La Rebelión de los Náufragos y sus contradicciones…

Por Andrés Caldera Pietri

Desde hace algún tiempo, los seguidores y admiradores del expresidente Carlos Andrés Pérez (CAP) han intentado construir una matriz de opinión con la tesis de que una conspiración de notables y políticos fracasados, movidos por odios personales y ambición, cobraron sus cuentas pendientes y lograron sacar a CAP de la Presidencia de la República.

Ello va de la mano con la defensa del Gran Viraje o Programa de Apertura y ajuste económico, que puso en ejecución Carlos Andrés Pérez al apenas haber asumido su segunda presidencia, como si el resultado de esta venganza terminó con él y su plan de reformas y culminó en una gran frustración para el país y, subsecuentemente, caímos en el régimen actual.

Es usual encontrarse, en medio de las pasiones de la Venezuela de hoy, conversaciones sobre política en las cuales se hacen juicios muy livianos sobre nuestro pasado reciente, en los que se distorsiona la verdad histórica.

Hace aproximadamente cuatro años apareció el libro La rebelión de los náufragos, que reúne un conjunto de entrevistas muy bien logradas —que hacen al lector muy interesante y agradable su lectura— y que se ha convertido en la referencia continua de los seguidores de CAP para validar su tesis. Sus afirmaciones llevan a la conclusión de que la defenestración de Carlos Andrés Pérez, obra de políticos resentidos, abrió el cauce a la antipolítica y a la vuelta del militarismo en el país. Con ello se pretende convertirnos en sujetos manipulados a través de una distorsión histórica, siendo La rebelión de los náufragos su pieza clave.

Lo paradójico es que en la lectura del libro se encuentran afirmaciones con las cuales se puede construir la negación de la misma tesis que se nos pretende imponer y es lo que me propongo hacer ver a continuación.

Por otro lado, en el libro se sugiere la falsa idea de que Rafael Caldera estaba al frente de esta presunta conspiración. Como hijo suyo y testigo presencial de muchos de los hechos que ocurrieron durante ese período histórico, en el que fui su coordinador de campaña electoral y ministro de la Secretaría —en los dos primeros años de su segundo gobierno—, puedo dar fe de lo contrario.

Estas notas, que he dividido en dos partes: una, extrayendo del texto las contraargumentaciones a la tesis que ha venido circulando en el país; y, dos, la réplica a las acusaciones que se le hacen a Rafael Caldera y que desvirtúan su figura histórica, espero sean de utilidad a todos aquellos que —habiendo leído o no el libro— se vean envueltos en discusiones sobre el tema y pretendan llevarlas a un terreno de mayor objetividad.

Poco servicio le hacemos a la memoria del país si intentamos simplificar momentos históricos tan complejos o promovemos una interpretación sesgada o distorsionada de los mismos y, peor aún, argumentando hechos falsos.

La discusión serena para llegar a la verdad es lo que debería interesarnos a todos los venezolanos, por igual.

