Parte mecanografiada de la conferencia leída por Rafael Caldera en la Universidad de Georgetown.

La prioridad de los Derechos Humanos en relación con las instituciones sociales y políticas

Conferencia pronunciada en inglés en el Congreso Internacional sobre Derechos Humanos en la Universidad de Georgetown, Washington, D.C., el 27 de abril de 1978.

La expresión «derechos humanos» debe considerarse como una de esas frases pleonásticas a través de las cuales se quiere insistir, en un elemento dado. En verdad, todo derecho es humano, puesto que tiene como sujeto al hombre; pero dentro del conjunto de derechos, es decir, de la facultad de hacer o exigir todo aquello que la ley o la autoridad establece a favor de un ser humano, se quiere insistir en aquellas que versan más directamente sobre la existencia misma de la persona humana, sobre su integridad, sobre su desarrollo específico, sobre su libertad, sobre su dignidad, así como sobre aquellos entes sociales a través de las cuales la persona encuentra la posibilidad de realizarse. Por lo general, se trata de derechos frente a la Sociedad y al Estado, no frente a particulares.

En el siglo XVIII se formulan declaraciones de derechos «del hombre», como punto de partida de una nueva concepción política basada en la voluntad del pueblo. Las más célebres fueron la de Virginia, de 1776, que enmarcó los objetivos fundamentales que privarían en la organización política de Estados Unidos, y la francesa de 1789, que sirvió de pauta a la Revolución universal. La conspiración de Gual y España, con la cual se inicia el proceso de lucha por la independencia en Venezuela, estuvo inspirada por la misma, así como el inicio del movimiento emancipador en la Nueva Granada, a través del precursor Antonio Nariño. El siglo XIX conduce a la generalización de estas declaraciones, con ligeras variantes, en los distintos textos constitucionales. En el siglo XX, la teoría de los derechos humanos toma carácter universal y formalmente culmina en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, promulgada por la Asamblea de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948.

Un movimiento de internacionalización que comenzó a través de los Convenios y Recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo, vino a convertirse en una rama nueva y específica del Derecho Internacional. La afirmación de los derechos humanos y su violación dejaron de ser, en el derecho positivo, atribución exclusiva de la soberanía de cada estado: la comunidad internacional se responsabiliza de la acción para lograr que los derechos humanos se garanticen en todas las naciones de la tierra.

A falta de definiciones precisas, los numerosos tratadistas que abordan la materia insisten en el aspecto de la gravedad de la violación de esos derechos que se llaman humanos y en su carácter fundamental o esencial para la persona humana. Un autor expresa: «La teoría y la práctica de la intervención humanitaria, como previamente se estableció, se ha basado en la premisa de que ciertos derechos individuales son tan esenciales y tienen tan alto valor para la persona humana, que sus violaciones por cualquier estado son un asunto que realmente concierne a otros estados…» (Manoucher Gaujin, «Internacional Protection of Human Rights», Droz, Ginebra, 1962, pp.124). Pero, en definitiva, una tendencia se orienta hacia la enumeración de aquellos derechos que se llaman humanos, si bien admite que entre ellos hay algunos que tienen mayor preeminencia y otros cuya violación no llega a justificar suficientemente la invasión de la soberanía mediante la acción internacional.

Hablando de enumeraciones, la más difundida es la que contiene la declaración universal formulada por las Naciones Unidas. Sin embargo, el proceso de cambio social, la evolución de las ideas, el planteamiento de las cuestiones que supone el desarrollo y la importancia que éste tiene para alcanzar un nuevo orden mundial donde se aseguren firmemente la paz y el bienestar, hace pensar en otros derechos que también revisten características de fundamentales y que deben calificarse como derechos humanos, a saber, el derecho de cada pueblo, no sólo a su propia identidad, sino a aquellas condiciones –como los términos justos del intercambio comercial– que le permitan lograr su desarrollo.

