El diálogo Norte-Sur

Artículo de Rafael Caldera con el antetítulo «Esquina», escrito para la Agencia Latinoamericana de Noticias (ALA), y tomado de su publicación en el diario El Universal, del 18 de noviembre de 1977.

Cuando el Presidente de la República francesa invitó para reunirse en París a una representación de los países exportadores de petróleo, a otra de los países desarrollados compradores del combustible y a otra de los países en vías de desarrollo importadores del mismo, se pensó que iba a celebrarse una especie de proceso condenatorio contra las naciones de la OPEP. Los importadores de petróleo subdesarrollados, encabezados por la India, por Brasil y por Zaire, serían algo así como los testigos de cargo que los acusadores –a saber, los consumidores más importantes a la vez que protagonistas de la civilización industrial, como los Estados Unidos, la Comunidad Europea y el Japón– invocarían para poner contra la pared a quienes habían tenido el atrevimiento de aumentar considerablemente los precios de su producto sin someterse a las normas impuestas por los tradicionales jerarcas del mercado mundial.

Pero el diálogo Norte-Sur se inició bajo otras perspectivas. Los países en vías de desarrollo, productores o no de hidrocarburos, entendieron que debían unirse en un planteamiento general, pues por primera vez se les abría una oportunidad seria de precisar la necesidad de un nuevo orden económico internacional, convencidos de que el petróleo se ha hecho el instrumento de presión efectiva para que no se dé a los alegatos de los productores de materias básicas el trato despectivo que se ha dado a los discursos pronunciados en la UNCTAD sobre la necesidad urgente de modificar los parámetros del comercio mundial.

Aquellos importadores de petróleo que se encuentran en el nivel común de países en vías de desarrollo sufren, en verdad, el aumento de precios de ese recurso energético esencial para su desarrollo, pero saben que un colapso de la OPEP sería el punto final a la esperanza de un trato mejor para todos los productos primarios. Por otra parte, los países de la OPEP tienen conciencia de que no pueden estrangular a los compradores en vías de desarrollo y buscan fórmulas para facilitarles la situación sin abrir brecha en el mantenimiento de los precios, y además ejecutan programas crecientes de ayuda en una magnitud que supera todos los precedentes en materia de cooperación económica internacional.

El diálogo Norte-Sur concluyó sin lograr sus objetivos fundamentales. Los participantes, sin embargo, sostienen que no puede hablarse de fracaso, porque se adelantó el estudio de problemas concretos de extraordinaria importancia y se señalaron vías de solución sobre las cuales no faltó algún consenso, aun cuando no se hayan llevado aún a la realidad. A los países ricos les cuesta trabajo desprenderse de sus privilegios, lo cual no puede extrañar porque la ley del interés propio tiene rancia alcurnia en la conducta humana.

Cuando ejercí la presidencia de Venezuela lancé la idea de una mesa redonda entre productores y consumidores de petróleo y obtuve la callada por respuesta. Porque la OPEP era vista todavía como un elefante blanco. Planteé a los gobernantes norteamericanos la demanda de Venezuela por un trato hemisférico que no discriminara nuestro país frente a otros del Continente Americano y nunca llegaron las conversaciones a un punto formal. La situación cambió a partir de 1971 y, sobre todo, de 1973. Las invitaciones vinieron de la parte de los países industriales después de que en el seno de la OPEP triunfó la tesis venezolana de que lo interesante no era extraer mayor cantidad de petróleo y disputarse los mercados, sino planificar la producción para obtener un mejor precio por el petróleo vendido y evitar el despilfarro del combustible. Ahora, con sobrada razón, sostenemos la tesis de que el diálogo debe versar, no únicamente acerca del petróleo, sino de todas las materias primas y, en general, sobre el orden económico mundial.

Infinitas veces se había señalado lo injusto de que los precios de los productos manufacturados los fijen arbitrariamente los vendedores mientras el precio de los productos básicos lo establecen los compradores, que son, por cierto, los mismos que juegan el rol de vendedores cuando se trata de los productos industriales. Como consecuencia, suben continuamente los precios de los artículos industriales, mientras las materias primas se mantienen por debajo de un nivel de subsistencia para sus productores. Y por efecto del sistema, la distancia (gap) entre los países ricos y los países pobres aumenta sin cesar, lo que crea una situación mundial explosiva, ya que los pobres constituyen la mayoría de la humanidad.

Por otra parte, los países dueños del capital lo prestan o lo invierten en condiciones tan onerosas, que al poco tiempo de usarlos, el servicio de la deuda o el drenaje de dividendos se constituyen en una carga insoportable para los países que necesitan capital foráneo. La tecnología es dominio exclusivo de los poderosos y su uso cuesta mucho a los demás, resultando inútiles hasta ahora los esfuerzos en pro de la transferencia. Y la inflación, como peste moderna, se incuba en los grandes centros mundiales y con facilidad se expande y multiplica en las extensas áreas del tercer mundo.

Mucho más podría decirse. En verdad, es incontable lo que se ha hablado y se habla sobre el asunto. Los términos actuales de intercambio hacen impotentes los empeños de los países subdesarrollados por alcanzar su propio desarrollo. Hay una especie de marginalidad internacional. Por eso sostenemos que la Justicia Internacional no puede limitarse a los conceptos usuales basados en la Justicia Conmutativa, sino que tiene que inspirarse en la Justicia Social. De allí nuestra insistencia sobre la Justicia Social Internacional.

La OPEP ha abierto un cambio semejante al que los primeros sindicatos obreros abrieron en la era de la Revolución Industrial: el de la unión de los débiles, única posibilidad de equiparar el poder de los fuertes. En los países ricos hay, por fortuna, sectores calificados y crecientes (especialmente en las universidades, en las iglesias, en la inteligencia) que reconocen el apremio de aceptar reformas, aunque supongan algunos sacrificios, para colocar el orden jurídico y económico internacional sobre bases más sólidas y hacer de la paz una realidad dinámica y estable. Trasladar el diálogo Norte-Sur a la ONU era la única alternativa recomendable visto el alargamiento de las conversaciones de París. Pero sería funesto remitir sus resultados a las calendas griegas. Compartimos la tesis de que es el diálogo y no la confrontación el instrumento que debe conducir a un nuevo orden internacional. Pero a la ONU corresponde probar que el diálogo es factible y fructífero. De caer en un mar muerto de interminables truculencias diplomáticas, flaco servicio se haría al mundo y sombrías perspectivas se trazarían para la humanidad.