La sociedad civil y el Estado

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos, El Universal, de donde extraemos su texto, del 9 de septiembre de 1992.

 

No hace mucho apareció en Madrid una obra cuyo título es muy sugestivo: «El retorno de la sociedad civil». Editado por el Instituto de Estudios Económicos, tiene como sub-título: «Respuestas sociales a la transición política, la crisis económica y los cambios culturales de España 1975-1985». Su autor es doctor en Sociología de Harvard, doctor en Derecho y en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, director del Centro de Estudios Superiores en Ciencias Sociales del Instituto de Estudios e Investigaciones Juan March, profesor en la Complutense y en la Universidad de California en San Diego, y algunas cosas más.

Cuando vi anunciado el libro me interesó especialmente el tema. Recientemente hube de referirme a él en un simposio celebrado en México, y pienso que la actualidad del asunto se hace sentir cada vez más en Venezuela. ¿Es que, efectivamente, está retornando la sociedad civil?

Hay algunas afirmaciones que, aceptando las diferencias de tiempo y volumen entre nuestros países en vías de desarrollo y los desarrollados, señalan una tendencia similar. «Durante estos doscientos años –dice el autor- las sociedades civiles occidentales han crecido en riqueza, densidad de organizaciones, capacidad de coordinación autónoma, perfeccionamiento de los mecanismos de jerarquías y mercados, aumento de información sobre su entorno y sobre sí mismas. El crecimiento de la burocracia civil, los ejércitos, la diplomacia y los servicios de inteligencia y las organizaciones partidistas en los países occidentales parece impresionante; pero no lo parece menos el crecimiento de las empresas, los sindicatos, las iglesias, las universidades privadas, las industrias de los medios de comunicación, las redes de artistas, críticos, galeristas y museos privados, las asociaciones deportivas y tantas otras instituciones de la sociedad. En otras palabras, los estados han crecido, pero también lo han hecho las sociedades civiles».

Es interesante, sin duda, el planteamiento. «En estos años 70 y 80 (los cuales señala el libro como «años de arranque de un lento proceso de desencanto con el Estado en casi todas las sociedades occidentales») el proceso de incremento gradual del depósito de confianza y responsabilidad en el Estado por parte de la sociedad ha reducido su ritmo de crecimiento, se ha detenido o se ha invertido, según los casos».

No es extraño que, siguiendo la tradición latinoamericana, el análisis del fenómeno que ocurre en los países desarrollados haya inevitablemente encontrado repetición mecánica en los países latinoamericanos. Pero se acuñan frases como si la sociedad civil y el Estado fueran antitéticos o excluyentes, siendo así que el verdadero planteamiento de la cuestión debe llevar a que el Estado precise mejor las funciones que le son propias y realice frente a la sociedad civil la atribución que su propia naturaleza le señala, de coordinar, estimular, asistir y suplir (el principio de la subsidiariedad) en todo cuanto sea necesario para contribuir al mejor, al más libre y al más armónico desarrollo de la actividad humana.

Es curioso, al hablar de la sociedad civil, señalar que el Libertador, visionario en todas las direcciones, planteó en la Carta de Jamaica la diferencia entre la sociedad civil y la sociedad política. «Somos, dijo, un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y las ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil».

El transcurso del tiempo, el aumento de la población, el progreso tecnológico y la aparición constante de nuevas actividades y de nuevas formas societarias para atenderlas, explica el aumento de esa «sociedad civil» y de su «retorno», es decir, de su presencia cada vez más activa y dotada cada vez de mayor influencia sobre los variados aspectos de la vida. Siempre se dijo que la sociedad política es aquella que representa lo «social genérico», es decir, lo que no se confina a un sector, a un grupo, a una actividad determinada. Por eso, la idea del Estado está esencialmente vinculada con la idea del bien común.

No puede aceptarse, por tanto, el que se pretenda sustituir al Estado por la sociedad civil o enfrentar a la sociedad civil con el Estado. Las exageraciones totalitarias e intervencionistas fracasaron por su empeño de poner todas las manifestaciones de la sociedad civil en las manos o bajo el control del Estado; asimismo, las exageraciones neoliberales yerran al tratar de regresar la concepción del Estado-gendarme, pretender reducir la sociedad política a la condición de un simple agente policial para mantener el orden público y asegurar a las fuerzas dominantes en la economía y en otros aspectos de la vida humana el cómodo y seguro disfrute de sus crecientes privilegios.

No es cierto que el retorno de la sociedad civil en las naciones industrializadas haya significado una disminución sustancial de la presencia del Estado en las actividades económicas o un desmantelamiento de las instituciones de protección social establecidas por el legislador. El mismo libro antes citado tiene, entre muchas observaciones interesantes, la siguiente:

«Durante los años ’70 el peso del sector público en las economías siguió incrementándose y con él de sus regulaciones, el número de sus funcionarios y el nivel de profesionalización y en general la suma de sus recursos. Los mecanismos de voz de las clases subordinadas experimentaron avances o retrocesos, según los casos, y con frecuencia modificaciones de diseño. Pero no ha habido un retroceso general, ni profundo, de las conquistas sociales de la generación anterior. El apoyo de la opinión a instituciones del estado de bienestar, como la seguridad social, se ha mantenido virtualmente al mismo nivel; y los intentos de reducir una parte de los gastos de transferencia social de los presupuestos han chocado con resistencias fortísimas, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra: los dos países donde la ofensiva contra el estado de bienestar por parte de sus respectivos gobiernos ha sido más intensa (Wilensky, 1981). La retórica del desmantelamiento del estado de bienestar es, por tanto, retórica doctrinaria o partidista, de uno u otro signo, pero no refleja la realidad, ni de ataques sostenidos y profundos, ni de riesgos grandes que, de darse, tales ataques podrían tener un éxito de grandes proporciones».

La sociedad civil tiene una presencia múltiple. Es plural por su propia naturaleza. Las asociaciones de vecinos, por ejemplo, responden a una noción de vecindad que ya no puede ser atendida por los municipios, en vista de su crecimiento; las organizaciones sindicales reúnen la fuerza de los trabajadores, que aisladamente carecen de la posibilidad de gestionar y defender eficazmente sus intereses; las asociaciones de empresarios tienen a su cargo la tarea de coordinar actividades de los diversos sectores de la economía y de plantear ante el Estado y ante los organismos laborales sus puntos de vista y objetivos; las asociaciones culturales, las universidades, toman cada vez mayor conciencia de su fuerza, pero cada una tiene sus peculiares posiciones y no se puede atribuir a una sola de ellas la responsabilidad de coordinarlas. Esa coordinación es tarea del Estado, obligado a poner la armonía en el pluralismo social para el beneficio equitativo de todos. Son enemigos del interés común los corifeos de una guerra absurda entre la sociedad civil y el Estado. Una y otro tienen forzosamente que entenderse, porque, como lo dijera años atrás un autorizado economista, hablando de la industria, no es admisible el celibato. Matrimonio de entendimiento o matrimonio de conveniencia, el divorcio entre el Estado y la sociedad civil es inaceptable y funesto.

Vale la pena meditar sobre esta cuestión, de cuya acertada solución va a depender en gran parte la felicidad y el progreso de los pueblos.