Rafael Caldera ante el hemiciclo del Palacio Legislativo en La Paz, Bolivia.

Aquí se puede librar el Ayacucho de la democracia latinoamericana

Discurso improvisado de Rafael Caldera, Presidente del Consejo de la Unión Interparlamentaria Mundial, ante el Congreso de Bolivia, el 3 de marzo de 1980.

Antes de ir a los bancos de la escuela los venezolanos aprendemos a pronunciar el nombre de Bolivia y a querer a esta nación hermana. Simón Bolívar es para nosotros un símbolo, tanto como la bandera, como el escudo, como el himno de la nación. Me atrevo a decir que, quizás, hasta más que la bandera, más que el escudo, más que el himno, porque Bolívar los representa a todos. El es la encarnación espiritual de la patria, y el pueblo venezolano, en su manera de ser, informal, poco apegado a procedimientos demasiado rigurosos, hay algo que venera y respeta y que es para él intocable, en su gloria, en su significación, en su fama: la memoria siempre presente de Simón Bolívar.

Bolívar, explotado por los mercenarios de la política, loado por los que traicionaron su mensaje, siempre fue para el pueblo venezolano y para sus dirigentes, algo así como la voz de la conciencia, como el reclamo de lo que debe ser ante el fracaso de dura realidad. Bolívar es, realmente, para sus compatriotas algo que está por encima de la duda y de la discusión. Aceptamos que como ser humano puedan analizarse y comentarse sus hechos, pero no toleramos, sino que rechazamos como una ofensa a su propia dignidad, cualquier expresión de irreverencia, cualquier juicio mal intencionado, cualquier desmerecimiento que en la palabra de alguien pudiera formularse frente al hombre más grande de América.

Al aprender el nombre de Bolívar aprendemos el nombre de Bolivia, pues es una vinculación natural, lógica, inevitable y el niño empieza a oír que el hombre a quien la Providencia no le dio una descendencia dentro de la vida familiar, le dio una hija gloriosa, una nación que lleva su nombre y lo trasmite a través de las generaciones, y que millones de seres humanos se identifican en el mundo con su apellido, que a la vez es mensaje de la historia y admonición para el presente y para el porvenir.

Por eso, señor Presidente del Senado, señor Presidente de la Cámara, señores Senadores, señores Diputados, una invitación a venir a Bolivia representaba para mí algo trascendental, y más aún, a venir a Bolivia en un momento que –como lo ha dicho el doctor Walter Guevara Arze, eminente político y sociólogo, conocido y admirado en todo el Continente se está librando aquí una batalla decisiva por la democracia, una batalla que puede tener la significación que tuvo la que muy cerca, en la Pampa de la Quinua, en el distrito de Ayacucho, libró Antonio José de Sucre el 9 de diciembre de 1824. Aquí se puede librar el Ayacucho de la democracia latinoamericana.

Porque hace pocos años revivía la vieja, manida, dolorosa y nefasta interpretación pesimista, según la cual los países de América Latina no pueden gobernarse como pueblos civilizados, no pueden encontrar el camino para enfrentar sus problemas sino a través de la fuerza impuesta sobre sus espaldas. Hace no muchos años, de tiempo en tiempo, lo que nos llegaba era la noticia de una nueva caída, de una nueva usurpación, de un nuevo fracaso en el proceso de dignificación y de revalorización de los pueblos de América Latina como pueblos libres. De pocos años para acá, es a la inversa, y en este momento el Grupo Subregional Andino se caracteriza como un grupo de integración democrática, como un grupo de países que creen que la democracia es el instrumento para enfrentar sus terribles problemas y para poder conquistar su destino. Hasta hace muy poco se señalaba a Venezuela como una democracia estable, a Colombia como una democracia difícil, al Ecuador, Perú y Bolivia como países sujetos a regímenes que habían abandonado la marcha regular de la institucionalidad.

En este momento, los cinco países bolivarianos que integran el grupo subregional andino –y debemos mirar con profundo dolor la ausencia que hemos de considerar transitoria de la nación chilena, tan querida, tan culta, tan representativa del mejor humanismo latinoamericano que simboliza esa figura inmensa de Andrés Bello, los cinco países bolivarianos que integran en la actualidad el Grupo Subregional Andino, repito, están en el deber, en la imperiosa necesidad de demostrarle al mundo, pero especialmente a los otros países hermanos de este hemisferio, que la libertad es posible.

