Antonio José de Sucre por Pedro Mancilla. Esta ilustración apareció publicada en la tercera edición de Moldes para la Fragua (Editorial Dimensiones, 1980).

Demasiado joven para tanta gloria

Texto publicado en Moldes para la Fragua (3a. edición, Editorial Dimensiones, 1980), tomado originalmente de las palabras ofrecidas por Rafael Caldera en la inauguración del Parque Sucre, en Cumaná, y en la colocación de la primera piedra de la estatua del Mariscal Sucre en la Plaza Cumaná de Quito, Ecuador.

No había cumplido treinta años el cumanés Antonio José de Sucre cuando, después de decidir en la pampa gloriosa de la Quinua la independencia de América del Sur, recibía para su definitiva consagración en la historia el título singular de Gran Mariscal de Ayacucho. Nacido el 3 de febrero de 1795, miembro de una familia que ofrendó heroísmo y martirio caudalosos a la gran empresa de nuestra gesta magna, entró a la guerra en plena adolescencia y toda su luminosa marcha, tronchada por el plomo asesino cuando apenas tenía treinta y cinco años, fue marcada por la nobleza, por la rectitud de los procedimientos, por la capacidad de su inteligencia, por la diafanidad de sus principios, por su férrea integridad moral.

Un historiador mexicano le llamó «el copo de nieve sobre la charca de sangre». El Libertador lo calificó como «el más digno de los Generales de Colombia». Asumió contra su voluntad la Presidencia de la recién fundada República de Bolivia, para renunciarla a los dos años, y las palabras de su despedida resuenan como una altiva proclamación de la pureza con que administró y la pulcritud con que gobernó aquel país hermano y de la trasparencia cristalina de su conciencia de guerrero, de magistrado y de ciudadano, y entre los aforismos clásicos que recogen los anales de nuestros días de gloria está la afirmación que formulara para liquidar una de las primeras contiendas entre nuestras nuevas repúblicas, a saber, la de que la justicia para él era la misma antes que después de la victoria.

La historia lo ha señalado como uno de los más altos valores dentro de la constelación de sus próceres. Cumaná, su tierra natal, encuentra en su nombre y en sus hechos un motivo de constante estímulo para la superación y para la fecundidad de la acción; el Ecuador lo venera como a uno de los mayores padres de la patria; en Bolivia, la capital oficial, que es Chuquisaca, lleva el nombre de Sucre y el sucre es su signo monetario.

De tanto llamarlo por su cognomento de gloria, Gran Mariscal, olvidamos que sus hazañas fueron cumplidas en medio de una juventud que bien puede servir de modelo a las más inquietas y revolucionarias generaciones jóvenes de nuestros pueblos. Como testimonio de juventud califiqué su vida cuando tuve la satisfacción de colocar la primera piedra del monumento que se le erigió en la Plaza Cumaná de Quito, y que es réplica de la estatua del escultor Turini, colocada en el corazón de su ciudad natal por disposición del Presidente Rojas Paúl en uno de los breves paréntesis de libertad que vivió Venezuela durante su proceso de dolores después de la Independencia1.

Según una interpretación de la época, en aquella estatua aparece el cumanés frenando su caballo en el acto de señalar a su ejército el Campo de Ayacucho. Sostiene en la mano el sombrero como quien, al saludar sus fuerzas después de recorrer el campo, se ocupara ante todo de anunciarles que había hallado el sitio donde quedaría definitivamente consagrada la libertad de América. Dicen los críticos que la dignidad de su figura es imponente, que la expresión de su rostro es de lo más acabado del arte italiano y en ella resalta la convicción del héroe, de que ha hallado el campo donde va a vencer, tiene la decisión de combatir y aquella serenidad sin mezcla alguna de vanidad o de jactancia, característica del Mariscal Sucre. Al repetir aquella descripción, es imposible que no venga a nuestro recuerdo la frase hiperbólica con que termina el resumen de la vida del Mariscal Sucre escrito por el Libertador: «La posteridad representará a Sucre con un pie en el Pichincha y otro en el Potosí, llevando en sus manos la cuna de Manco-Cápac y contemplando las cadenas de Perú rotas por su espada».

Para medir la grandeza de Sucre bastaría señalar que fue el único de los personajes claves de nuestra independencia que tuvo el privilegio de contar como biógrafo nada menos que a Simón Bolívar.

