El espejismo de la constituyente

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 11 de agosto de 1993.

 

Sobre la conveniencia de hacer una reforma general de la Constitución hay consenso. Hay que ampliar la democracia representativa, hacerla más participativa, renovar las estructuras del Estado para hacerlo más eficiente y para que preste un mejor servicio. La cuestión está en quién debe hacer la reforma, si el Congreso que vamos a elegir (con un referéndum popular para su aprobación) o una Asamblea Constituyente.

No dudo que entre los partidarios de que se convoque una Asamblea Constituyente hay quienes, de buena fe, piensan que todo está tan podrido que sólo rompiendo el «hilo constitucional» se pueden adoptar fórmulas capaces de poner al país en marcha hacia una nueva realidad. No me pueden negar que hay también quienes, convencidos de que nada pueden alcanzar dentro de los parámetros previstos por la Carta Fundamental, promueven la idea de la Constituyente porque se imaginan que van a introducirse en ella para pontificar sobre el destino del país. Por supuesto, hay además quienes necesitados de un apoyo electoral cada vez más desfalleciente, suponen que con este atractivo podrán salir del estancamiento en que se hallan y hacerse pioneros de un futuro incierto.

La verdad es la de que los más esforzados propagandistas de la idea no explican cómo será la Asamblea que proponen, ni qué proponen que dicha Asamblea deba realizar. Porque una Asamblea Constituyente, de acuerdo con la doctrina, asume en sí todos los poderes del Estado. Puede destituir al Presidente de la República y disponer quién o quiénes debe sustituirlo: en el rigor de los principios, podría decidir que en vez de un Jefe de Estado hubiera un Consejo de Gobierno, o una monarquía constitucional. Todo está a su arbitrio, la integración de los poderes públicos, la enunciación de los derechos ciudadanos y hasta la estructura misma de la República. Es curioso, por cierto, que acérrimos federalistas hayan sugerido una Asamblea Unicameral, la cual, al eliminar el Senado, borra de un plumazo la representación de los estados, que es precisamente la justificación de la Cámara Alta. Se supone que la elección de la suprema Cámara sería hecha por votación totalmente uninominal; pero en Colombia se hizo por lista única, un solo circuito electoral (el país entero), por representación proporcional; y se previó además una forma curiosa de elección para adicionar dos miembros por cada frente guerrillero que se pacificara, escogidos a dedo por el Presidente de la República y el Comandante respectivo.

Algunos piensan que una Asamblea Constituyente tendría sólo la atribución de redactar una nueva Constitución, como ocurrió en Perú cuando el gobierno militar presidido por el general Morales Benítez la convocó, con la idea de entregar el poder a los civiles, pero sin otra atribución: sólo cuando promulgada la Carta Fundamental se hizo la elección popular del presidente Fernando Belaúnde Terry, entregaron los militares el poder. La Constituyente colombiana fue convocada por un Decreto, dictado por el presidente Gaviria, en virtud del estado de sitio, como una Asamblea «Constitucional», con agenda limitada y tiempo de duración preciso. Se suponía que actuaría durante el receso del Congreso, por lo que debió finalizar sus labores antes del 20 de julio, fecha en que se reunirían nuevamente las Cámaras. Pero la Corte Suprema, al declarar «exequible» el Decreto (por un margen muy estrecho y contra la opinión de la Sala Constitucional), suprimió la limitación de la agenda, aunque dejó el plazo: al instalarse, la Asamblea se auto-denominó «Constituyente» y disolvió el Congreso, lo que motivó la renuncia del ex presidente Pastrana Borrero, quien había sido electo como uno de los miembros de la Constituyente.

Lo más curioso del caso colombiano es que, una vez terminada la redacción de la nueva Carta (festinadamente, para sujetarse al plazo previsto) no se presentó a referéndum popular. Fue fruto de pura democracia representativa, porque los constituyentes no rindieron cuenta a nadie.

En Venezuela, los únicos que han dicho concretamente lo que quieren cuando piden la convocatoria de la Constituyente son algunos distinguidos y apasionados voceros del extremismo neoliberal. Ellos aspiran a sustituir la actual Constitución, que califican de «socialista», por una de su más pura ortodoxia. Quieren suprimir la «pamplinada» de los derechos sociales y eliminar todo rastro de intervención del Estado. Tachar desde el preámbulo, todo lo que tenga algún sabor de justicia social. Pienso que para ellos lo más fácil sería poner en vigencia la Constitución de Pérez Jiménez, ya que Laureano Vallenilla, en 1953, en la última discusión el texto, le hizo una poda a fondo, convirtiéndolo prácticamente en una sencilla Ley Orgánica del Poder Público.

La finalidad que inspiró, con gran ilusión, al proceso constituyente colombiano fue, principalmente, renovar la clase política. Claro que, además, cambiar las estructuras, ya que la Constitución de Ríonegro tenía más de cien años de vigencia, con pocas modificaciones, y prohibir algunos abusos de los parlamentarios. También había, en el fondo, el deseo de anular por este medio la extradición de colombianos a Estados Unidos, aspiración hondamente sentida y vigorosamente reclamada por los narcotraficantes. Se aspiraba, además, a que se abriera definitivamente la puerta a la pacificación de los grupos guerrilleros. Pero esos y otros problemas del país no quedaron resueltos; continúan las guerrillas alterando el orden público y social, y en las elecciones siguientes, más de la mitad de los miembros del Congreso fueron los mismos de antes. Y cuando se tuvo la esperanza de que los jefes de la narco-violencia se entregaran como ocurrió, en efecto, temporalmente, con Pablo Escobar, el éxito resultó fugaz, y hoy siguen el jefe del Cartel de Medellín y los demás empresarios del narcotráfico disfrutando de impunidad.

El ejemplo de Colombia nos atañe especialmente, por la estrecha vinculación y el indisoluble afecto que nos vincula con el país hermano y porque el caso de la hermana República fue el que motivó entre nosotros el planteamiento del tema. Valdría la pena que quienes lo sustentan estudiaran a fondo la experiencia colombiana y siguieran de cerca el proceso del «Fujimorazo» (¿reelección?, ¿pena de muerte?) en el Perú.

La Constitución venezolana de 1961 fue elaborada por el Congreso, con ratificación de las Asambleas Legislativas. Dos años de intensa labor produjeron la Carta que más ha durado y que ha merecido mayor reconocimiento de los constitucionalistas de América Latina y de España. Lo más sensato ahora es comprometer al Congreso que se va a elegir, a emprender de inmediato la reforma general de la Constitución, para interpretar los cambios experimentados por el país en estas tres intensas y complicadas décadas. Se puede incluir en la reforma la previsión de convocar una Asamblea Constituyente, para el caso de llegarse a considerar que la reforma no llena las expectativas nacionales. Así lo propuso la Comisión Bicameral que tuve el privilegio de presidir, aunque deberían precisarse mejor las características y objetivos de una eventual convocatoria. No condenaríamos al electorado (que ha mostrado últimamente no despreciables corrientes abstencionistas) a un nuevo e inmediato proceso electoral.