Que si nuestros pueblos han sido muchas veces víctimas de gobiernos llamados fuertes, que abandonaron el camino del derecho para imponer la norma de la fuerza, no fue porque ellos no amaran la libertad y no fueron capaces de defenderla, sino porque los factores del la historia se entrecruzaron unos con otros y dieron lugar a que se creara esa leyenda negra, mucho más peligrosa y más dañina para nuestra historia que la propia leyenda negra de nuestro origen colonial.

En este momento, todos los ojos de los pueblos hermanos se vuelcan sobre Bolivia y todas las esperanzas comparten las esperanzas que sabemos que están en lo hondo del corazón del pueblo boliviano. Aceptar esta invitación ha constituido, pues para mí, la oportunidad de traer un mensaje de afecto, un mensaje de fe, un mensaje de solidaridad; vengo, además, con la circunstancia para mí muy honrosa y por muchos títulos satisfactoria, de haber sido elegido presidente de la Unión Interparlamentaria Mundial, en la misma conferencia en la cual el parlamento boliviano se incorporó a esta organización, la más antigua en actividad en el mundo, que es el foro donde se encuentran para discutir y buscar acuerdos todos los parlamentos del mundo. Mi elección fue iniciada en ámbito latinoamericano con un signo de unanimidad y esta invitación del Congreso de Bolivia tiene para mí, además de todos los méritos que he señalado, ese alto mérito de la unanimidad. No soy en este momento el invitado de un gobierno, de un partido, de una corriente o de un grupo de amigos; soy en este momento un invitado de toda Bolivia, representada por la unanimidad de sus parlamentarios.

De allí que esta visita, la primera que hago a su parlamento y en la condición de presidente de la Unión Interparlamentaria, la quiero realizar como un acto de amistad y de fraternidad hacia todos los bolivianos. Pero no puedo tampoco olvidar que vengo como venezolano, y como venezolano estoy doblemente obligado a traer la reiteración de una solidaridad nacida en los días más brillantes de nuestra historia, pero que es quizás más apremiante hoy y en el mañana inmediato de lo que fuera en el siglo y medio que acaba de transcurrir.

Traigo la palabra de un venezolano que como ustedes ha sufrido y luchado, primero, a través del conocimiento de la historia del propio país y después a través de la personal experiencia. Venezuela y Bolivia, dos pueblos con tantos lauros ganados en las batallas por la libertad de América, han compartido muchas noches oscuras, muchas temporadas dolorosas, muchos sufrimientos y fracasos que retardaron a través de los tiempos nuestro progreso, el bienestar de nuestros pueblos, nuestro desarrollo y nuestra felicidad. Somos hermanos en el dolor como fuimos hermanos en la gloria y quisiera hablar esta tarde, despojándome de preocupaciones retóricas, como un hermano que se viene a desahogar con otro hermano, a contarle algo de su vida reciente, a relatarle algo de sus experiencias, que pueden servir para interpretar mejor su posición actual y tal vez para aprovechar algunas de esas experiencias ante las coyunturas inmediatas.

No vengo en plan de consejero. No quiero, ni debo, ni puedo, asumir posiciones odiosas de maestro, para dar lecciones con chocante arrogancia. No vengo aquí como el emisario de un pueblo que ha resuelto todos sus problemas, que tiene una hoja de servicio intachable y que no ha padecido ni padece de los mismos males que agobian a los países hermanos. Vengo, como antes decía, en condición de hermano; como esos hermanos que se encuentran después de haber estado largo tiempo ausentes, que se relatan su propia experiencia, los acontecimientos que han vivido y al relatarlos se sienten más unidos, se sienten más identificados y más fortalecidos en la acción que cada uno libra para conquistar un futuro mejor.

Venezuela, como antes dije, ha sido uno de los países de América Latina que ha sufrido más en su historia política. El primer presidente civil, Rector de la Universidad Central de Venezuela, sabio y patriota José María Vargas, fue derrocado a los pocos meses de inaugurar su período por un movimiento militar; un movimiento militar en el que desgraciadamente no estaban ausentes algunas ilustres y veneradas figuras de nuestro propio proceso de independencia.