Podríamos, en consecuencia, considerar como derechos humanos:

  1. a) Todos aquellos que directamente afectan la integridad de la persona humana: integridad física, moral y social. Estarían comprendidos aquí el derecho a la vida, a la integridad corporal (que envuelve la prohibición de las torturas), el derecho a los recursos necesarios y suficientes para obtener la alimentación, la habitación, el vestido, otros medios de subsistencia y los demás recursos necesarios para llevar un nivel de vida compatible con la dignidad de la persona; el derecho a la libre expresión de pensamiento, el derecho a rendir culto a Dios según el dictamen de la propia conciencia, el de manifestar, pública y privadamente, la religión que se profesa; el derecho a la libertad, a no ser detenido arbitrariamente, a no ser sujeto a pena sin previo juicio, conforme a la ley pre-existente y con las debidas garantías procesales; el derecho al buen nombre y al respeto de la persona, la salvaguarda de la vida privada, el derecho a la intimidad; el derecho a seguir la profesión que se escoja, el derecho a fijar domicilio en el lugar que se prefiera, el derecho al descanso, a la recreación, a la protección y cuidado de la salud y a la seguridad social; el derecho a sindicalizarse y a ocurrir a la huelga como medio de defensa de legítimos intereses, dentro de las condiciones legales; el derecho de propiedad sobre los bienes, en cuanto asegure a cada uno cierta zona indispensable de autonomía personal y familiar; el derecho a vivir en condiciones de igualdad, sin discriminaciones de ninguna especie; el derecho a la cultura, al acceso a la educación en igualdad de condiciones, etc. (Léase «La Iglesia y los Derechos Humanos del Hombre», Comisión Pontificia Justitia et Pax, 1945, Edición Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, Santiago, págs.. 37-42).
  2. b) Los derechos humanos de las personas colectivas, a través de los cuales se hace posible para cada uno la realización de su propia personalidad individual. Estos incluyen el derecho al desarrollo, que a su vez supone el derecho a condiciones de intercambio económico que hagan posible a cada pueblo realizar su programa para lograr la incorporación de todos sus habitantes al proceso económico y social; el derecho a la propia identidad, que envuelve el de hablar su lengua, el de enriquecer su cultura, el de vivir sus costumbres y desarrollar sus propios medios (ibídem).

Los derechos humanos de las sociedades intermedias, entre las cuales tiene preeminencia la familia, como célula fundamental de la sociedad, fundada sobre el matrimonio libremente contraído y en condiciones de igualdad jurídica y social entre el hombre y la mujer; el derecho a engendrar prole, el derecho de prioridad en el mantenimiento y educación de los hijos, el derecho a un ambiente sano y favorable al bienestar físico y moral, el derecho a condiciones económicas que permitan a la familia cumplir sus fines específicos.

Estos derechos podrían clasificarse en derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, como lo hace la Comisión Justitia et Pax en el opúsculo sobre «La Iglesia y los Derechos del Hombre» que ha publicado con indudable acierto orientador; ese opúsculo se encuentra precedido por una introducción relativa a la libertad y derechos fundamentales, como supuesto de los derechos allí enumerados, y es cierto que cada vez más existe la tendencia a entender por derechos humanos aquellos que van directamente envueltos con la libertad en sus principales manifestaciones (libertad de pensamiento y de acción, seguridad personal y posibilidades de movimiento), la que suele ser algo así como la condición para el ejercicio de las otras atribuciones y libertades. Pero es necesario tener presente, como lo manifesté en la reunión de dirigentes mundiales de la Democracia Cristiana, celebrada en Bruselas en mayo de 1977, y como lo expuso el Secretario Vance en la Universidad de Georgia, el 30 de abril de 1977, que no se debe limitar el concepto de los derechos humanos a las garantías políticas o a la integridad física o moral de la persona, ya que también se extiende al derecho a satisfacer necesidades esenciales de la vida, tales como la alimentación, la vivienda, el vestido, la educación y la atención a la salud.

¿Cuál es la razón para que se atribuya preeminencia a la defensa de los derechos humanos, hasta el punto de una cierta intromisión en la esfera de competencia de la soberanía de cada Estado?

La razón primordial de este carácter prioritario reside en la preeminencia de la persona humana, que en sí misma constituye el objeto y la razón de ser de la sociedad y del Estado, cuya finalidad primordial ha de estar precisamente en la garantía de los derechos, en el aseguramiento de condiciones que hagan posible una vida decente y sana y en la misma seguridad jurídica, todo lo cual gira en torno a la persona.