Anota Bolívar que la carrera militar de Sucre comenzó en la Primera República, ya que sirvió a las órdenes de Miranda en 1811 y 1812, es decir, cuando contaba dieciséos y diecisiete años. Perdida la Primera República, no tuvo pausa su acción de combate, pues ya en 1813 figuraba entre los Libertadores de Oriente. El 6 de agosto de 1818, según despacho cuyo original poseo, el ciudadano Antonio Sucre, para entonces Teniente-Coronel efectivo de Infantería, fue ascendido a Coronel vivo y efectivo de la misma arma, con antigüedad del primero de diciembre de 1816, por el Libertador Simón Bolívar, a cuya orden se da cumplimiento en el Cuartel General de Angostura por el Jefe de Estado Mayor General, que era Carlos Soublette. Ascendido a General de Brigada en ausencia del Libertador, en momentos en que éste atravesaba la difícil situación con la que se relacionaron el Congresillo de Cariaco y finalmente el doloroso fusilamiento de Piar, aquél se sorprende y pronuncia la célebre frase «no hay tal General Sucre»: ante lo cual el joven General le dice que, ascendido por el Vicepresidente Zea, lo ha aceptado provisionalmente pero jamás definitivamente sin la aprobación de Bolívar.

De allí en adelante, todo es una sucesión de triunfos y una afirmación de valores. Sucre es el símbolo de la pericia militar triunfante; Sucre es la expresión cabal del patriotismo incorruptible y recio; Sucre es el defensor constante de los principios republicanos que inspiran las luchas de la independencia; Sucre es el apóstol de la integración de los pueblos libertados por Bolívar; Sucre es el artífice de los documentos que plasman el amor a la paz que Bolívar proclamó después de las jornadas espantosas de la guerra; Sucre es el más leal entre todos los leales; el más consecuente entre todos sus colaboradores en la defensa de los ideales y de la obra del Libertador. Nada de raro que Bolívar mismo en la corta biografía a que antes hicimos referencia, lo destacara así: «Su adhesión al Libertador y al Gobierno lo ponían a menudo en posiciones difíciles. Cuando los partidos domésticos encendían los espíritus, el General Sucre quedaba en la tempestad semejante a una roca, combatida por las olas, clavando los ojos en la patria, en la justicia y sin perder, no obstante, el aprecio y el amor de los que combatía».

Fue Sucre el héroe victorioso de Pichincha que con esta batalla aseguró la libertad del Ecuador: por eso el monumento que se colocó en la Plaza Cumaná de Quito mira al Pichincha, donde se realizó el combate que al antiguo Virreinato de Quito le aseguró la libertad y al prócer cumanés le aseguró la gloria; la ciudad de Quito de sus grandes afectos, del que se declaró el hombre más amante, en el centro del Ecuador, donde fundó su hogar y cuya tierra había escogido para siempre como el sitio de su definitiva permanencia, sin imaginar aún que, tronchada alevosamente su vida a los treinta y cinco años, su tumba seria allí el símbolo más puro de la nacionalidad y objeto señalado a la veneración de los ecuatorianos.

La noble eminencia del Pichincha, al oeste de la ciudad de Quito, impide a los quiteños contemplar el ocaso. Algunas veces he pensado —dije por ello en aquella ciudad— que éste es un privilegio extraordinario. Allí el sol se contempla en el esplendor de su re­corrido; no hay posibilidad de observarlo en la fase de su decadencia. Del mismo modo, Bolívar y Sucre vivieron en su amada ciudad en el pleno esplendor de su gloria. Así es como siempre queremos contemplarlos, para que su figura nos anime sin descanso a ganar la justicia, a conquistar cada día la libertad, a renovar el armazón caduco de las estructuras y a enfrentar con decorosa gallardía los poderes de cualquier índole que quieran subyugarnos, para afirmar, en un mundo cansado de hipocresías, la verdad de nuestra decisión de obrar como pueblos soberanos en la defensa de lo nuestro.