Repuesto en el poder por la acción esforzada de otro gran caudillo militar, el General José Antonio Páez, no llegó a terminar su período porque se dio cuenta de que no estaban los factores reales del  poder dispuestos a aceptar el ejercicio pleno de su autoridad. Y después, una sucesión casi ininterrumpida, con apenas muy leves intermedios, de gobernantes que adquirieron el título para presentarse como aspirantes a la magistratura en los campos de batalla, en las guerras civiles, en las que se consumieron innumerables vidas, en las que se destruyeron innumerables recursos y de las que bien poco obtuvo el país como beneficio verdadero.

A cada larga tiranía sucedía una cruenta revolución , llena de hermosos ideales, con hermosos programas, dirigida por brillantes figuras que finalmente constituían una nueva decepción, un nuevo fracaso, una nueva humillación para la República; y eso explica que al principio de este siglo veinte, después de haber sufrido tantos desengaños, una pléyade de intelectuales brillantes, figuras destacadas de las letras, no sólo en el ámbito nacional sino en el ámbito continental, se resignaran a servir de auxiliares para las funciones del gobierno a la tiranía más dura, más cruel y avarienta de cuantas ha conocido nuestra vida política y una de las más caracterizadas por esas condiciones en toda la historia continental.

Un gran escritor venezolano, Mariano Picón Salas, dijo en una frase que ha sido repetida muchas veces, que para Venezuela el siglo veinte comenzó en 1936, cuando después de una dictadura de 27 años empezaron a abrirse nuevos horizontes porque la naturaleza dispuso, a través de una enfermedad, de la vida del anciano e indestructible dictador. Esta situación comenzó a abrir nuevos horizontes, nuevas inquietudes; regresaron brillantes políticos que habían pasado largos años en el exilio, se anunciaron a toque de rebato los mensajes de los viejos partidos históricos cuya vida había sido suspendida por obra de la autocracia: el pueblo no acudió, prefirió engrosar los nuevos movimientos que surgían de las aulas universitarias, que traían programas inspirados en ideas modernas, que tenían una nueva concepción del país, que no querían volver a repetir los episodios que tanto daño nos hicieron en el siglo XIX.

Pero nuestra marcha hacia la democracia ha sido muy laboriosa. Empezó el proceso, se interrumpió, hubo avances, retrocesos, nuevas fórmulas revolucionarias seguidas de nuevas autocracias, y si algo debemos agradecer a la última tiranía, fue la oportunidad que nos dio en el exilio y en la cárcel, a los dirigentes de las corrientes políticas más contradictorias, de encontrarnos, hablarnos, y sentir un deber común; y de allí la que yo considero la razón primordial del éxito que hasta ahora ha tenido el experimento democrático iniciado el 23 de enero de 1958: que en medio de nuestra lucha, que no ha cesado nunca, en medio de la contradicción de posiciones, de ideales, de intereses políticos, en medio aun de los antagonismos personales que a veces son factores que pesan terriblemente en la vida de los pueblos y que inexplicablemente se interponen en la marcha de una nación hacia su libertad y hacia su destino, en medio de todas estas circunstancias hemos logrado conservar el recuerdo de la privación de nuestra libertad y hemos logrado aceptar la idea de que hay algo que está por encima de todos, y de que el consenso no es unanimidad sino acuerdo en la disconformidad, acuerdo para ciertas cosas fundamentales que hay que mantener y preservar y que son de beneficio para cada uno, pero especialmente de beneficio para todos y de beneficio para el pueblo.