Para la teología cristiana, esta afirmación de la persona humana tiene fuentes muy claras: por una parte, la creación, en la cual Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza (Génesis, 1, 26) y le encomendó someter la tierra (Génesis, 1, 28); y por otra parte, la Redención, a través de la cual el hombre tomó el altísimo rango de hermano de Cristo, que es «primogénito entre muchos hermanos» (Rom., 8, 29). Por ello, la Constitución «Gaudium et Spes», sobre la Iglesia en el mundo actual, aprobada por el Concilio Ecuménico Vaticano II, afirma: «la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables…». «El orden social, pues –dice– y su progresivo desarrollo, deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal y no al contrario» (Nos. 25 y 26).

Esta preeminencia de la persona es compartida con muchas otras concepciones filosóficas, aunque arranquen de una fundamentación distinta. Y no significa, en modo alguno, que se dé predominio al individuo sobre la sociedad. La sociedad, en sí misma, constituye un hecho natural, indispensable para la vida y desarrollo de la persona. Observemos lo que dice la Constitución que he citado: «La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque al principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social (Santo Tomás, 1. Ethic. 1). La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación. De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones, tanto de derecho público como de derecho privado» (No. 25).

Por otra parte, como observa atinadamente un autor: «la primacía del bien común sobre el bien particular no es la de la sociedad sobre la persona, pues ni la sociedad es el bien común, ni la persona es su bien particular. Sostener la primacía del bien común sobre el bien particular es hacer que la vida social sea provechosa a todas las personas y no exclusivamente a una o a varias» (Antonio Millán Puelles. «Persona Humana y Justicia Social», Rialp, Madrid, 1973, pág. 54).

Aquí está, pues, el elemento fundamental de la cuestión que se me ha planteado: la prioridad de los derechos humanos en relación a las instituciones sociales y políticas; porque, como lo dice la Comisión Justitia et Pax: «El fundamento cristiano de la teoría de los derechos del hombre es el respeto a la persona humana entendida como fin y no como medio de la sociedad» («La Iglesia y los Derechos del Hombre», cit., pág. 60).

Es importante observar que esta materia, cuya fundamentación desde el punto de vista del pensamiento cristiano es de una claridad meridiana, no atribuye a aquella un carácter excluyente, sino que ofrece una ancha convergencia a las más variadas corrientes del pensamiento y a las más diversas concepciones políticas para llegar a fines análogos.

A este respecto, la guía de Maritain nos conduce con una extraordinaria precisión. El dice: «¿Hay algún motivo para sorprenderse al ver que los sistemas teóricos antagónicos coinciden en las conclusiones prácticas? La historia de la filosofía moral generalmente presenta el mismo panorama. Este hecho demuestra que los sistemas de filosofía moral son el producto de la reflexión intelectual sobre elementos éticos que los preceden y controlan y que revelan un tipo muy complicado de la conciencia, en la cual la labor natural de la razón espontánea, pre-científica y pre-filosófica está constantemente condicionada por las adquisiciones, las servidumbres, la estructura y la evolución del grupo social. Así, hay una especie de desarrollo y crecimiento vegetativo, por así decirlo, del conocimiento y del sentimiento morales, que es independiente de los sistemas filosóficos, aun cuando en un orden secundario este último entra en una acción de reciprocidad con el proceso espontáneo. Como resultado, esos diversos sistemas, aunque discutiendo sobre el ‘por qué’ prescriben en sus conclusiones prácticas reglas de conducta que parecen en conjunto ser las mismas para cualquier período y cultura determinados» («El Hombre y el Estado», versión castellana, Kraft, Buenos Aires, 1952, p. 97).

Esta coincidencia fundamental permitió el que en el seno de las Naciones Unidas pudiera haberse llegado a una Declaración Universal. El mundo entero: todas las concepciones políticas, todos los credos religiosos, todas las culturas y las razas encontraron cabida en el propósito y pudieron llegar a una declaración conjunta. Es cierto que la guerra estaba fresca todavía en la memoria de los pueblos. Todas las naciones tenían claro el hecho de que el conflicto mundial había sido la culminación de una escalada de desconocimiento de los derechos humanos de las personas individuales, de las comunidades, de las razas, de las culturas. Estaba presente la idea de que la paz no consiste solamente en la ausencia de la guerra. Y no era necesario recordar lo que recordó Pablo VI a las Naciones Unidas cuando se cumplieron 25 años de la Declaración: «Si la promoción de los derechos humanos conduce a la paz, al mismo tiempo la paz favorece su realización».