Primera Parte

Había dos programas de gobierno

La escritora dice: «Pérez venía de hacer una campaña electoral innovadora, vistosa, de mucho lustre… Y la gente compró esa imagen que se fundía y confundía con la evocación de lo que había sido su primer mandato… y no faltaron los que creyeron que iba a darse un brinco al Primer Mundo… Al votar en masa por Carlos Andrés Pérez se había votado por un retorno brusco y acelerado a la Gran Venezuela, a la era de Pérez I…» (pp. 55 y 106). Al mismo tiempo señala: «En los últimos dos años en Venezuela habían ocurrido más de cien huelgas, las manifestaciones estudiantiles habían recrudecido, los ahorros del Estado se habían agotado y en todo el territorio escaseaban los alimentos» (p. 55). Por su parte, Moisés Naím afirma que: «En su programa de gobierno no aparecía nada de lo que después se hizo. De hecho, si hubiera aparecido, no hubiera ganado» (p. 86). Y Miguel Rodríguez Mendoza dice: «uno no habla de las cosas malas en las campañas… quien tenía la voz cantante en lo que podrían llamar un programa alternativo no era ninguno de los protagonistas aparentes, sino Pedro Tinoco. Él era el principal asesor económico de Carlos Andrés» (pp. 90 y 91). Reinaldo Figueredo, por muchos años su secretario privado y mano derecha, dice: «Más que participar en el programa de gobierno de Carlos Andrés Pérez, participé en absolutamente todo. Yo manejaba la oficina que tuvimos en Torre Las Delicias y después me fui con el comando para Los Chorros; yo era el que coordinaba el equipo que teníamos tanto para hacer la política interna como para la política internacional. Y yo veía cuál era el programa que se estaba haciendo. Estaba en todo, todo… Pero paralelamente estaba otra gente, había otra gente… O sea: había un doble juego, y yo nunca he sido partidario de un doble juego… quienes durante la campaña habían hecho el programa no fueron colocados en las posiciones para su ejecución, sino que en su lugar fueron colocados otros que no tenían absolutamente nada que ver con ese programa y que no creían en él» (p. 137). Humberto Celli cuenta, a su vez, un relato que le hace Héctor Silva Michelena en São Paulo de lo que le ocurrió con Américo Martín al mostrarle el programa de gobierno de Carlos Andrés Pérez, en la campaña electoral de 1988. Américo le dijo: «ese no es el programa de Carlos Andrés… el verdadero programa lo están redactando Pedro Tinoco y Miguel Rodríguez» (p. 65). A lo que agrega Héctor Alonso López, uno de sus delfines: «un programa que aseguraban se les había mantenido oculto durante más de un año de campaña electoral, un programa en el que —estaban segurísimos— algo habría tenido que ver la mano oculta de Pedro Tinoco… ¡qué brío!, ponerlo en el be-ce-ve. Zamuro cuidando carne…» (pp. 77 y 78).

El país no estaba preparado para la terapia de shock que se aplicó

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Reinaldo Figueredo dice: «No es posible aplicar una terapia intensiva de este tipo a un país que ya viene con diez años de deterioro económico. No están dadas las condiciones para un ajuste de este tenor… es cierto, existía la Carta de Intención con el Fondo Monetario Internacional, pero las medidas económicas que se adoptaron fueron más allá de la Carta…» (pp. 133 y 135). Teodoro Petkoff, al referirse al tema dice: «estos jóvenes tecnócratas simplemente pensaban que bastaba con tener razón desde el punto de vista de las fórmulas económicas para que la gente aceptara las políticas, pero resulta que así no es la vida… Aquello fue manejado de una manera muy torpe por alguien que pensaba que su propio carisma era suficiente…» (pp. 310 y 311). Gabriela Febres-Cordero es muy contundente: «Carlos Andrés, a pesar de que en su primer gobierno había vendido muy bien su programa, en la segunda presidencia no lo hizo. No lo supo comunicar políticamente. ¿Por qué no lo vendió? ¿Se sobrestimó? ¿Sintió que no tenía el conocimiento profundo para poderlo defender directamente porque era un esquema totalmente distinto, y no terminaba de entender por completo lo que significaba? ¿Cuál fue la razón de fondo para que él no saliera a venderlo y a defenderlo? Pienso que no lo podía vender porque él mismo no estaba claro… si tú le decías: explíquemelo, recítelo, no podía…» (p. 173).

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Ibsen Martínez, refiriendo su encuentro con Carlos Andrés Pérez en su casa de Oripoto, dice: «él nunca admitió errores de ejecución en el plan de reformas económicas» (p. 270). Héctor Alonso López lo refiere de esta manera: «Él era muy autosuficiente; ahí es donde digo que se sobreestimaba…» (p. 78). Teodoro Petkoff, lo refiere así: «… Pérez gana las elecciones con un país que pensaba que volvía la Gran Venezuela, ¿y qué era la Gran Venezuela? El derroche del primer gran boom petrolero… El país, por supuesto, que está esperando otra cosa, recibe la noticia en medio de una toma de posesión fastuosa, ¡faraónica!, que costó una bola de millones de bolívares, y ahí Pérez comenzó a derretirse…» (p. 310). La escritora lo refiere así: «De la euforia y excitación que se vivió a principios de febrero con motivo de la Coronación, la sociedad venezolana, como si fuera bipolar, pasó de manera brusca a la neurosis y la desesperanza» (p. 83).