Esta mañana recordaba que el año más difícil de todo el experimento democrático venezolano fue el año de la provisionalidad. En 1958, entre el 23 de enero, fecha del derrocamiento de la dictadura y el 1º. de diciembre, fecha de las elecciones para Presidente y Congreso, sufrimos muchas calamidades, experimentamos muchos acontecimientos peligrosos, sentimos en más de una ocasión que todo el esfuerzo estaba a punto de perderse. Dentro de esos meses transcurridos del 23 de enero al 1º. de diciembre hubo dos intentos de golpes militares, uno de ellos de mucha significación y trascendencia, encabezado por el propio Ministro de la Defensa y por autoridades que ejercían el control de las Fuerzas Armadas en nuestro país; el 23 de julio de 1958 estuvimos viviendo una situación en que parecía que ya iba a dar al traste una vez más con el experimento democrático. Otro intento fue protagonizado por la propia unidad encargada de respaldar y custodiar a los miembros de la Junta de Gobierno. Tuvimos unos días, dos o tres, de tremenda tensión nacional e internacional, en la ocasión de la visita del Vicepresidente Nixon, de Estados Unidos, y fueron muy graves los acontecimientos que entonces se produjeron. Tuvimos que afrontar terribles problemas sociales y económicos que no querían esperar el tránsito hacia la normalidad para que se les enfrentara en una forma racional y sistemática. Hubo momentos en que se habló de una San Bartolomé de los inmigrantes italianos, portugueses y españoles que habían participado de un modo o de otro en el acontecer económico y político de los años de la dictadura y tuvimos que salir todos los dirigentes de los partidos, de los sindicatos, de los organismos estudiantiles, de los organismos empresariales, a recordarle a nuestro pueblo su tradición de hospitalidad y generosidad para que no se hiciera sujeto de una barbaridad.

Fueron, realmente, muchos los obstáculos; ensayamos vanamente poner a las fuerzas políticas de acuerdo para proponer un candidato de consenso que representara la unanimidad del país; como esto no fue posible lograrlo, hicimos el acuerdo al que se ha referido el doctor Walter Guevara Arze, suscrito en mi casa, por el cual nos comprometíamos los principales partidos a respaldar en el primer período de gobierno a aquél que obtuviera la victoria electoral y a gobernar juntos para afrontar también juntos esa primera experiencia y combatir los terribles males de Venezuela. Logramos un programa mínimo común que podía sintetizar en pocas páginas aquello que en medio de la diferencia ideológica, de la lucha de las diversas organizaciones partidarias, podía representar y representaba la exigencia inmediata fundamental del pueblo, que todos debíamos atender. Fue un año muy difícil, pero la fe no se perdió y no se perdió la visión de que todos teníamos la responsabilidad, la gran responsabilidad ante nuestro pueblo, de que no fracasara una vez más ese nuevo esfuerzo hacia la libertad.

Hoy, en momentos en que el país no ha resuelto en modo alguno muchos de sus problemas fundamentales, en que la propia dialéctica de la democracia lleva a veces a los grupos políticos a expresarse en forma desconsiderada respecto a los adversarios, hay quienes sentimos la obligación de recordar día tras día que la libertad no se conquista de una vez, sino que hay que conquistarla de nuevo cada día, pero que cuando se pierde es muy difícil y muy costosa especialmente para los que tienen menos culpa de su pérdida la empresa de su recuperación.

E insistimos en que la democracia política no basta y hay que buscarla a través de un modelo de sociedad que no puede ser la copia al carbón de las sociedades industrializadas ni puede repetir la historia de la Revolución Industrial, porque ni tenemos los medios para repetirla ni queremos repetirla tampoco, porque fue nutrida con muchas injusticias, con muchas acciones inhumanas, como la explotación del trabajo de las mujeres y los niños, como la explotación del trabajo de los esclavos, como la explotación de los pueblos sujetos a sistemas coloniales; que no queremos ni podemos seguir esta misma trayectoria, pero que debemos encontrar fórmulas realistas, inspiradas en los recursos que tenemos y conscientes de la zona de la humanidad en que nos encontramos y que puedan ofrecer a las generaciones futuras confianza en el destino de nuestros pueblos y la posibilidad de incorporarse de lleno a forjar la grandeza de nuestras naciones.

Pero estamos convencidos de que esta transformación estructural, de que esa democracia económica y social, es falso que se vaya a obtener a través de autocracias, de tiranías y de fórmulas de fuerza de un signo o de otro signo; la libertad es el motor, es el estímulo, la controversia pluralista entre los partidos políticos garantizados por parámetros razonables es el motor que nos puede ayudar a hacer un análisis certero, a encontrar los caminos que verdaderamente nos conduzcan a las metas que queremos obtener.

