venezuela». Guzmán Blanco redujo los 20 estados a 9 y usó un puño de hierro para dominar continuos brotes de violencia, comparó a Venezuela con un «cuero seco, que cuando se pisaba por un lado se levantaba por otro».

El proceso de disgregación condujo fatalmente al poder absoluto que tuvo su máxima expresión en el régimen del general Gómez. Según su más autorizado exégeta, «la anarquía hacía necesaria la preponderancia del poder personal, la existencia del gendarme necesario» (Cesarismo Democrático, cit., p. 243). Gómez eliminó las milicias regionales y creó el Ejército Nacional, concentró el poder designando a dedo los presidentes de Estado y unificó el Tesoro a través de la reforma hacendaria de Román Cárdenas. El petróleo consumó el proceso centralizador.

El situado constitucional se hizo la principal fuerza centrípeta de la gestión pública en todo el país. No importa que con su perspicaz sentido práctico y conocimiento de la realidad venezolana, Gómez hubiera regresado a los 20 estados: todos quedaron sometidos al Presidente de la República, y dependientes del Situado que el Tesoro Nacional les asignó para su subsistencia.

La centralización continuó su marcha en los gobiernos de López Contreras –que creó la Guardia Nacional, el Banco Central y varios ministerios de vocación centralizadora–, de Medina Angarita –que fundó instituciones como el INOS y en cuyo período se nacionalizó la administración de justicia–, de la Junta Revolucionaria presidida por Rómulo Betancourt –que convirtió a los «Presidentes de Estado» en «Gobernadores» y declaró a éstos agentes del Ejecutivo Nacional en sus respectivas circunscripciones–, y de Pérez Jiménez –que abolió el nombre ficticio de «Estados Unidos de Venezuela» y restableció el de «República de Venezuela»–.

La descentralización se inició en el régimen democrático. Estoy entre quienes le han dado su apoyo, pero me preocupa que algunos la quieran empujar sin programación previa, saltando etapas, ignorando antecedentes históricos que no se pueden menospreciar.

Mas no es simplemente el problema de la aplicación del régimen federal a la realidad social –que plantea situaciones como la del orden público, que todavía no se sabe si es de la responsabilidad del Poder Nacional, del Gobernador o del Alcalde– el que crea confusión, sino el estado general del país y la actitud de la población. Pareciera que hay una guerra de todos contra todos. Nadie está de acuerdo con los demás (salvo en lo negativo). El transporte colectivo, verbigracia, genera conflictos si se sube el valor de los pasajes y si no se sube, también: en el primer caso protestan los usuarios y en el segundo se paran los transportistas.

El Presidente de la República critica al Congreso y éste discrepa del Ejecutivo. El Fiscal General de la República y el Presidente de la Corte Suprema de Justicia polemizan por la prensa. Los gobernadores expresan calificativos muy duros contra los personeros del Poder Legislativo y adoptan ante él posiciones de desafío o de menosprecio. Los empresarios les piden a los políticos de los que sistemáticamente denigran, que les entreguen el poder; y los políticos a su vez, que son la clase más cuestionada, se desquitan dirigiendo sus desahogos a los empresarios y a los medios de comunicación social. Cada uno se siente con derecho a cuestionar a quien sea, y el ciudadano común y corriente no sabe para dónde mirar. El caso se agrava por el malestar general, ya que las clases medias y los sectores populares padecen las consecuencias cada vez más duras del paquete económico, viven en el azaroso entorno de la inseguridad personal y pagan cada vez más por servicios ineficientes.

La anarquía es el producto natural de los estados de incomprensión e intolerancia en que cualquiera está dispuesto a negarlo todo y a rechazarlo todo si no se satisfacen sus particulares aspiraciones. Es la «Venezuela contradictoria y absurda» de que nos habla Díaz Sánchez en su estupenda obra «Guzmán, elipse de una ambición de poder». Lo más grave es que el triste desenlace de la anarquía puede ser la asunción del poder absoluto por alguien que se atreva a recoger la autoridad que nadie ejerce y que todos reclaman. Los pueblos odian la tiranía, pero no pueden sobrevivir en la anarquía.

Esta confusión caracteriza la crisis existente y oscurece las perspectivas. Por eso se siente la necesidad de que se convoquen, reúnan y orienten las voluntades más diversas hacia objetivos fundamentales, que aunque no sean íntegramente satisfactorios para cada uno en particular, representen el consenso de la generalidad. Venezuela necesita recobrar la confianza en sí misma y en quiénes la dirijan. El anhelo prioritario en este momento es la renovación de los equipos dirigentes, porque los actuales han perdido su confiabilidad. Cuando se dice que el régimen ha colapsado, en realidad lo que se quiere decir es que han fracasado la conducción y el rumbo. Nadie desea que el régimen democrático sucumba.

Es preciso salir de esta confusión. El caos no conduce sino a retrocesos históricos. Aclarado el rumbo, lograremos la convergencia indispensable para tomar una vía franca que conduzca positivamente al porvenir.