Acción Democrática no estaba convencida de la conveniencia de las medidas

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Ibsen Martínez, al comentar la misma reunión con Carlos Andrés Pérez, dice que «su discurso era que había habido una vasta conspiración de venezolanos mediocres que quisieron ponerle fin a un intento de reforma económica» (p. 270) o, como dijo en su discurso de despedida en Miraflores, «Nunca una coalición fue tan disímil… Rostros de derrotados o frustrados que regresan como fantasmas o como espectros, predicando promesas mágicas de resurrección… Es como la rebelión de los náufragos políticos de las últimas cinco décadas. Los rezagos de la subversión de los años sesenta. Con nuevos reclutas…» (p. 433). La escritora, comentando la entrevista a Reinaldo Figueredo, dice: «en el seno del gobierno coexistieron —o Pérez quiso que coexistieran— dos concepciones distintas de ver la economía y la política del país… no todos dentro del gabinete económico estaban a favor del viraje», y los nombra: «Eglée Iturbe de Blanco y Celestino Armas… Roberto Bobby Pocaterra… Fanny Bello… A ellos se les podían sumar Alejandro Izaguirre y Armando Durán» (pp. 137, 138 y 139). Teodoro Petkoff dice: «Carlos Andrés Pérez había puesto en práctica un programa de ajustes fondomonetarista, y el partido, que es un viejo partido populista educado en la idea del estatismo distributivo, estaba en franco desacuerdo con la política de Pérez» (p. 305), lo que confirma Humberto Celli, a la época secretario general de AD: «Eran políticas que podría haber aplicado cualquier otro gobierno, quizá un gobierno desarrollista, un gobierno de COPEI, un gobierno yo no sé de quién más, pero no uno de Acción Democrática» (p. 66). Para terminar, la sentencia de Argelia Ríos: «A Pérez lo tumbó Acción Democrática» (p. 48).

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También estaba la percepción que generaban los tecnócratas de su gobierno. Paulina Gamus dice: «… la actitud de ellos era de prepotencia; los famosos tecnócratas tenían un desprecio profundo por Acción Democrática» (p. 57). Otra persona, de identidad reservada, lo dice de esta manera: «… es que la actitud de los tecnócratas era tan, tan arrogante… Con eso no estoy justificando lo que hizo el partido con Pérez, pero es que ellos eran tan prepotentes…» (p. 164); o como lo refiere David Ustáriz, adeco militante: «… los equipos de los recién llegados eran tan especialistas, tan desconocidos y tan recién llegados como sus jefes. Nunca habían ocupado una plaza en la administración pública… pero llegaron pavoneando…» (p. 163). El propio Moisés Naím lo confiesa: «Eran muy pocos los políticos o los líderes del país que entendían o hacían el esfuerzo de entender la naturaleza de las reformas o la lógica detrás de lo que se estaba tratando de hacer. Aunque, en justicia, también hay que reconocer que los tecnócratas de la economía explicábamos las cosas muy mal. Hablábamos en un idioma difícil de entender…» (p. 123).

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Moisés Naím, quien confiesa haber votado en las elecciones presidenciales de 1988 por Eduardo Fernández (p. 86) dice, sobre el programa de ajustes: «Ese debate de shock versus gradualismo, en realidad, era un debate absolutamente hipócrita, tendencioso y teatral. No había la opción de hacerlo de manera diferente» (p. 126). Eduardo Fernández, por su parte, dice: «Cuando empezó a aplicarse el paquete, había muchas medidas que se parecían a las que yo había propuesto como candidato presidencial, solo que había que llevarlas con un esquema un poco más gradual…» Y en seguida agrega: «Yo le advertí al presidente Pérez y él me contestó… estas medidas no las pueden aplicar en América Latina sino dos gobernantes, el general Pinochet por la fuerza de sus bayonetas, y yo, por mi liderazgo personal». (p. 239).