Yo pienso, señores Senadores y señores Diputados, que el experimento democrático venezolano, con todas sus imperfecciones, ha podido lograr estabilidad, ha podido lograr proyección optimista por tres elementos fundamentales: en primer término, la voluntad del pueblo; en segundo término, la conciencia del liderazgo en el orden político y en el orden sindical, de la importancia de la libertad para cualquier objetivo futuro; en tercer lugar, por la conciencia democrática de las Fuerzas Armadas, que no tienen tampoco, por qué vamos a negarlo, una historia pulcra y limpia. El Ejército Libertador no fue sino una ráfaga de luz, seguida por muchos episodios oscuros en la época de nuestra República.

Pero, en primer término, el pueblo que una y otra vez, cuando siente peligro de la libertad no atiende argumentos de otra especie sino que va decidida e impetuosamente al sacrificio, si es necesario, a reiterar su voluntad de vivir libre, con dignidad humana fundamentalmente. Los líderes, en medio de nuestras fallas, de nuestras faltas, de nuestros defectos, de nuestras imperfecciones, aprendimos la lección de la experiencia, para no olvidar que el sistema democrático tenemos que conservarlo todos y es nuestro deber respaldar a nuestros propios adversarios si por alguna circunstancia la voluntad del pueblo los invistió del título para gobernar. Quizás ha sido una fortuna para la democracia venezolana el que en dos ocasiones el gobierno haya pasado, no sólo de la mano de un Presidente a otro, sino de un hombre de partido a un hombre del partido contrario; y esa obligación que en definitiva tenemos, aunque nos duela, de respaldar a un gobierno que no nos gusta, de sostener en el poder a un partido que es nuestro adversario pero quien se ganó el derecho a gobernar porque se lo dio el pueblo, admitiendo y defendiendo al mismo tiempo la hipótesis seria y válida de que nosotros también podemos ejercer el gobierno si el pueblo nos lo da y tendremos el derecho de reclamar a los otros una conducta similar para respetar y respaldar nuestra autoridad, éste ha sido, sin duda, un elemento clave en la actual experiencia democrática de Venezuela.

Y las Fuerzas Armadas, que han sido y son un elemento fundamental, factor imprescindible para que el gobierno haya funcionado dentro de la constitucionalidad democrática. El haber podido lograr que la oficialidad se convenza de que no hay malquerencia, de que no hay dañada intención de causarles perjuicio, de que no hay desconocimiento de la elevada responsabilidad que el hecho de ser depositarios de las armas del pueblo les impone, para con ese mismo pueblo, para con la República y sus instituciones. Y el haber podido lograr que las Fuerzas Armadas recuperaran el respeto y el afecto de su pueblo, que ya no los veía como los ejercitadores de la tiranía o los aspirantes a tiranos, sino como los defensores de la patria, los defensores de las instituciones y el respaldo de sus derechos fundamentales, esto ha sido esencial y a mi modo de ver es algo de lo que no se ha meditado suficientemente en otros países de América Latina.

La literatura latinoamericana acerca de las Fuerzas Armadas ha oscilado entre el elogio desmedido y la imprecación más rotunda. O se les ha señalado como los causantes de todos los males o se les ha exaltado como los autores de todos los bienes; ni una ni otra cosa: son hombres como nosotros, con sus propios vicios y las propias virtudes que nosotros tenemos de nuestros pueblos. Han cometido muchos errores y han sucumbido a muchas tentaciones, pero también muchas veces hemos sido nosotros motivo o pretexto para que hayan abandonado su camino; y también a veces les hemos dado mal ejemplo en el ejercicio de la autoridad como para que después no tengamos derecho a reclamar.

El sentir de las Fuerzas Armadas que son tomadas en cuenta, que son respetadas, que son garantizadas, que pueden desempeñar su tarea profesional mucho mejor dentro de las instituciones democráticas cuando no están directamente involucradas en los problemas de gobierno y en las luchas políticas, yo creo que ha sido hasta hoy uno de los elementos fundamentales en la supervivencia del experimento democrático venezolano.

