Memorias Miguel Ángel Burelli Rivas

Rafael Caldera visto por Miguel Ángel Burelli Rivas

Testimonio de Miguel Ángel Burelli Rivas, Canciller de la República durante los cinco años del segundo gobierno de Rafael Caldera, tomado de sus memorias, En Primera Persona, Caracas, Grijalbo, 2010, aparecidas después de su fallecimiento.

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Por lo pronto, señala algo que ha de tomarse en cuenta en el punto de partida:

«Entre el doctor Rafael Caldera y yo no habían ocurrido coincidencias políticas, antes bien, era notoria nuestra rivalidad como contendores por la Presidencia en 1968. Manteníamos, sí, una buena amistad personal y aprecio y respeto recíprocos. No acepté cargo alguno de su primer Gobierno, y lo combatí constantemente; en 1983, cuando me invitó a apoyarlo en su nueva candidatura, le expresé que no ganaría esa vez y que pasaría de ex presidente a ex candidato» (p. 501).

Antes (p. 500), había recogido la singular manera de su designación a la Cancillería:

«Continué, entretanto, —narra— mi campaña por la Secretaría General de la OEA y fui enviado por el Gobierno de Ramón J. Velásquez como jefe de la Misión para la transferencia del mando en Honduras. Estaba allí cuando me llamó el presidente Caldera, para pedirme que lo visitara a mi regreso».

«No me ofreció el Presidente electo cargo alguno en la forma en que tradicionalmente ello se hace. Apenas nos saludamos, expresó: «Buenas relaciones con Colombia; buenas relaciones con Brasil», y entendí que sería su ministro de Relaciones Exteriores, por lo cual entramos de lleno en las particularidades del caso».

«Acepté, por supuesto y, sin expresárselo en el momento, lo agradecí, pues además de que no esperaba servir más cargos públicos y no tenía él compromiso alguno conmigo, esa posición es, en mi concepto, la segunda del Gobierno de la nación, la más distinguida después de la Presidencia y era honroso servirla bajo un presidente indudablemente honorable».

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Se refiere entonces al modo de trabajar:

«Cuando fui candidato a la Presidencia pensé bastante sobre la selección del Gabinete que tendría en caso de ganar y sobre la mecánica en mis relaciones con él, por ello quise saber del nuevo Presidente cómo sería su comunicación con los ministros (…) De allí que preguntara al doctor Caldera cómo pensaba iniciar su trabajo con los ministros. Con esa seguridad con que él decide todo, me contestó, como para que no habláramos más del tema: «Yo recibiré religiosamente la Cuenta todas las semanas»» (p. 501).

Tras unas observaciones sobre el Consejo de Ministros, nutridas de sus experiencias en diversos períodos, expresa:

«Pero, en fin, el doctor Caldera tenía su propio estilo, probado ya, además, y desde las primeras reuniones se estableció un nuevo modus operandi que no falló una sola vez: meticuloso, de notable memoria y de atención particular sobre los detalles, la Cuenta se iniciaba en su carpeta, donde tenía apuntes, papeles y preguntas sobre los temas de cada despacho. Esa regularidad del presidente Caldera era impresionante, y su memoria implacable apabullaba a cualquier ministro que no estuviera atento. Por lo demás, es Caldera de esos presidentes cuya decisión parece definitiva y comunica al ministro la sensación de seguridad con que actúa» (p. 504).

Ahora bien, tómese nota de su apreciación sobre el estilo y la actitud del Presidente:

«El estilo del presidente Caldera era el más formal posible y, si se quiere, el más limpio, pues nadie se podía llamar a engaño al trabajar con él. Preciso, parco, enterado, uno advertía siempre, como me pasó a mí, que en él prevalecía el interés de servir al Estado sobre cualquier otra consideración. A veces comentaba: «Esa persona se expresó una vez muy mal de mí, pero si usted cree que conviene, proceda». Era para facilitarle alguna ayuda, para utilizarla en un cargo, para reconocerla de algún modo. La conciencia de Estado no abandonaba jamás a Caldera, y procedía pensando en lo que al país convenía, con evidente respeto por las ideas del ministro. Una vez me contradijo respecto de un requisito legal, en relación con el Congreso. Al averiguar que yo tenía razón, se deshizo en excusas».

«Procuraba, por la naturaleza de los asuntos que yo manejaba, darle información de lo importante que tenía entre manos, y, no pocas veces, en varias llamadas al día. Cuando, informado de todo me autorizaba un paso o me daba una solución, sentía yo la seguridad más absoluta, porque él no se retractaba, y, por el contrario, se resteaba hasta el final con su ministro; y conste que hubo oportunidades de que se pusiera a prueba su temperado carácter, lo cual permitió una excelente relación diplomática con Colombia, por ejemplo» (p. 506).

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Recojamos por fin, entre los muchos temas de interés, unas apreciaciones sobre los viajes:

«No era particularmente entusiasta de los viajes internacionales el presidente Caldera. Entiendo que ello descansaba en dos razones: su preocupación porque la agresiva y desconsiderada opinión pública no comprendiera esos viajes que hoy por hoy realizan todos los Jefes de Estado en la diplomacia directa que la globalización y las modalidades de la época imponen; y en segundo lugar, por el deseo de estar física e intelectualmente en el día a día de una administración que tanto celaba; porque lo cierto es que Caldera no olvidó un minuto que era el Jefe del Estado, y no fue ni ligero ni trivial, ni descuidado a ese respecto un solo instante, así en la calle la preguntara a uno la silvestre malevolencia, si era verdad que Caldera no recibía Cuentas o que se le olvidaban los asuntos, o descansaba mucho».

«A no pocos amigos que al visitarme repetían aquello de que «no tenemos Gobierno», «el Presidente no existe ni se siente» y «no habla nunca», yo les respondía: «Pero está aquí, toda vez que no conocí a otro Presidente más metódico y exacto en el despacho oficial con los ministros, y si no habla a cada rato es porque no parece buena política la de un Presidente asomado cada rato a la radio, la televisión y la prensa»; y me permití observarles que ni López Contreras ni Medina hablaban a cada rato al país» (p. 554).

 

Miguel Ángel Burelli Rivas (1922-2003) tuvo una larga y distinguida carrera pública. Fue Director de Política y encargado del Ministerio del Interior en el tiempo de la Junta de Gobierno (1958-1959), Ministro de Justicia (1964), Embajador en Colombia (1965-1967), en Londres (1967-1968), en Washington (1974-1976), Candidato Presidencial en 1968 y 1973, Canciller de la República (1994-1999).