En el centenario de Tomás Liscano

Palabras en la sesión solemne del Concejo Municipal del Distrito Jiménez del estado Lara, con motivo del centenario del nacimiento del doctor Tomás Liscano. 27 de agosto de 1985.

Nada podría haber sido más grato al corazón del hombre cuyo centenario conmemoramos hoy, que el homenaje tan generoso y elocuente tributado por su ciudad natal.

Porque el doctor Tomás Liscano, nacido en Quíbor el 27 de agosto de 1885, fue un constante enamorado de su patria chica. Amaba a Quíbor, dulce como la miel de sus tunas y datos bajo la cáscara espinosa que defiende su pulpa; duro como la madera de sus yabos y cujíes, dádiva de su suelo, compensación de la naturaleza; o como el cardón, del que dijera una vez Antonio Arráiz:

Había algo tan hondo en su dolor callado,

que era sin duda alguna,

el alma de una tierra torturada.

Amaba a Quíbor, la de sus limpias calles, cuidadosamente empedradas; amaba a Quíbor, la de las bellas serenatas y constantes preocupaciones culturales. Amaba su noble patrona, la Virgen de Altagracia. Amaba su valle, agostado por largas sequías, pero dispuesto en todo instante a retribuir con generosas cosechas el regalo del agua. Amaba su tierra, a la que pudo haber cantado con la doliente queja con que cantó a la suya Luis Beltrán Guerrero:

Ardida y ardorosa tierra mía,

al fuego de los soles siempre esclava,

¡Oh cuán luenga la sed de su agonía!

Amaba sí, su tierra, y sabía que su desolación aparente no negaba horizonte a la esperanza. Lo sabía, y era cierto. Tan era así, que leyendo la historia, uno se encuentra con datos increíbles. Pues Fray Pedro Simón, el Prior-Cronista, de su visita al valle de Quíbor en 1612 relata que en él halló sorprendentes cultivos, lo cual a los lectores de este tiempo nos sorprende más. Admirado se preguntó cómo allí se podía dar trigo, «por ser tierra calidísima y haberse visto en pocas o ningunas partes darse en tierras tan calientes. Pero a mí me pareció –explica el fraile– ser la causa de cogerse tanto y tan bueno aquí, el regarse las sementeras con una quebrada de una buena molada de agua que baja de las cumbres de una serranía, que por bajar algo fresca y regarse de noche, refresca y sazona la tierra, dándole el temple que pide el trigo, contra el que, naturalmente, tiene la tierra, que de suyo sólo es apta para dar sus frutos naturales como son plátanos, guayabas, mameyes y otros. Da también –continuaba– mucho y muy buen arroz; el trigo con tanta abundancia, que del de los valles dichos se sustentan las ciudades de El Tocuyo, Barquisimeto, Carora, La Laguna de Maracaibo, Coro y embarcan buena parte de harinas de ello a las ciudades de Santo Domingo y Cartagena» (Noticias Historiales, edición A.N.H., 1936, II, 206). Son palabras textuales: y aunque hoy algunos las puedan considerar inverosímiles, el testimonio lo recogen historiadores por auténtico y debe servir de aliento y abrir risueñas perspectivas para el porvenir.

En cuanto a la gente, oigamos lo que dice Don Manuel Antonio Meléndez en su meritoria obra «Orígenes Larenses»: «Quíbor, empezado a fundar con los españoles que en 1602 no habían tenido confianza en la salubridad de El Tocuyo, se había acrecentado pronto, no sólo por estar en el paso del camino real, sino también por los grandes cultivos de trigo que entonces se hacían en su circuito, y por la ventaja de vivir muy cerca de su recinto algunos alemanes encomenderos que contribuyeron a aumentarle, con su laboriosidad y con su sangre, pues Quíbor es la tierra de occidente donde mejor se ha conservado el tipo alemán y donde más abunda» (Barquisimeto, 1906, p.218).