Se desconoció el hecho de que el país estaba a punto de una explosión social

Dice la escritora: «En noviembre de 1988… la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) presentó un estudio hecho en cinco ciudades en donde se resaltaba el alto grado de insatisfacción que latía en la sociedad… estimaban que las Fuerzas Armadas no serían capaces de manejar un eventual estallido popular… diez días antes de finalizar el mes de febrero (1989), nuevos informes de Inteligencia hablaron de crisis de expectativas…» (pp. 106 y 107). Sigue la escritora: «A mediados de febrero, analistas militares de la DIM reactivaron sus avisos… El chispazo podía venir de cualquier lado… se habló de desobediencia civil…» (pp. 108 y 109). Armando Durán, al referirse a los hechos de febrero de 1989, dice: «Aquello fue una explosión, una explosión de rabia social espontánea, porque nadie la organizó» (p. 105). Eduardo Fernández, dice: «… el paquete pudo haber sido el detonante, y algunos errores que se cometieron, pero el 27 de febrero es producto de una indignación que había…» (p. 238); y más adelante: «Pérez tenía un problema, tenía una sobrevaluación de sí mismo y pensaba que podía manejar la crisis, y de repente llegó el momento en que la crisis se lo llevó por delante» (p. 239). Paulina Gamus dice: «El quiebre de la ilusión democrática no fue con el golpe de febrero de 1992, sino fue con el 27 y 28 de febrero de 1989» (p. 118).

Se desconocieron los signos de insurgencia que había en el interior de las Fuerzas Armadas

Beatrice Rangel, al referirse al golpe del 4 de febrero de 1992, dice: «Los reclamos de todo tipo por agua, tierras, pasaje, precios —entendieron— formaban parte de un plan, y conformaban pasos importantes dentro de una componenda a la que se habían prestado gente y grupos que, aprovechándose de las necesidades y demandas populares, soliviantaron los ánimos y calentaron el ambiente en vísperas de un eventual levantamiento en armas…» (p. 251). La escritora, al referirse a la situación del país en 1992: «En la segunda quincena de enero los disturbios estudiantiles arreciaban y los transportistas volvieron también a quejarse… En los últimos tiempos, las huelgas y las protestas —que llegaron a ser más de dos mil en los doce meses anteriores— pasaron a formar parte de la vida cotidiana…» (p. 193). Dice la escritora: «Pero el 22 de enero de 1992, en la reunión con el alto mando militar, resulta que el director de la DISIP presentó un nuevo informe… insistía sobre el mismo grupo de oficiales que supuestamente se quería levantar desde 1989, y que en julio pasado él había ascendido a tenientes coroneles, encargándolos de manejo de tropa, en vez de relegarlos a atender farmacias y economatos. ¿Cómo era posible? … él mismo había autorizado la entrega de batallones a los eventuales conspiradores» (p. 197). La escritora, al referirse al episodio del nombramiento del general Fernando Ochoa Antich como ministro de la Defensa, dice: «Se tenían dos claros aspirantes… el general Carlos Santiago Ramírez y el general Ochoa Antich… A uno, supuestamente lo promovía el grupo cercano a Cecilia Matos y al otro, el de la primera dama o, como también lo llamaban, el grupo de La Casona»; y más adelante: «…lo que sí luce obvio es que el general Ochoa Antich no gozaba de ascendencia sobre una buena parte de sus subordinados inmediatos. Si no, no podría entenderse que al parecer fuese el último en enterarse de la insurrección». Y agrega: «… Ramón Santeliz Ruiz, que es compadre de Ochoa y es el que fue a negociar la rendición; él sí estaba en la conspiración…» (pp. 227 y 228). Sigo con la escritora: «… en noviembre de 1989, en vísperas de las elecciones regionales… salió a relucir la componenda que estallaría el 3 de diciembre… Fue por esas fechas cuando las paredes y el propio Presidente oyeron por primera vez los dos nombres y los dos apellidos del hombre que trabajaba en la acera de enfrente, en el Palacio Blanco, haciendo de ayudante personal del general Arnoldo Rodríguez Ochoa… pero se libró del consejo de investigación gracias a las mediaciones de Rodríguez Ochoa y, en especial, de Jesús Carmona, el ministro de la Secretaría de esa época…» (p. 217). El mismo Jesús Carmona estaría nuevamente en el Gabinete de Pérez, en mayo de 1993, ocupando la cartera de Relaciones Interiores, tal como lo confirma la escritora (p. 427).

