La imagen de Venezuela

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 30 de junio de 1993.

 

Después de los días memorables de la Independencia y de los primeros tiempos de la República, la imagen de nuestro país no era nada favorable. Una sucesión interminable de guerras civiles y de autocracias constituyó el telón de fondo de nuestro atraso nacional. Ya lo había anticipado el Libertador, en uno de sus momentos de amargo pesimismo: mil revoluciones fueron seguidas por mil usurpaciones.

Llegamos al año de 1900 con renovadas ilusiones. El caudillo de la Restauración había vendido bien su lema: «Nuevos hombres, nuevos ideales, procedimientos nuevos». Poco tiempo bastó para que se desvaneciera esa nueva ilusión: fueron clausuradas las universidades de Valencia y del Zulia, la Universidad de los Andes difícilmente pudo subsistir, el régimen se endureció hasta un grado que no habían alcanzado las dictaduras decimonónicas. La célebre Revolución Libertadora agotó inmensos recursos, para sucumbir en La Victoria. El bloque de las potencias europeas sirvió para repotenciar la fibra nacionalista («La planta insolente del extranjero ha profanado el suelo sagrado de la patria») pero incrementó nuestras carencias y nuestras desdichas. La imagen de Venezuela en el mundo podía ser igual a la que hoy tienen algunas menos afortunadas naciones africanas.

En 1908 se alumbró una nueva ilusión. Escuché hace muchos años al director de una revista chilena afirmar que para aquella fecha nuestro país tenía la pléyade de intelectuales más brillantes de Latinoamérica. Jóvenes escritores, entre los cuales descollaba uno llamado Rómulo Gallegos, expresaron en un pequeño medio informativo, Alborada, su optimismo en torno a las promesas del jefe de la Rehabilitación Nacional. Pero el drama de Sísifo se volvió a repetir. El proceso de reconstrucción de las finanzas y de las estructuras erosionadas desde la Guerra Federal fue largo y duro, y muy subido el precio que la población tuvo que pagar, y Venezuela quedó encerrada en un hermetismo absoluto. Ello explica el que Mariano Picón Salas, uno de los que habían sido aventados más allá de nuestras fronteras y vino a reencontrarse con su patria cuando López Contreras abrió las puertas del país, acuñara una célebre frase que hemos repetido muchas veces: el siglo XX empezó para Venezuela en 1936.

Nuevas ilusiones, nuevas esperanzas, nuevos avances y nuevos retrocesos, en el fondo de los cuales alentaba el compromiso de un esfuerzo de superación, el anhelo de recuperar el tiempo malgastado en un trágico fracaso secular. Se sintió angustia por un 80% de analfabetismo; se respondió a la urgencia de derrotar definitivamente a la malaria y a las otras endemias que habían diezmado la población y retenido la expectativa de vida en guarismos mezquinos. Salió el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social con un mensaje nuevo y auspició una pléyade de sanitaristas citados hoy con orgullo por sus discípulos. Se transformó el Ministerio de Instrucción Pública en Ministerio de Educación Nacional, para llevar un aliento renovado a la tarea formativa de las nuevas generaciones. Se adoptó un Derecho Laboral audaz y se crearon los primeros instrumentos para darle al trabajador un puesto de responsabilidad en la tarea de desarrollar al país.

Comenzó a mejorar ante nuestros hermanos de este continente y ante los países del Viejo, la maltrecha imagen que nos representaba. Pero fuimos dejando de ser vistos como la patria de los libertadores para considerarnos como el gran exportador de petróleo, lo que hacía que el anterior sentimiento de admiración y agradecimiento por las ejecutorias de la Gesta Magna se sustituyera por uno de rivalidad y hasta de envidia.

Los sucesos de 1945 y 1948 repercutieron considerablemente en nuestra imagen. El 45 produjo sorpresa, pero, en medio de todo, trasmitió la impresión de un intento revolucionario, de ponernos a tono con las corrientes que predominaban para ese momento en América Latina y en el mundo. El 48 echó sobre nosotros otra vez el manto oscuro que cubría a un pueblo que, habiéndolo dado todo por la libertad propia y ajena, no era capaz de vivir su propia libertad.

A partir de 1958 ocurre algo trascendental: este pueblo díscolo, considerado durante más de un siglo como inhábil para mantener un Estado de derecho, democrático y social, lo había logrado finalmente. Y después, dentro de un continente convulso en el que las repúblicas con tradición democrática habían sucumbido ante golpes militares, fuimos, como lo dije alguna vez, la vitrina de exhibición de la democracia latinoamericana. Dicho en términos norteamericanos, éramos el «show window» de ese sistema de gobierno.

Mientras tanto, sucede otro hecho extraordinario. El petróleo, nuestro principal producto de exportación, cuyo precio había estado congelado a dos dólares el barril durante medio siglo, alcanzó, como culminación de una política nacionalista ejecutada por los gobiernos democráticos, un nivel más razonable: en término medio, unos catorce dólares. Este acontecimiento, que debió ser punto de partida de nuestra felicidad nacional, fue el arranque de una serie de disparates y prevaricaciones cuyo resultado ha sido la tremenda crisis por la cual estamos atravesando.

La imagen de Venezuela se fue plasmando como la de un país injustamente favorecido por la Providencia que, lejos de invertir sabiamente recursos que no esperaba, los malgastó en ostentaciones ridículas y los desvió hacia fines inconfesables.

Una imagen de «nuevos ricos» nos acompañó a todas partes. Pero después, con los cuadros de corrupción y de incapacidad, comentados a través de los medios de comunicación del universo, se agravó por los acontecimientos de febrero de 1989, y de febrero y noviembre de 1992. Ellos pusieron al descubierto el cáncer que nos corroía y destaparon la olla en que se comprimía el profundo malestar de la gente.

Los recientes sucesos en torno a la conducta del presidente Pérez acentuaron la imagen negativa; pero la solución adoptada dentro de las normas constitucionales le ha dado mejor tono. Los ojos de los demás están mirándonos. De nosotros depende la posibilidad de recuperar la verdadera imagen que corresponde a Venezuela.

Cuando publicidad muy bien remunerada, dentro y fuera, por fines y propósitos grupales, busca presentar como un retroceso la perspectiva mayoritariamente querida por el pueblo, quienes la hacen, quizás sin darse plena cuenta, están infringiéndole a la nación un grave daño. Cualquier inversionista se retraería si los voceros de organismos que deberían ser respetables y deberían hablar con más cuidado dicen que ése, a quien los sondeos más confiables de opinión señalan como probable conductor de los destinos nacionales en el próximo quinquenio, es un «dinosaurio», un demagogo, un populista, un irresponsable. Felizmente, los venezolanos saben que esas acusaciones son falsas e injustas y no corresponden a la identidad y a los antecedentes de aquel a quien se trata inútilmente de cerrarle el paso en cualquier forma.

La imagen de Venezuela ha mejorado mucho desde que la Corte Suprema y el Senado cumplieron con su deber de suspender al Presidente. Pero ahora es necesario cuidar esa imagen y trasmitir a propios y extraños la seguridad de que Venezuela, firmemente orientada por su honda convicción democrática, marcha responsablemente hacia un desarrollo económico y social, un desarrollo con equidad.