Esto que les estoy contando, como el hermano que le relata al hermano lo que le ha pasado en el tiempo en que han dejado de verse, no es la exposición de una  teoría, sino el resumen de una experiencia, de quien ha ejercido durante cinco años el honroso cargo de Jefe del Estado y en tal virtud tal como lo menciona la Constitución venezolana le correspondió ser Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.

Esa Comandancia me obligó en conciencia a penetrar en el interior de las Fuerzas Armadas, a entender su mentalidad, a comprender sus angustias y preocupaciones, a valorar sus méritos y a enfrentar los errores que pudieran cometer. Esa autoridad la ejercí yo y ha sido un elemento importante en la democracia venezolana el que el poder civil encarnado en el Presidente de la República, no ha fallado en su delicada función de mandar y de dirigir las Fuerzas Armadas. En algunos casos, enfrentando gestos, actitudes, posiciones inaceptables e incompatibles con la propia esencia de la institución armada, pero siempre dando a esa institución tan importante, como hay que dárselas a las demás instituciones del país, la seguridad de que hay una buena disposición de ánimo, de que no hay mezquindad ni perjuicio para que se le reconozca la importancia que tiene en la vida de la República y de que el poder civil está animado por el buen deseo de obtener para ella lo mejor posible.

Y los que digan que para ser libres hay que eliminar las Fuerzas Armadas se colocan muy lejos de la realidad universal. No conozco país donde, sea cual fuere el régimen político, las Fuerzas Armadas no jueguen su papel trascendental. El Comandante Fidel Castro cuando estaba en Sierra Maestra anunciaba la eliminación del Ejército: hoy, Cuba es quizás es el país más militarizado, con mayor número de efectivos, mayor importancia de las Fuerzas Armadas en América Latina. Esta verdad se impone por encima de las formulaciones abstractas, y podemos recorrer todos los continentes, y examinar todos los regímenes –desde las democracias tradicionales hasta las naciones de signo socialista para darnos cuenta de que van absolutamente descaminados los que no entienden la importancia de este factor en la vida de los pueblos.

Yo creo que en la experiencia democrática venezolana, (de la que nunca cantamos victoria, porque todos los días tenemos nuevamente que replantearnos los problemas y reformularnos nuestros propósitos y estamos conscientes de nuestras fallas y de nuestros peligros) los elementos básicos han sido: la voluntad del pueblo, sin la cual la democracia se disuelve, porque cuando el pueblo deja de creer en la libertad la libertad está a merced de cualquier episodio, de cualquier ambición; la actitud del liderazgo político y sindical, especialmente en los momentos críticos y en las situaciones difíciles; y en otras naciones de América Latina esto se ve también, como en los instantes de más grave situación de crisis, se olvida el pleito intenso que nos divide a todos y nos hallamos juntos para defender el patrimonio común; y la conciencia democrática de las Fuerzas Armadas que, como dije antes, es un elemento fundamental.

Hay quienes dicen que la democracia venezolana se sostiene por fuerza del petróleo; he respondido en más de una ocasión, que un análisis profundo me lleva a pensar que se sostiene a pesar del petróleo. No porque maldiga este don de la Providencia, del cual podemos obtener tantos beneficios, sino porque este mismo don es factor de muy graves peligros y sobre todo, ingrediente fácil para la corrupción, pródigo en tentaciones para el enriquecimiento fácil, para el olvido del trabajo diario, para el desconocimiento de los valores esenciales en la vida de los pueblos.

A países hermanos les he recordado que el petróleo produce dinero, pero no da empleo. La industria petrolera venezolana no le da ocupación permanente sino a un poco más de treinta mil personas. Nuestra población activa debe estar más o menos a nivel de siete millones y medio de personas. De la fuerza de trabajo, en más de cuatro millones doscientos mil, treinta mil personas obtienen trabajo directo a través del petróleo: el gran problema es el de crear mecanismos estables para que se pueda ofrecer ocupación permanente y remunerada a los otros cuatro millones ciento setenta mil seres humanos.