Esto del ancestro alemán debe tener, sin duda, fundamento cierto; aunque no hasta el extremo que supone Telasco  MacPherson, quien afirma que cuanto en 1546 Carlos V rescindió con los Welser y nombró el primer gobernador para Venezuela, «fue entonces que en compensación regaló a los alemanes el valle de Quíbor». «En ese hermoso valle –agrega– se establecieron las familias alemanas; y ahí está Cuara con sus perfiles distinguidos, ahí otros sitios no menos interesantes por sus tipos, ahí la fisonomía de las más de las familias quiboreñas, para constatar las líneas características que sobreviven a la dominación de los Welsares» (Diccionario del Estado Lara, 3ª. edición, p. 439).

No hay ninguna razón para pensar que la familia Liscano haya tenido directa conexión con esos alemanes, aunque no es imposible que haya habido alguna relación, quizás algún remoto parentesco; o por lo menos, que muchos de los rasgos sicológicos teutones se les hayan trasmitido por contagio social en el lar quiboreño, y contribuido a que Tomás Liscano fuera, como lo he dicho en otra ocasión, hombre de reciedumbre ante la adversidad y de fortaleza de carácter que «se hizo a golpe de voluntad en el taller del propio esfuerzo».

Lo cierto es que la de Quíbor, en sí misma, constituyó desde siempre una población de muy definida personalidad. No olvido las chanzas que en el ambiente familiar del Yaracuy le hacían a mi padre adoptivo. Esas chanzas frecuentes y constantes anécdotas suponían un modo de ser quiboreño, agudo, tenaz, ahorrativo. El las aceptaba y las ampliaba con visible satisfacción. Era quiboreño por los cuatro costados.

Del apellido Liscano, la primera huella que he encontrado en el área es la que trae Doña Ermila Troconis de Veracoechea en su «Historia de El Tocuyo Colonial». Un encomendero llamado Diego de Liscano Mujica litigó con otro llamado José Martínez Guerrero por el control de unos indios coyones del valle de Cubiro en 1673. Debía ser un tipo atractivo, ya que en un litigio ante la Inquisición se le imputaba a una Melchora de Vides haberle ofrecido a Ana María Arroyo unas yerbas para untarlas a Diego de Liscano «para que la quisiese mucho».

En el siglo XIX, la familia Liscano fue algo notable para Quíbor. El maestro Liscano Torres, fundador del Colegio Nuestra Señora de Altagracia, donde estudió Monseñor Aguedo Felipe Alvarado fue, al decir de un biógrafo de éste, «modelo de modeladores de almas, hombre de aventajada instrucción, de vocación filantrópica tan marcada que le condujo a ser, durante los años maduros de la vida, un solícito distribuidor de dones finos, un profesor de ciencia y de bondad» (Antonio S. Briceño, «Rasgos Biográficos de Monseñor Aguedo Felipe Alvarado, Obispo de Barquisimeto», 1922).

El Obispo Alvarado nació en Piedra Colorada, en jurisdicción del Municipio Bobare, que hoy lleva con orgullo su nombre. Hijo de quiboreños, Don Rafael Alvarado y Doña Gracia Liscano, quienes lo llevaron pronto a su solar natal. Aquí se educó y, ya sacerdote, ejerció con gran celo el ministerio parroquial. Tuvo con su familia materna una estrecha vinculación. Con el general Carlos Liscano, líder del movimiento nacionalista y presidente del Estado Lara de 1907 a 1909, «estaba unido por nexos casi fraternales», según dijo el doctor Antonio Álamo en un discurso pronunciado en el centenario del Obispo; en el cual, a pesar de manifestarse del partido contrario, no le regateó este supremo elogio: «yo lo veneré». El mismo doctor Álamo recordaba «su figura de mensajero por el medio de la calle con bandera blanca, clamando porque nos amáramos los unos a los otros, en instantes de sangrienta lucha en que los de allá y los de acá nos matábamos los unos a los otros. Ajustó su conducta a la exactitud del concepto de que el sacerdote es tan interesante en el altar comulgando por los feligreses, como en los círculos sociales y en el centro de las masas trabajando por la gloria de Dios en los altares y por la paz en la tierra entre los que tengan buena voluntad».