Bastaría la batalla de Pichincha para que el nombre de Antonio José de Sucre hubiera alcanzado la inmortalidad, al asegurar la independencia del Ecuador. Bastaría la batalla de Ayacucho, el remate decisivo de las jornadas de la independencia, para que su personalidad estuviera en el rango más alto del procerato de América. La victoria de Ayacucho fue celebrada en todo Sur América por su significación trascendental, y hay testimonios cargados de emoción de cómo en Buenos Aires repercutió este triunfo como la garantía de consolidación de los esfuerzos heroicamente realizados para libertar los países del Sur. «La Batalla de Ayacucho —dijo Bolívar— es la cumbre de la victoria americana y la obra del General Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina». Dicho esto con generosidad sin reserva por el verbo del Padre de la Patria, la personalidad del Gran Mariscal de Ayacucho queda consagrada para la eternidad.

Pero para que no pudiera limitarse el ámbito de su portentosa figura al radio de la gloria militar, queda el recuerdo de su conducta como negociador de la paz con los ejércitos de España, de su actitud como Presidente de la República de Bolivia, para que el Magistrado, el político, el diplomático, el ser humano se afirmara en toda su plenitud. Oigamos nuevamente al Libertador: «Después de la batalla de Boyacá el General Sucre fue nombrado Jefe del Estado Mayor General Libertador, cuyo destino desempeñó con su asombrosa actividad. En esta capacidad, asociado al General Briceño y al Coronel Pérez negoció el armisticio y regu­larización de la guerra con el General Morillo el año 1820. Este tratado es digno del alma del General Sucre: la dignidad, la clemencia, el genio de la beneficencia lo dictaron: él será eterno como el más bello monumento de la piedad aplicada a la guerra: él será eterno como el nombre del vencedor de Ayacucho».

En cuanto a su gestión de magistrado, difícil es hallar frases más bellas de las que contienen su despedida: «No concluiré mi mensaje sin pedir a la representación nacional un premio por mis servicios, que pequeños o grandes han dado existencia a Bolivia y que lo merecerán por tanto. La Constitución me hace inviolable: ninguna responsabilidad me cabe por los actos de mi gobierno. Ruego, pues, que se me destituya de esta prerrogativa y que se examine escrupulosamente toda mi conducta. Si hasta el 18 de abril se me justifica una sola infracción a la ley, si las Cámaras Constitucionales juzgan que hay lugar a formación de causa al Ministerio, volveré de Colombia a someterme al fallo de las leyes. Exijo este premio con tanta más razón, cuanto que declaro solemnemente que, en mi administración, yo he gobernado: el bien o el mal, yo lo he hecho: pues por fortuna la naturaleza me ha excluido de esos miserables seres que la casualidad eleva a la magistratura y que, entregados a sus ministros, renuncian hasta la obligación de pensar en los pueblos que dirigen. Los ministros sólo han tenido aquí la organización de los ramos de sus departamentos, en los cuales han gozado de la amplitud que les era necesaria.

Al despedirme, pido esta recompensa a los representantes de la Nación, y si, por respeto a la ley la rehúsan al Presidente de Bolivia, que no la nieguen a su gran ciudadano, que con tanta consagración ha servido, y que la implora como la garantía que lo ponga a cubierto de las acusaciones con que la maledicencia y la envidia querrían calumniarlo. Aún pediré otro premio a la Nación entera y a sus administradores: el de no destruir la obra de mi creación: de conservar por entre todos los peligros la independencia de Bolivia; y de preferir todas las desgracias, y la muerte misma de sus hijos, antes que perder la soberanía de la República que proclamaron los pueblos y que obtuvieron en recompensa de sus generosos servicios en la revolución. De resto, señores, es suficiente remuneración de mis servicios regresar a la tierra patria después de seis años de ausencia, sirviendo con gloria a los amigos de Colombia; y aunque por resultado de instigaciones extrañas llevo roto este brazo que en Ayacucho terminó la guerra de la Independencia americana y que destrozó las cadenas del Perú y dio ser a Bolivia, me conformo cuando en medio de difíciles circunstancias, tengo mi conciencia libre de todo crimen»2. Sería para nunca acabar, recoger todo cuanto se ha dicho con justicia en homenaje a la vida y a la obra de Antonio José Sucre. Pero no puedo dejar de señalar un rasgo que el Libertador apunta y que debía conocer a plenitud. Conviene señalarlo, porque el majestuoso porte de su figura, la austeridad de su lenguaje y la severidad de sus costumbres podían hacerlo imaginar como en una especie de figura lejana y quizás insensible frente a los dolores de su gente. El lenguaje incomparable del Libertador lo señala en dos breves períodos: «Para el General Sucre todo sacrificio por la humanidad y por la patria le parece glorioso. Ninguna atención bondadosa es indigna de su condición: él es el General del Soldado».

