¿Acta mata voto?

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 30 de diciembre de 1992.

 

La expresión que entre interrogaciones sirve de título al presente artículo está siendo repetida muchas veces en torno a las elecciones del 6 de diciembre. Es para preocuparse. Para preocuparse seriamente, porque revela resignación airada ante fraudes que pueden cometerse y que se supone se cometen. Fraudes que desvirtúan la voluntad de los electores y la suplantan a través de cambalaches que pueden negociarse entre quienes representan el poder electoral en los actos de escrutinio. La reacción de muchos electores ante esta posibilidad es proclive a la abstención. Hemos oído más de una vez decir: ¿para qué voy a votar, si mi voto no va a ser respetado en la confección de las actas?

Muchas y muy importantes consideraciones, en efecto, han suscitado el hecho electoral reciente. Uno es la presencia inocultable de la abstención. No hay todavía cifras precisas, y quién sabe cuándo las darán. Para tranquilizar, el Consejo Supremo Electoral ha soltado una estimación de 45%, que permite afirmar que «la mayoría» de los electores inscritos cumplió el deber de votar. (Ello recuerda el caso del índice de inflación en el año 1989, que como el Presidente había dicho que si llegaba al 80% «se asilaba», fue fijado oficialmente en 79%). Las abstención en las votaciones recientes tenía un significado mayor, porque la campaña desplegada (muy buena, por cierto) a través de todos los medios de comunicación fue excepcionalmente intensa, y le planteó al elector la necesidad de que sufragara para ratificar su adhesión al sistema democrático.

Hay además, en torno al número de electores, algo interesante. Aparecieron votando no pocos difuntos y hubo personas que cuando fueron a votar encontraron que alguien lo había hecho por ellas. Fueron utilizados los duplicados de sus cédulas de identidad para suplantar a sus verdaderos titulares, aprovechando las horas en que se suponía que los que no habían votado no iban a hacerlo. Y realmente, la mayoría de ellos estaban muertos, o enfermos, o se habían mudado, o simplemente no quisieron votar, pero los pocos que simplemente lo dejaron para última hora, tuvieron la sorpresa de que alguien había sufragado en su nombre. Este hecho había sido denunciado con anterioridad. Una maquinaria política con acceso a las fuentes gubernamentales puede fácilmente obtener duplicados de todas las cédulas de identidad y distribuirlos entre sus comandos en los distintos centros de votación. Cualquiera puede presentarse con una de ellas para volver a votar, ya que la tinta supuestamente indeleble que marca el dedo meñique de la mano derecha no lo es en realidad; y la identificación del portador de una cédula es casi imposible, porque las fotografías son poco claras y la huella digital que se pone en el libro de votación no es más que un borrón que técnicamente tiene poco valor. Por ello he propuesto, y así lo reiteré en las visitas que hice al Consejo Supremo Electoral para manifestar mi preocupación por el proceso de los escrutinios, que en vez de la tal huella digital se ponga en el libro de votación la firma del elector. Así, quien sea portador de una cédula que no es suya, difícilmente podrá poner una firma que corresponda a la que va en la cédula, elemento indispensable de identificación que se suele exigir cuando se cobra un cheque o se suscribe ante un notario un documento.

En cuanto a los resultados de las elecciones regionales y municipales, ellos merecen un estudio realista y ponderado. No convencen las loas interesadamente preparadas para sobrevalorar su significación, aunque tampoco pueden ignorarse los aspectos positivos que, en medio de todo, tuvieron. Los resultados generales pueden marcar algunas tendencias, y en algunos casos específicos los fueron muy importantes. Ahora bien, lo más grave, en cuanto a los aspectos negativos, es el descarado desconocimiento de los resultados electorales por el partido de gobierno y hasta por voceros del Consejo Supremo Electoral cuando aquéllos fueron contrarios a la reelección del gobernador respectivo o del candidato oficial.

Cuando la mayoría de los que concurrieron a votar en un Estado fue favorable al gobernador aspirante a ser reelecto, no hubo problema. Se dio por sentado que el pueblo había demostrado su reconocimiento a una labor honesta y eficiente, cosa que, por cierto, es innegable en algunos casos, pero muy discutible en otros. Ahora, cuando la voluntad popular se inclinó por el cambio, hicieron uso de todas las maniobras inimaginables para impedir el reconocimiento de la decisión de los electores. La diferencia de trato dado por el CSE, a los resultados muy discutibles y discutidos en Nueva Esparta, Lara y Portuguesa, donde el respectivo gobernador en funciones fue declarado reelecto, y a los de Barinas y Sucre, donde la Junta Principal Electoral correspondiente reconoció el triunfo del candidato opositor, es irritante.

Esto ha servido para demostrar que la integración del Consejo Supremo Electoral, que funcionó bien en sus primeros tiempos, se ha hecho absolutamente impropia para garantizar imparcialidad y para hacer prevalecer la verdad. ¿Por qué el CSE desconoció las actuaciones de la Junta Electoral Principal del Estado Barinas que, hechas las verificaciones exhaustivamente, proclamó gobernador electo al candidato de oposición Gehard Cartay y no hizo lo mismo en el caso del Estado Nueva Esparta, donde la Junta respectiva despojó de su legítimo triunfo a Fucho Tovar? ¿No le da rubor al «presidente encargado» del CSE, supuestamente independiente, hablar no como un magistrado imparcial, sino como un vocero gubernamental?

Otras cosas lamentables ocurrieron, que es preferible no mencionar. Pero de estas elecciones deben sacarse, por lo menos, dos conclusiones principales. Una, la de que la abstención puede convertirse en el peligro más grave contra el sistema democrático. Otra, la de que el actual Consejo Supremo Electoral, con sus equipos técnicos, no ofrece suficiente garantía de eficacia e imparcialidad.

Para combatir la abstención hay que ofrecer a los venezolanos una opción que sea capaz de moverlos a consignar su voto para abrir efectivamente el camino del cambio y una garantía de que su voluntad no será falsificada. Fórmulas partidistas cerradas difícilmente harían el milagro de motivar a los electores para vencer la tendencia. Cualquier fórmula que significare una continuación del desastre actual, aún con retoques cosméticos, sería funesta. Y en cuanto a las reformas que la Ley del Sufragio requiere para que el poder electoral ofrezca la seguridad de una gestión impecable y eficiente, ellas son de una urgencia inaplazable. El propio presidente del CSE, doctor Isidro Morales Paúl, ha manifestado que estaría decidido a renunciar si las reformas a la Ley del Sufragio no se hacen de inmediato.

Las cúpulas partidistas y las fracciones que integran el Congreso deben darse cuenta de que lo que está en juego no es sólo su propia suerte, sino el destino de la democracia. Las declaraciones grandilocuentes en la defensa del sistema no tienen ningún valor real si no se adoptan las medidas que en todos los tonos está requiriendo el país nacional. El país nacional tiene derecho a exigir que un gran movimiento de voluntades abra el camino de la recuperación del destino de Venezuela, y quienes nos reconocemos obligados a ofrecérselo reclamamos de los cogollos de partido que abandonen posiciones egoístas y acepten darle al pueblo las rectificaciones que demanda.