Hermano del maestro Mateo y primo-hermano del Obispo fue Clemente Liscano, padre de Tomás y de sus hermanos Eudoro, Clemente, Jacinto, Mateo y Arminda. Era, según Silva Uzcátegui (Enciclopedia Larense 3ª. ed. II, 216) «artista del violín y compositor de gran inspiración, musical y poética, porque también era poeta». Le oí a Tomás Liscano muchas veces relatar con visible emoción que su padre, enfermo de muerte, en la Semana Santa pidió que detuvieran delante de su casa la procesión del Nazareno para ejecutarle en el violín, como postrer tributo, el célebre Popule Meus de José Angel Lamas, una de las más bellas melodías venezolanas. Don Clemente Liscano fue, además, con Monseñor Alvarado y otros coterráneos, introductor de la primera imprenta en Quíbor y fundó el periódico «El Aspirante», de corta vida, pero que tuvo el privilegio de contar entre sus redactores nada menos que al doctor Luis Razetti. En la Enciclopedia Larense, Silva Uzcátegui, invocando una nota que le dio «un maestro de música quiboreño, muy conocedor de los artistas de su región» (Adelmo Ceballos Liscano, posiblemente, supongo) hace esta referencia de los otros hijos de Don Clemente, es decir, hermanos de Tomás: «Clemente Liscano Giménez, clarinetista de gran ejecución y educación musical», «Mateo Liscano Giménez, que murió joven cuando apenas comenzaba a cosechar los triunfos de su instrumento favorito, el violín», «el profesor Eudoro Liscano, que aún en su vejez es grande aficionado a la música, como lo ha sido toda su vida. Es compositor profano y religioso y tiene ente sus producciones muchos valses, polcas, danzas, pasodobles, y en lo religioso las misas, una en Sol menor y otra en Fa mayor, tantum-ergos, avemarías y muchas marchas y motetes para la Iglesia». Puedo añadir que Don Eudoro no sólo fue músico sino promotor de actividades sociales, entre ellas la de fundador del Club Pepe Coloma, y entre sus numerosas curiosidades tenía una que me enseñó durante mi niñez: un rudimentario sistema para encuadernar libros, porque de todo había que hacer en aquel medio y tiempo; y Don Clemen era, no solamente músico, sino fotógrafo, mecánico, electricista…, todo, pues no hubo actividad capaz de provocar el uso de su inteligencia que le fuera ajena y que con maestría no dominara.

En el desplazamiento normal de los Liscano hacia Barquisimeto y Caracas, es imposible no recordar a un intelectual brillante y promisor, el doctor Juan Liscano, hijo del General Carlos Liscano, formado por el Obispo Alvarado, quien contrajo matrimonio con una gran mujer, una dama de alta calidad humana y ejemplar en su existencia centenaria, Doña Clementina Velutini. Murió él joven, pero dejó evidencia de su talento. Su libro intitulado «Las Doctrinas Guerreras y el Derecho», publicado en la Imprenta El Cojo de Caracas en octubre de 1915, en plena Guerra Mundial, es muy valioso. Empezaba con el siguiente exordio: «¿Por qué este libro? Os contestaré. He creído que en el actual conflicto guerrero que sangra a Europa hasta casi hacerla desfallecer; en el cataclismo del encuentro que hace a los hombres lanzarse los unos contra los otros en el más inenarrable frenesí de exterminio; por sobre los muros derruidos de las viejas catedrales góticas; por sobre los campos yermos, indefensos sacrificados, incendiadas las bibliotecas que guardaron el pensamiento de los siglos, abierto el vientre del inocente, ora ese inocente sea un pueblo o un individuo; con ser espantosa la conflagración de las fuerzas materiales y las ruinas que esa lucha acarrea, hay algo más grave, más ponderoso, que está por sobre todo y que es tan indispensable para la vida del hombre en el planeta como lo fue la Egida para que no creciera el Dios mitológico que manejaba el rayo y es: la conflagración de las fuerzas morales; es el peligro de los principios del Derecho que creíamos eternos; de la justicia y la piedad ante la invasión atropelladora de la fuerza hecha ley… Es todo eso y mucho más lo que está en peligro y puede perecer!». Y hacia la conclusión afirmaba: «El Derecho no se estaciona; él es el que defiende y coloca al hombre sobre las amplias bases de la justicia. Contra la desigualdad natural, Dios que es la armonía del cosmos creó para el hombre esos dos contrafuertes de la fuerza bárbara: el Derecho y el amor al prójimo. El hombre civilizado creó después este otro: la igualdad civil. Ellos traerán la desuetud de las guerras».