Apenas se mencionan los efectos negativos del programa de ajuste económico

El trágico impacto que tuvo en la población —especialmente de clase media— el alza de las tasas de interés, se refiere en el libro solo de manera referencial al narrar la reunión del gobierno con el Comité Ejecutivo Nacional de Acción Democrática (máximo organismo del partido), en La Casona, el 10 de febrero de 1989, para la presentación oficial del plan: «La mayoría tenía sus reservas y algunos pocos se atrevieron a expresar sus dudas… ¿Qué pasará con las cuotas mensuales de un apartamento si se aumentan las tasas de interés?» (p. 76). En efecto, muchos venezolanos estuvieron en peligro de perder sus viviendas por el aumento de las cuotas hipotecarias, al punto que motivó la aprobación de la Ley del Deudor Hipotecario en agosto de 1989, promovida por la senadora copeyana Haydée Castillo de López. Tampoco se hace referencia en el libro a la gigantesca crisis bancaria generada al final del período, en 1993, como consecuencia de las altas tasas de interés y la falta de supervisión adecuada en el sector. Solo narra la escritora que «A mediados del año 1991… Venezuela, además de mostrar una recuperación económica, evidenciaba tranquilidad política… El golpe de Estado de febrero de 1992 fue el primer campanazo. En abril de ese año el gobierno tuvo que suspender una emisión de bonos… El déficit crecía… y, en efecto, después de la asonada, se vio que el entorno era otro: se disparó el dólar, las tasas de interés llegaron a las nubes y el déficit público terminó el año bordeando seis por ciento del producto interno» (pp. 410 y 411). Ricardo Hausmann dice: «Teníamos un déficit fiscal importante… Y por ahí, por los meses de diciembre de 1992 y enero, febrero de 1993 estuve, todas las semanas, tomando decisiones de recortes… Yo quería un acuerdo con el Fondo Monetario… y que eso nos permitiera bajar las tasas de interés…» (p. 412).

 

¿Por qué tanta prisa en hacer la rectificación presupuestaria al iniciarse el período presidencial?

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Al referirse a la causa que genera el juicio al Presidente Pérez, la escritora cita a José Vicente Rangel: «Con fecha 22 de febrero de 1989 (8 días hábiles después de asumir CAP la Presidencia de la República) aprobó el Presidente en Consejo de Ministros una rectificación… por la suma de Bs. 250.000,00… convertida en dólares por órgano de RECADI… logrando la cantidad de US $ 17.241.379,31. Con fecha 12 de marzo de 1989, el Presidente aprobó la eliminación de la Oficina de Cambio Diferencial (RECADI)… Esta fue la última operación de RECADI.» (p. 351). Luego dice: «… estaba muy sembrada en la opinión pública [la idea] de que los dineros fueron usados para algún fin non sancto… la hipótesis que predominó, la que se dijo, se repitió y se exprimió como una naranja era que los recursos habían sido malversados, habían sido utilizados para algo indebido.» (p. 371).

Luego, al referir el conflicto planteado por la intervención del Ministerio de la Secretaría en el manejo de esta partida —cuando este le corresponde totalmente al Ministerio de Relaciones Interiores—, relata la escritora: «… la angustia de Reinaldo Figueredo, ex ministro de la Secretaría, cuando en el interrogatorio de los diputados lo confrontan con la declaración que había dado Barreto Leiva, su otrora subalterno, quien había asegurado que fue en Relaciones Interiores donde el administrador de ese despacho le había suministrado, primero, quinientos mil dólares y, luego, dos millones de dólares más que se necesitaban con urgencia en Secretaría… ¿Por qué Oscar Barreto Leiva, director de Administración de la Secretaría, se tomaba esas facultades? … Barreto era muy allegado a Carlos Andrés Pérez, había sido edecán en el período 1974-1979 y una vez Pérez termina ese mandato pide la baja con el grado de teniente coronel. Según cuentan pasó a formar parte del staff político del en ese tiempo ex Presidente…» (pp. 384 y 385). No se entiende por qué se justifica la participación del Ministerio de la Secretaría en el manejo de la partida secreta significando que Figueredo «contrató una empresa alemana reconocida en el mundo del blindaje… y todos los ventanales y vidrios del despacho del Presidente se mandaron a resguardar con esa empresa… Es posible que de ahí arranque el apuro y la actuación de los funcionarios de la Secretaría de la Presidencia…» (pp. 384 y 385). Digo que no se entiende porque la partida secreta corresponde a gastos que por su naturaleza y en razón del interés del Estado son considerados «secretos». Un blindaje de vidrios del despacho presidencial, que debe haber sido costoso, no tiene por qué haber sido pagado con dinero de la partida secreta. Más bien debe haber requerido la presentación de varios presupuestos y, en caso contrario, la justificación de la contratación de una empresa en particular. Seguramente ese gasto debe constar en las actuaciones de la Contraloría Interna del Ministerio y de la Contraloría General de esa época. Por cierto, ya anteriormente habíamos encontrado en el libro una afirmación en el mismo sentido: «Nunca antes una compra millonaria había sido tan justificada o tan bendecida. Los vidrios que Reinaldo Figueredo había mandado instalar en los primeros días del gobierno cuando era ministro de la Secretaría, son los que cubren al Presidente y a los que se encuentran a su lado» (p. 207).