El General del Soldado, cargado de gloria, penetrado de intenso amor por la obra bolivariana, hubo de terminar sus días sumido en amargura. Elegido Presidente del Congreso de la Gran Colombia que Bolívar calificó de Admirable, le correspondió negociar con los separatistas venezolanos la reunificación de la gran República creada por el Libertador. Hubo de enfrentarse entonces a las más duras restricciones y debió causarle profundo dolor el diálogo de sordos que le correspondió representar frente al Jefe de la delegación venezolana, el otro héroe oriental bajo cuyo mando había combatido en su región nativa: entre el General Santiago Mariño, que había sido su jefe y que le llevaba siete años, cargado de indiscutibles méritos, y el joven Gran Mariscal de Ayacucho, que representaba los ideales integracionistas del Libertador, el encuentro en las inmediaciones del río Táchira resultó definitivamente infructuoso; y a ambos lados del río se definieron las soberanías que por mandato de la historia y por anhelo del Padre de la Patria habían integrado durante diez años una soberanía común.

El 4 de junio de 1830, cuando cargado de amargo desaliento regresaba al seno de su familia en Quito, el plomo asesino disparado en las montañas de Berruecos puso fin a su parábola de gloria. «Ha muerto el Abel de Colombia» dijo el Libertador y no hay duda de que ese trágico fallecimiento contribuyó a acelerar el ciclo vital del Padre de la Patria, que apenas le sobrevivió seis meses. El autor material fue señalado prontamente: el autor intelectual se discute todavía por los historiadores, que han aportado a la causa numerosos documentos y análisis. No tenía sino treinta y cinco años: la edad en que para la generalidad de los hombres apenas comienzan las grandes responsabilidades. Hablando de la juventud venezolana, respondiendo a una pregunta que me fue formulada cuando yo ejercía funciones de gobierno, no pude menos que invocar el nombre de Sucre y el de otros modelos, que deben y pueden estimular las nuevas generaciones para una acción fecunda y trascendente. No quisiera concluir estas palabras sin recordar algo de lo que entonces expresé:

En relación a la juventud, yo quisiera decir lo siguiente: La juventud es emoción, es valor, es convicción, es fuerza, es decisión. No quiero para la juventud de mi país, de ningún partido y, desde luego, menos para el mío, la posición hamletiana: el deshojar la margarita, el debate permanente entre el ser y el no ser, que no tiene una respuesta en la existencia vital. En nuestra historia la juventud tiene modelos que no son el de Hamlet: el de Sucre que a los treinta y cinco años muere cargado de gloria, conquistada a base de lealtad, de rectitud, de honestidad, de firmeza. Tiene el caso de Páez, que fue General en Jefe en Carabobo a los treinta y un años y que ha merecido se le perdonen sus inconsecuencias por lo que representó en su esfuerzo dentro de la causa de la Independencia. Tiene modelo en Urdaneta, que apenas había cumplido unos veintisiete años cuando fue promovido a General en Jefe. Esos son modelos que señalan caminos que representan un sentido creador y constructivo. Cuando un joven se incorpora a un partido debe ser para transmitirle optimismo, fe, vigor, energía, vocación de servicio, abnegación, decisión de sacrificarlo todo, de arriesgarlo todo, enfrentarse a los peligros y de darle a quien le abrió ese camino un aliento para marchar juntos hacia adelante.

No cabe duda de que aquel muchacho de veintinueve años que con la frente erguida y el corazón limpio de toda mancha recibe el laurel inmarcesible que va envuelto en el nombre de Gran Mariscal de Ayacucho, es uno de los modelos más hermosos que pueden presentarse a nuestra juventud y a cualquier juventud del mundo, en este momento y en cualquier época de la historia.

 

Notas

  1. V. Alberto Sanabria, Cumaná y la Estatua del Gran Mariscal-La Estatua de Sucre en Quito, Caracas, 1973.
  2. V. Ángel Grisanti, Vida Ejemplar del Gran Mariscal de Ayacucho, Caracas, 1952, p. 225 y ss.