Flores para el bronce

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, de donde extraemos su texto, del 29 de julio de 1992.

Todos los años, en los aniversarios del nacimiento y muerte de Simón Bolívar, hay flores para su estatua en Nueva York. La Sociedad Bolivariana de Estados Unidos está siempre pendiente de que se renueve el afecto expresado en las flores y la veneración por el héroe que el bronce impone. Un venezolano que ha pasado toda su vida en Estados Unidos, Pedro Rincones, presidente de la Sociedad, a nadie cede en la constancia del fervor bolivariano. Lo acompaña gente como Kevin Corrigan, hijo de un embajador de Estados Unidos en Venezuela, de grata memoria. Kevin es asesor del Chase Manhattan Bank, mas no le falta tiempo para dar ejemplo de asiduidad en las actividades de la Bolivariana.

Las flores simbolizan un sentimiento de amor constantemente renovado, porque si no se renuevan, perecen para siempre. En cuanto al bronce, es símbolo de perennidad, testimonio de veneración. Las ofrendas ante el monumento de Bolívar, en pleno corazón de Nueva York, tienen un importante significado. En esa ciudad maravilla («The Wonder City», como la califican los norteamericanos), Bolívar está en la culminación de la sexta avenida, a la que Nelson Rockefeller hizo denominar Avenida de Las Américas. La avenida contiene los escudos de armas de las naciones latinoamericanas, y termina en una plazoleta, Bolívar Plaza, a la entrada del Parque Central. Allí están también las estatuas de San Martín y de Martí, en homenaje solidario a la libertad del continente.

Las flores de la Sociedad Bolivariana, del Consulado General de Venezuela (cuyo titular, el embajador Guillermo Herrera, ha sido especialmente receptivo para con Pedro Rincones y sus colaboradores) y de los otros países bolivarianos, de la Asociación Venezolana Americana de Estados Unidos, y de entidades como VIASA y PDVSA, atraen la atención del público que constantemente pasa por el sitio. Para quienes quizás ignoren todavía la historia de Bolívar, suscitan la curiosidad de saber algo sobre aquel hombre extraordinario y sobre sus ideales.

La estatua es hermosa y sus proporciones corresponden a las características del lugar de emplazamiento. Es obra de una escultora norteamericana, Sally James Farnham, quien tenía 45 años de edad cuando se inauguró el monumento frente al Parque Central, junto a la calle 83, el 19 de abril de 1921. Por ello el doctor Esteban Gil Borges, en su histórico discurso de aquel día, expresó: «Manos de mujer plasmaron esta estatua que mi país ofrenda a Estados Unidos como prenda de perpetua amistad; manos de mujer dieron el relieve eterno de bronce a esa vida que fue un prodigioso ensueño de heroísmo, de belleza y de amor».

Histórico, dije, fue el discurso de Gil Borges en aquella memorable ocasión. Lo pronunció en presencia del presidente Harding y del secretario de Estado Hughes, y definió para siempre el curso de su vida, no tanto por lo que dijo, sino más bien por lo que no quiso decir. Había ido a la ceremonia como ministro de Relaciones Exteriores del gobierno del presidente Gómez, y tuvo la entereza de no nombrar al General. Habló de Venezuela y de Estados Unidos. De Washington y de Bolívar. Pero no habló de Gómez. Cuando regresó a Venezuela encontró la atmósfera viciada: el jefe no le perdonó lo que consideró una irreverencia. Por ello salió del Ministerio y salió del país. Sólo pudo regresar en 1935, cuando la muerte del dictador puso fin a aquel régimen.

Treinta años después la estatua fue trasladada al sitio donde ahora se encuentra. Le tocó decir el discurso de orden al ministro de Relaciones Exteriores, que para entonces era mi condiscípulo, Luis Emilio Gómez Ruiz, quien precisamente se había iniciado en la Cancillería a la orden del ministro Gil Borges, y del director de Política Internacional, nuestro inolvidable profesor Caracciolo Parra León. Luis Emilio fue un venezolano de altos quilates, cuya actividad en la vida pública había comenzado con los ajetreos de la generación del 28, cuando era casi un niño. Fue en 1936 secretario de la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV) que presidía Jóvito Villalba. Las circunstancias lo llevaron a ser Canciller de un gobierno de facto, pero es justo reconocer que en la tarea, a la que fue llamado por su primo Carlos Delgado Chalbaud, se desenvolvió con discreción. No me extraña que su extenso discurso concluyera con la cita de una invocación de Bolívar imaginada por el doctor Gil Borges treinta años atrás.

Es curioso que hayan sido 30 años exactos, del 19 de abril de 1921 al 19 de abril de 1951, los que marquen la historia del hermoso bronce. Y es doloroso y aleccionador –debe serlo especialmente para las nuevas generaciones- que en ambos trascendentales momentos estuviéramos bajo regímenes de fuerza, porque no habíamos sido capaces de conquistar en forma permanente un sistema de vida democrático.

En las breves palabras que fui invitado a pronunciar durante el sencillo acto de ofrendas del 24 de julio pasado, hice referencia al hecho de que la estatua de Bolívar es en cierto modo un complemento necesario para entender lo que significan la Estatua de la Libertad y la Organización de las Naciones Unidas, ambas en Nueva York; así como un alerta permanente por el cumplimiento de los ideales que ellas representan. Porque Bolívar, como San Martín y Martí, están allí recordando que la Libertad, cuya estatua colocada en Bedloe Island sirvió de enlace nobilísimo entre la Francia revolucionaria y Estados Unidos, no es verdadera si no se extiende a todos los pueblos de la Tierra; y que la paz y la unión de la Comunidad Internacional, que la ONU está obligada a fomentar, suponen consideración y respeto para los ideales de justicia y solidaridad y la participación indispensable de América Latina que nuestros próceres proclaman desde su altura de bronce.

Dijo Gil Borges en 1921: «El juicio de la historia, que para la memoria de Bolívar comenzó el día en que se durmió en el ocaso temprano de su vida y en el eclipse pasajero de su obra, en la triste tarde de Santa Marta, ha llegado a la hora de la suprema justicia. Este bronce era el testigo y era éste el lugar que él habría elegido para esta cita ante la posteridad».

Y Gómez Ruiz, en 1951: «Dejadme que os diga que la misión de Bolívar aún no está concluida, que él sigue a nuestro lado mostrándonos el camino que nos falta por recorrer, que su pensamiento está vivo más que nunca en el presente, inagotable en su fecundidad, abnegado en su intención, inquebrantable en su unidad, como ese bronce en que está tallada su imagen corporal».

Definitivamente, la actualidad de Bolívar no perece. En 1987, cuando la Academia Nacional de la Historia me publicó un librito donde recogí varios trabajos sobre el Libertador, no encontré un título mejor para el volumen que «Bolívar siempre».

«Bolívar siempre», es lo mismo que me hizo sentir el acto recientemente realizado en Nueva York, cuando las flores renovaban  su frescura ante la perennidad del bronce. «Bolívar siempre», y ahora precisamente, marca el camino que debemos recorrer: sin flojera, sin vacilación, ni mucho menos cobardía. Donde él está, la Patria está con él. Martillando sobre nuestra conciencia.