Buena raíz quiboreña tuvo, por tanto, su hijo, el escritor y poeta Juan Liscano Velutini, quien ha alcanzado las mayores alturas en las letras venezolanas.

Tomás Agustín de Jesús nació el 27 de agosto de 1885, del matrimonio de Don Clemente con Doña Rosalina Giménez Mendoza, descendiente colateral del prócer epónimo de este Distrito, Florencio Giménez, y hermana de Don Pablo Hilario Giménez Mendoza, periodista, músico y poeta, y muy estimado ciudadano.

Se formó en un ambiente de mucha elevación. Estaba orgulloso de su amistad personal e intelectual con el célebre Pepe Coloma, que tanto lustre supo darle a su tierra. Se educó primero al lado de su padrino el Obispo Alvarado, quien al manifestarle el ahijado que no tenía vocación para el sacerdocio, lo envió a hacer sus estudios de bachillerato a la ciudad de El Tocuyo, al cuidado del Presbítero José Cupertino Crespo, párroco de La Concepción, y en el célebre Colegio de «La Concordia», en una de las últimas promociones del célebre plantel que dirigía Don Egidio Montesinos, de quien fue siempre fiel en el recuerdo. De sus labios escuché interesantes anécdotas que reflejaban la personalidad del maestro y que me ayudaron a conocer antecedentes del preferido y más ilustre de sus discípulos, su ahijado José Gil Fortoul, quien, por cierto, prologó el libro de Liscano «Tildes Jurídicas» y fue uno de sus postuladores para la Academia de Ciencias Políticas y Sociales.

Hacer ahora un relato minucioso de la vida del doctor Liscano sería superfluo, dada la exhaustiva presentación que nos ha hecho en su excelente discurso el doctor Alejandro Graterol Marín, penetrado de verdadero afecto y profundo conocimiento de las múltiples facetas del biografiado. Pero quiero decir que entre las rarezas que la investigación de sus papeles para este centenario me ha proporcionado, está un ejemplar que encontré del periódico llamado «La Razón», con el subtítulo «Trisemanario Católico», cuyo membrete ostentaba el siguiente personal: «Redactor: Pepe Coloma. Administrador: Tomás A. Liscano (Seminarista). Cronista: Francio». Y otra muestra de aquella afición periodística en El Tocuyo, con «El Independiente», periódico de «costumbres y variedades», publicado bajo la responsabilidad de las siguientes personas: «Fundador y Redactor: Tomás Liscano G. Administrador: José de Jesús Silva». (El administrador del periódico, su condiscípulo en el Colegio de La Concordia, fue el después respetado y querido cura de Quíbor, y posteriormente Provisor y Vicario de la Diócesis de Barquisimeto, Monseñor José de Jesús Silva).

Quíbor, El Tocuyo, Barquisimeto, el Estado Lara en general, fueron una obsesión en la vida de Tomás Liscano. Cuando por el cierre de la Universidad en 1912 tuvo que enfrentarse con la vida, recibió apoyo de un quiboreño, Bartolo Yépez, cuyo secretario fue en Carúpano, y de un descendiente de quiboreños, su pariente Juan Victoriano Giménez, a cuyo lado trabajó varios años en el Estado Yaracuy. Graduado de abogado, ya adulto y cabeza de familia, no olvidó nunca su solar natal. Electo Senador por el Estado Lara cuando se iniciaron los primeros escarceos de la naciente democracia venezolana, tuvo pendiente cumplir no sólo con el país y con el Estado, sino con el Distrito. En 1937 apoya una solicitud de crédito para que la municipalidad de Iribarren se libere de oneroso contrato con una empresa de luz eléctrica. Más adelante aboga por una justiciera jubilación para el jurista larense doctor Eliodoro Pineda. En 1940, en una intervención, expresa: «Desde 1937, cuando por primera vez vine a esta Cámara, inicié mis esfuerzos porque el Gobierno Nacional diera a Quíbor acueducto, y de esta fecha hasta ahora he sido tesonero en mi propósito; y ello se explica porque siendo Quíbor una ciudad eminentemente trabajadora, eminentemente pacífica, sólo la agobia la falta de agua potable». «De aquí, pues, que no se trata solamente de una obra de justicia, de patriotismo, de nacionalidad, de venezolanidad, sino también de una obra de caridad, aunque Quíbor, lo he dicho, vive de su trabajo y nunca ha implorado caridad… En cuanto a la partida atacada, resulta que uno de los problemas que ha surgido alrededor del acueducto es precisamente el problema riego. Quíbor dispone de una pequeña cantidad de agua que baja de la cordillera; de esta cantidad de agua riegan muchos ribereños, a tal punto que la agricultura de esa zona se asegura, precisamente, con el agua que surte aún al pequeñísimo acueducto que en la actualidad tiene Quíbor. Últimamente, según los informes en aquella mi amada tierra, por ser mi tierra nativa, se confronta la protesta de esos ribereños agricultores con un proyecto de canalizar todo el agua arriba mencionada y llevarla a dicho acueducto».