Acababan de vencer los pueblos libres a la mayor maquinaria bélica, a la más ambiciosa empresa de poder que hayan contemplado los siglos, y todo el mundo estaba consciente de que a esa maquinaria la había movido la negación de todo límite, el aniquilamiento de todo derecho, el desconocimiento de toda traba que pudiera oponérsele. El relato de los crímenes contra millones de personas estaba fresco en los oídos y en los ojos de la humanidad asombrada. Y en los juicios de Nuremberg se había desconocido abiertamente el formalismo del derecho positivo, para aplicar sanciones que no encontraban otro fundamento que el derecho natural. «Hasta hace un cuarto de siglo –dice una tratadista– era el consenso de opinión entre juristas, diplomáticos e internacionalistas en general, que la cuestión de las libertades fundamentales debía resolverse exclusivamente a nivel nacional. El 26 de julio de 1946, Sir Hartley Shawcross, en los juicios de Nuremberg, subrayó el importante precedente que se estaba estableciendo: ‘Yo no minimizo la significación para el futuro, de la doctrina política y jurídica implicada aquí’, dijo» (Alessandra Luini del Russo, International Protection of Human Rights, Lerner Law Book Co., Washington, 1971, p. 252).

Pero volvamos más bien a Maritain para escuchar sus esclarecedoras palabras: «El fundamento filosófico de los derechos del hombre es el derecho natural. ¡Lástima que no podamos encontrar otra palabra! Durante la era racionalista los juristas y filósofos utilizaron tan mal la noción del derecho natural, tanto con propósitos conservadores como revolucionarios, presentándolos de una manera tan simplificada y arbitraria, que resulta difícil utilizarla ahora sin despertar recelos y desconfianzas entre muchos de nuestros contemporáneos. Sin embargo, deberían advertir que la historia de los derechos del hombre está ligada al derecho natural, y que el descrédito acarreado por el positivismo sobre la idea del derecho natural comporta inevitablemente un descrédito semejante para la noción de los derechos del hombre» («El Hombre y el Estado», cit., p. 98).

El estudio de esta concepción en su sentido clásico, la interpretación prudente de Maritain, como muchos juristas contemporáneos, hacen de su concepto y su sentido la noción clara de que no se trata de normas esclerosadas e inmóviles, sino de la formulación de reglas generales dentro de las cuales el proceso social, económico, cultural y político, provoca una serie de reglas e interpretaciones propias del tiempo en que vivimos y no de edades anteriores al pensamiento y de la vida, todo ello explica por qué la materia es inevitablemente contradictoria cuando se trata de llegar a sus aplicaciones, cuando se requiere la precisión de normas y conductas para exigir su cumplimiento.

La afirmación y defensa de los derechos humanos se hace motivo de controversia, no porque haya quien se atreva a negar validez a las afirmaciones que le sirven de base, sino porque se entra a la discusión de las circunstancias específicas de cada país, de cada régimen, en cada momento determinado, y de las situaciones individuales o grupales en las cuales se demanda la aplicación de los principios.

Es indudable que la sola enunciación de los derechos humanos reconocidos como tales en los ambientes internacionales lleva consigo intrínsecamente una aspiración al sistema democrático, por cuanto éste demanda que la autoridad sea escogida voluntariamente por el pueblo a través de mecanismos que permitan la libre confrontación de ideas, de aspiraciones y de candidaturas. Por otra parte, el reconocimiento de que existen densos conglomerados de personas que no logran la satisfacción de una serie de derechos humanos fundamentales, y la suposición de que ello se debe a los mecanismos existentes dentro de los sistemas establecidos, precisamente, en aquellos países donde las libertades políticas son celosamente garantizadas, animan a corrientes poderosas y a gobiernos firmemente apoyados, a sostener la tesis de que algunos de los derechos humanos y libertades fundamentales que se defienden deben ceder ante procedimientos coactivos con los cuales se pretende asegurar la incorporación efectiva de los marginados al goce de los otros derechos.

Anotaciones a mano hechas por Rafael Caldera a su conferencia.

