Justificado interés por Venezuela

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 10 de marzo de 1993.

 

En mi reciente visita a la Universidad de Harvard me impresionó notablemente el interés, a todos los niveles, por la situación de Venezuela. Es que nuestro país, durante las crisis que sufrieron las instituciones políticas en la mayor parte de las naciones hermanas, mostró una tal estabilidad, una solidez en su democracia, que se constituyó en un punto de referencia y motivo de reconocimiento en la lucha de los pueblos de América Latina por la libertad, los derechos humanos y la elección popular de sus gobernantes.

El primer impacto sufrido por aquella imagen se debió a los hechos de violencia popular que estallaron el 27 de febrero de 1989. La televisión universal trasmitió escenas de furor y tragedia; los medios de comunicación social más importantes de todos los países enviaron a Caracas ese mismo día a sus más calificados reporteros, para indagar qué estaba ocurriendo aquí, lo que nadie esperaba. El esplendor de la inauguración del nuevo Gobierno se esfumó súbitamente. Se encontró que en el fondo de aquella suntuosa celebración había un mar agitado.

La preocupación por Venezuela comenzó entonces a manifestarse en los países hermanos, en los países amigos, en todo el mundo occidental. Se preguntaban: qué causa había sido capaz de producir aquel efecto. Imposible aceptar que simplemente el alza en el precio de la gasolina en una ciudad cercana a Caracas pudiera por sí sola determinar aquella furiosa excitación. Hubo que admitir que las medidas de reajuste económico, aplicadas con ritmo de shock con el inesperado «paquete», había tenido un costo social exorbitante. La realidad era mucho menos sana de lo que las apariencias habían simulado. Pero se insistió en que el severo ajuste causaría perjuicios sólo transitorios. Se esperaba que al cabo de muy poco tiempo, no más de dos años, vendría la bonanza, las siete vacas gordas del primer gobierno de Pérez volverían a pastar en la pradera.

Hubo quienes dieron la alerta. No fuimos muchos, es cierto, los que discrepamos de aquella interpretación optimista. En el discurso que dije en el Senado el 1 de marzo, advertí: «No creo que tengamos la obligación de aceptar como irrefutables e indiscutibles dogmas de organismos internacionales, que pueden estar bien intencionados dentro de su dirección, pero cuyos consejos, que muchas veces no son consejos sino condiciones para firmar cartas de intención y para darnos un poquito de dinero con el cual les paguemos sus intereses y podamos sobrevivir, sean el único camino que debemos seguir para superar los obstáculos e ir hacia adelante para alcanzar el porvenir».

Vinieron asesores extranjeros, insistieron en que el gobierno debía seguir sin vacilación el camino emprendido y se conformaron con ver que mejoraban algunos indicadores macroeconómicos. Pero la población siguió sufriendo, el ingreso real ha continuado deteriorándose, el costo de la vida se hace cada día más difícil de satisfacer, y para la clase media y los sectores populares, algunos objetivos específicamente económicos como la baja de la tasa de inflación, el aminoramiento de la dependencia del petróleo, la estabilidad del signo monetario y la equidad en el reparto se ven menos posibles de alcanzar. Además, la corrupción ha continuado campeando.

La preocupación ha aumentado con las intentonas del 4 de febrero y del 27 de febrero de 1992. Habían caído en el olvido las veces en que anteriormente ocurrían sublevaciones militares; ahora se presentaban con un nuevo estilo y, aún debeladas, levantaron la tapa a una olla de presión, lo que hizo salir a la superficie, a borbotones, las angustias de la comunidad.

En Harvard, espejo fiel de lo que se piensa en Estados Unidos, hay profundo interés en comprender lo que está sucediendo, porque la inestabilidad empieza a sentirse no sólo en Venezuela, sino en diversas áreas de América Latina, y porque un fracaso repercutiría en toda la familia latinoamericana.

Economistas de gran reputación, aún los que se expresan en favor de la política económica que inspiró el controvertido «paquete», admiten que algo no está bien, y que es necesario darle mayor preeminencia a la situación de los pueblos. Hasta los propios directivos de los organismos financieros internacionales se hacen voceros de la necesidad del enfoque social. En todo aquel país se observa este fenómeno. Abraham Loweinthal, director del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de California Sur, fundador del programa latinoamericano del Woodrow Wilson International Center for Scholars, en Washington, en un recientísimo ensayo que aparecerá en la calificada revista Foreing Affairs, después de encomiar los aspectos positivos de las nuevas tendencias en América Latina, escribe frases como ésta: «La dura verdad es que la democracia representativa no se ha consolidado exitosamente en América Latina (…) Lo más impresionante sobre el casi triunfante golpe militar en Venezuela, en febrero de 1992 y el más sangriento todavía intento de noviembre, fue que parecen haber tenido considerable apoyo entre los militares y fueron aceptados con ecuanimidad, si no con franco entusiasmo (…) Los programas económicos neoliberales han producido beneficios a unos pocos, pero en el corto plazo reducen los salarios y aumenta la incertidumbre para muchos».

No se debe, sin embargo, confundir preocupación con pesimismo. Los conocedores de nuestra situación no escatiman palabras para expresar su fe en que Venezuela superará sus problemas, por agudos que sean; y tengo la impresión (quiero tenerla y no me faltan motivos para ello) de que están dispuestos a apoyarnos. Su ayuda será valiosa en el terreno del análisis, en la disposición para el diálogo, en la franca intención de contribuir, a través de la educación, a la óptima formación de nuestros recursos humanos.

Y hablando de recursos humanos, me place afirmar, que entre las múltiples e invalorables satisfacciones que tuve en Harvard, quizás la más profundamente vivida fue el intercambio con los estudiantes venezolanos de post-grado, en un diálogo inolvidable. Había estudiantes de varias universidades norteamericanas que fueron animosos al encuentro. En ellos y los que como ellos se preparan en nuestras propias instituciones de educación superior, y en las de otras naciones, está, más que la promesa, la seguridad de superar nuestra crítica situación actual. A esos muchachos y muchachas, que se esfuerzan para estar siempre por encima del promedio en las calificaciones académicas (y algunos en el más alto nivel), les recordé, como lo hago en todo momento y lugar, que es un privilegio haber nacido en Venezuela, que a Venezuela deben la oportunidad que han tenido de educarse y que Venezuela los espera para que pongan su capacidad y sus conocimientos al servicio del desarrollo nacional.

Son ellos los que van a realizar el cambio que Venezuela necesita. Por ellos libramos esa lucha, y con ellos como protagonistas es como lograremos la victoria; la victoria sobre la corrupción, sobre la ineficiencia, sobre la ociosidad, sobre la ignorancia. Su generación es superior a la nuestra y a la que precede; y lo que piden de nosotros es que les abramos vía ancha para superar las trabas que obstaculizan el destino nacional.