En otra oportunidad, al reclamar la provisión de médico para su pueblo, alega: «Debo decir sin pretensiones que en Quíbor se vive con decencia y con holgura social, es una ciudad que tiene buenos clubs, es una ciudad que tiene una alta y honorable sociedad, es una ciudad que puede, además de los mil bolívares ofrecidos por el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, dar mayores gananciales al médico residente: hay buen comercio, hay agricultura y hay cría; esto está diciendo a gritos que esos dueños de tales ramas de la riqueza pública pueden perfectamente pagar honorarios a los médicos por sobre el sueldo que se le ha asignado. Sin embargo, hasta la fecha no ha sido posible conseguir un médico para Quíbor. Además, Quíbor está hoy a tres cuartos de hora de la capital del Estado por buena carretera; sin embargo, como ya lo he dicho tantas veces, no ha sido posible un médico para Quíbor y sólo tenemos allí a un compatriota de la patria chica que tiene setenta años, que desde hace casi cuarenta años está ejerciendo la profesión de médico en aquellos aledaños» (Se refería al ilustre quiboreño doctor Baudilio Lara, quien con su distinguida esposa, Doña Josefa Bereciartu Liscano, engendró honorable familia y fue un verdadero prócer de la comunidad).

El Tomás Liscano que fue presidente del Concejo Municipal del Distrito San Felipe, Diputado a la Asamblea Legislativa del Estado Yaracuy, Procurador General del Estado Yaracuy, Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales y presidente de la misma, presidente del Montepío de Abogados de Venezuela, presidente del Congreso de la República, magistrado de la Corte Federal y de Casación, presidente del Estado Falcón y Administrador de la Aduana de Puerto Cabello, sentía palpitar dentro de sí un perenne sentimiento larense. Su libro «La Responsabilidad Civil del Delincuente» lo dedicó al Colegio de Abogados del Estado Lara; y cuando estaba en su lecho de muerte, dispuso enviar al mismo Colegio una parte de su biblioteca, señalándome él mismo los libros que quería integraran aquella donación, como muestra de su devoción inquebrantable por esta región, de la que se consideró siempre genuino representante.

Estuve por primera vez con él y mi madre adoptiva, su inseparable e idolatrada María Eva, aquí en Quíbor, cuando tenía 5 años de edad. El largo viaje por el arcaico y noble «Ferrocarril Bolívar» nos condujo de San Felipe a El Hacha y de allí a Barquisimeto: el trayecto desde Barquisimeto a Quíbor lo hicimos en el Ford de pedal que manejaba su hermano Clemente. Vinimos al matrimonio de Jacinto Liscano, otro de sus hermanos, con Clementina Medina Bereciartu. Desde ese mismo día fui acogido por toda su familia con la más amplia generosidad, y el afecto que todos sus hermanos, a quienes llamé tíos, me brindaron, fue cálido y constante. Muchas veces volvimos aquí y se me sembró en el corazón el afecto que él sentía por su tierra. De allí que, cuando en ejercicio del gobierno, tuve la emoción de dar inicio a los trabajos de lo que será la futura obra de Yacambú, sentía que estaba cumpliendo un arcano mensaje y que no era yo mismo, sino Tomás Liscano, en nombre de todos sus familiares, maestros y amigos, el que hablaba por mi boca y movía por mi brazo las palancas que iniciaban aquel movimiento de tierra de trascendencia histórica. Quíbor tiene derecho al agua de Yacambú y el Estado Lara reclama con legítimo título que en un país donde tanto se gasta en fines secundarios  o en la triste labor de remediar grandes desfalcos, se le asegure a este importante Estado, eje de la región centro-occidental, la provisión del agua, lo único que le falta para ser un emporio, en beneficio de sus habitantes y de todos los venezolanos. Si en 1612, Fray Pedro Simón pudo sorprenderse de la abundante producción de trigo y otros frutos de la agricultura, de la que dejó testimonio irrecusable, hay que pensar en lo que produciría el Valle de Quíbor, regado con el agua de Yacambú, para alimentar a nuestro pueblo.