La experiencia histórica demuestra la falacia de estos argumentos. Por ello, los pueblos siguen considerando el conjunto de las libertades como elementos indispensables para obtener en la práctica el reconocimiento efectivo de sus derechos sociales y económicos. De allí la resistencia de los sistemas que pretenden haber ofrecido u ofrecer a sus pueblos el mayor grado factible de justicia distributiva, de negar el derecho a la contradicción, la libertad de exponer opiniones críticas, la posibilidad de plantear debates contestatarios sobre la supuesta verdad y justicia del régimen que se les impone.

Sinceramente creemos, con la profesora antes citada, que «la función primaria del gobierno en una sociedad libre y en un régimen de derecho es crear y mantener las condiciones que aseguren a todos los hombres sus derechos naturales fundamentales»  («Internactional Protection of Human Rights, cit., p. 253).

Por ello mismo, consideramos loable el que se enfrenten situaciones y se venzan obstáculos a favor del reconocimiento efectivo de los derechos humanos. Creemos en la primacía de los derechos humanos ante las instituciones sociales y políticas que de ellos mismos se derivan; vemos con simpatía la idea aprobada por la Conferencia Mundial de Bankok sobre la paz mundial a través del Derecho, en 1969, de la creación de una Corte Universal de Derechos Humanos, así como la idea de establecer un Alto Comisionado de Derechos Humanos que sea una especie de Ombudsman, para denunciar las violaciones donde quiera que ocurran.

Lo esencial para que esta lucha tenga éxito es recordar que los derechos humanos por los cuales se aboga no son expresión sectaria de ninguna determinada corriente de pensamiento político, ni se plantean exclusivamente ante determinadas ideologías o situaciones. Se trata de la persona humana. Se trata de derechos colocados por encima de cualquier delimitación, no sujetos a reciprocidad, irrenunciables, como de orden público que son, dotados de validez permanente. De un atributo «fundamental del hombre y su disfrute, imprescindible para que cobre su verdadera dimensión de ser humano» (Carlos García Bauer, «Teoría de los Derechos Humanos», Guatemala, 1971, p. 20).

No puede plantearse la lucha por la prevalencia de los derechos humanos como un combate orientado a favorecer o perjudicar por intereses políticos o determinadas concepciones del Estado. La defensa de los derechos humanos, para ser eficaz, tiene que plantearse lo mismo frente a la derecha que frente a la izquierda, o frente a cualquier régimen de cualquier definición doctrinaria. Y si se admite, como lo acepta Maritain, que «esos derechos, siendo humanos, son, como todo lo humano, pasibles de condicionamiento y limitación, por lo menos del modo en que hemos visto respecto de su ejercicio» («El Hombre y el Estado», cit., p. 126), esa limitación tiene que verse con suma prudencia y en forma que revista la mayor equidad, para no justificar en unos lo que se señala condenatoriamente en otros.

El proceso de reconocimiento de los derechos humanos, según se ha observado con otros procesos de institucionalización, apunta de la manera más firme a través de declaraciones y compromisos regionales. La Comunidad Europea ha sido celosa en la materia; también lo ha sido la Organización Regional Interamericana.

En este momento histórico, en los países latinoamericanos el sistema democrático basado en la libre voluntad de los ciudadanos sólo se mantiene en una minoría; pero se observa ya una tendencia regresiva de los golpes de fuerza, y se nota una cierta disposición de los gobiernos surgidos de golpe de estado y mantenidos autoritariamente, a aceptar la apertura de vías para que sus comunidades nacionales reasuman el ejercicio del sufragio del cual han de emanar los poderes públicos. El reconocimiento de los derechos humanos para todos los ciudadanos de esos países, y especialmente para quienes ejercen o aspiran ejercer la oposición política, es piedra de toque de la sinceridad de los propósitos y de la viabilidad de los caminos.

Pensemos en la responsabilidad que los países de este hemisferio tienen para dar en el mundo un ejemplo de fe en la democracia; para comprobar la viabilidad en otras tierras del sistema establecido por los colonos norteamericanos hace 200 años, –por lo menos en los rasgos compatibles con la diversidad de los pueblos– y habremos hecho un servicio inestimable a la causa del ser humano, a su legítima preeminencia y al establecimiento duradero de un orden internacional sustentado sobre una verdadera paz.