Y este problema se agrava porque la economía petrolera hace más difícil la economía campesina, la economía agrícola que fue siempre la sustancia de nuestra existencia y que debe ser objeto primordial de nuestra planificación para el desarrollo; y porque el fenómeno del urbanismo, que crea constantemente preocupación, crece a un ritmo superior al de las soluciones que se le ofrecen, y aumenta por la atracción que sobre otros países hermanos produce la visión de la moneda fuerte, la circulación del petro-bolívar, como nos han llegado a decir, que atrae y aumento esos hechos de marginalidad. A veces, cuando con mucha justicia nosotros obtenemos y defendemos en nuestro país la política de destinar parte de ese ingreso petrolero a aliviar un poco los problemas de países hermanos, surge el reclamo comprensible, pero que no podemos dejar que nos domine, de los habitantes de las barriadas marginales o de los caseríos lejanos, que exige se atiendan primero sus necesidades, que son prioritarias, dolorosas y urgentes.

Pero todas estas cosas, en definitiva, nos llevan a sentir más el mensaje de la integración que Bolívar nos legara y que estamos empeñados en realizar; a reunirnos, como nos reunimos con frecuencia, para discutir y analizar las necesidades comunes y adoptar las posibles soluciones, y por eso sentimos que la solidaridad es hoy más urgente que nunca. Esa solidaridad la orientamos también al estímulo del sistema democrático, porque el Preámbulo de nuestra Constitución establece para nosotros la obligación de sustentar el orden democrático como único irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos y favorecer pacíficamente su extensión a todos los países de la tierra. Favorecer pacíficamente la extensión del sistema democrático es nuestro deber, y especialmente para con nuestros hermanos, sin propósito de intervención y respetando de modo sacrosanto la soberanía de cada pueblo; y por eso hemos encontrado como maravillosa, dentro de ese léxico incomparable que tenía El Libertador, aquella expresión en una carta a O’Higgins, en que dice que lograda la independencia, tenemos que hacer de nuestra América «una Nación de Repúblicas». Una Nación, con un solo sentimiento de unidad y solidaridad, pero una Nación de Repúblicas, es decir, integrada por cuerpos políticos autónomos que se rigen por sus propias instituciones y por la voluntad de sus respectivos pueblos.

Señores Senadores, señores Diputados: este año de 1980 en que me ha correspondido atender la gentil invitación de ustedes, es precisamente el año sesquicentenario de la muerte de Sucre y de la muerte de Bolívar. El 4 de junio se va a cumplir siglo y medio del hecho bochornoso en que de la manera más criminal y alevosa fue segada la vida del Gran Mariscal de Ayacucho, y el 17 de diciembre se cumplirán 150 años de la muerte de Bolívar, que sin haber traspasado el medio siglo, dejó esta existencia humana y con ella un mensaje de unidad y de fe en nuestra América.

La última función política que desempeñó el ex Presidente de la República de Bolivia, Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho, fue la de Presidente del Congreso de Colombia, que Bolívar llamó «Admirable» y que tenía la responsabilidad, desgraciadamente no alcanzada, de mantener la unidad de la Gran Colombia. No sé por qué he pensado que esta circunstancia le da un sentido especial a la responsabilidad de los parlamentarios. Sucre, libertador, héroe, presidente de la nueva República que llevaba el nombre de El Libertador, ocupa la presidencia del Congreso como un cargo de dignidad, de honra y de gran responsabilidad. No pudo lograr, como Presidente del Congreso Admirable, los éxitos fulgurantes que tuvo en el resto de su vida pública. Pero nos dejó un motivo para meditar en el importante papel que los parlamentos, a pesar de sus defectos y de sus fallas, tienen en la orientación y en la vida de nuestros pueblos.

Los países de América –y especialmente Bolivia y Venezuela se aprestan a rememorar a los ciento cincuenta años de su muerte, a aquellas dos excelsas figuras. Yo quisiera en estos momentos y para terminar mis palabras, rendir homenaje, no al Sucre Gran Mariscal de Ayacucho, no al Sucre Presidente de la República de Bolivia, sino al Sucre parlamentario, al Sucre Presidente del Congreso Admirable, que dedicó sus últimos esfuerzos, los más dolorosos de su vida, a tratar, a través de la representación de los pueblos, de lograr la unidad y el fortalecimiento institucional que estamos obligados a construir ahora, y con la autoridad en el mundo que nos incumbe por mil títulos y que corresponde al derecho y al deber que ellos nos legaran.

 

Señores Senadores, señores Diputados.