El 4 de diciembre de 1973 el presidente Rafael Caldera inicia los trabajos de la Represa Yacambú, en el Valle de Quíbor, estado Lara.

El Concejo Municipal del Distrito Jiménez, presidido por el señor Pedro Aníbal Herrera, ha sido extremadamente generoso al celebrar esta sesión solemne y al crear una distinción con el nombre de Tomás Liscano; y al conferírmela con el ilustre político larense, de recia personalidad, doctor Eligio Anzola Anzola, el Comité Organizador del Centenario, presidido por el profesor Neptalí Mendoza, director del Liceo Tomás Liscano (que atiende ya, pese a sus pocos años, a más de mil alumnos y ha mostrado aquí una coral excelente), se ha preocupado por dar el mayor realce a este conmemoración, que se perenniza con la colocación del busto del epónimo, debido al escultor Aldo Macor, en la plazoleta proyectada por el arquitecto Fernando Perera y construida entre la Casa de la Cultura «Adelmo Ceballos Liscano» y el nuevo edificio del Liceo, que el Ministro de Desarrollo Urbano ha prometido terminar a principios de este año escolar. Al Arzobispo Chirivella, al venir a implorar al Supremo Juez, en la Iglesia de Nuestra Señora de Altagracia, le conceda eterno descanso, y al Gobernador del Estado y demás altas personalidades presentes, al asistir al homenaje y la Legislatura del Estado, al solidarizarse con la conmemoración, han dado relieve especial a los actos. El Acuerdo aprobado por la Comisión Delegada del Congreso de la República y el acto que se celebrará en la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, alcanzan los más altos niveles del reconocimiento nacional.

Todo ello y las iniciativas anunciadas en otras importantes corporaciones, repercute en homenaje a Quíbor. A esta ciudad de recias ejecutorias, laboriosa y tenaz; a esta noble porción del territorio patrio, donde a los descendientes de los antiguos pobladores –de los que estaban desde antes del Descubrimiento, cuyos restos en los cementerios precolombinos constituyen rico material para los investigadores científicos, y de los venidos a través de El Tocuyo desde la vieja España y hasta de la Alemania Imperial de Carlos V– se han ido sumando muchos más: los que han llegado de otros lugares de Venezuela o países remotos, y los que han traído su empuje y su increíble dedicación al trabajo desde el archipiélago canario, que hoy se sienten tan propios como pueden serlo Liscanos y Jiménez, Alvarados y Ceballos, Torres, Ortiz y Agüeros, Fréitez y Yústiz, Graterones y Laras, Alvarez y Argüellos, Barretos, Undas, Riveros, Torrealbas, Partidas, Arráiz, Mendoza, Bereciartus. Para todos ellos es el homenaje que hoy se rinde a un hijo ilustre de Quíbor, a un quiboreño integral, que vivió y murió ufano de serlo. Y para mí y para mi familia, responsables de una deuda que nunca podremos pagar, es ésta una oportunidad excepcional para dar gracias a Dios por habernos regalado un padre y un amigo como Tomás Liscano y para prometerle a Quíbor, al Quíbor de sus imborrables recuerdos, nuestra fidelidad en el afecto, perennidad en la gratitud y constancia en la voluntad de servicio.

Permítaseme por ello concluir con el verso de mi amigo el poeta Juan Liscano:

Siento mi corazón voz de aquellos secretos,

tierra de aquellas rosas,

cauce de aquellas aguas,

gruta de aquellas fuentes,

cielo de aquellas brisas,

tiempo de aquellos tiempos.