Tampoco se entiende por qué al final de este episodio sobre la partida secreta: «… la Corte Suprema de Justicia termina condenando a restituir a la República la suma de US $ 605.295…» (p. 439) por malversación de fondos, por haber sido utilizados en el pago de escoltas enviados para proteger a Violeta Chamorro, nueva presidenta de Nicaragua. Transcurre más de un año entre la rectificación presupuestaria (1989) y el gasto que genera la condena (1990). Aparte de no ser usual el utilizar fondos de un año fiscal en el siguiente, ¿podrían tener en mente este gasto cuando hicieron la rectificación en el primer Consejo de Ministros? Así lo observa la escritora, al hacerle una pregunta al doctor Alberto Arteaga: «La rectificación presupuestaria fue en febrero de 1989. Un año después es que eligen a Violeta Chamorro y un año y dos meses más tarde es que ella toma posesión.» (p. 357).

Teodoro Petkoff, en El Diario de Caracas, dice: «Pérez llega a juicio por un gazapo que se le escapó. Pero lo que se juzga no es el destino de los 250 millones de bolívares, sino una política completa, un estilo de gobierno, un comportamiento público. El país ya sentenció: quiere revocarle el mandato… Le toca a la Corte Suprema de Justicia hacer posible que el derecho de revocar el mandato a un gobernante felón sea ejercido» (p. 425).

Por otra parte, aunque se habla varias veces de una «componenda», se pasa por alto que el Fiscal General, Ramón Escovar Salom, como lo dice la misma escritora, «… se convirtió también en verdadero fustigador de las actuaciones de la Corte Suprema de Justicia… acusándola de estar politizada y de actuar con lentitud… Llegó incluso a señalar, en los días posteriores al 4-F, que la Corte era desestabilizadora…» (p. 392). Como lo asegura Alberto Arteaga Sánchez: «… yo creo que la actuación de Rodríguez Corro y del tribunal fue más circunstancial. Yo creo que fueron coincidencias. No creo que Rodríguez Corro estuviera en ese grupo, porque además había un enfrentamiento entre Fiscalía y Corte Suprema. Entre ellos no había ningún entendimiento. Yo creo que fueron las circunstancias…» (p. 363). O, como lo dice Ricardo Hausmann: «…Había tanta gente en contra del gobierno en ese momento…» (p. 414).

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Un cabo suelto aparece en el libro, que pareciera habérsele escapado a la escritora cuando transcribe el cuestionario que le hiciera a José Vicente Rangel y que este nunca contestara, al hacer esta afirmación: «¿Sabía usted que entre febrero y marzo de 1993 dos personas llegaron a Miraflores y colocaron sobre el escritorio presidencial dos carpetas —dos expedientes, decían— con información confidencial que proponían que fuera utilizada para contrarrestar o por lo menos neutralizar las acusaciones por el caso de la partida secreta, pero que Pérez supuestamente rechazó utilizarlas? ¿Sabía usted que una de las carpetas llevaba el nombre de Ramón Escovar Salom, y la otra, el de José Vicente Rangel?» (p. 377).

¿De dónde sacó esta información la escritora? ¿Quién se la dio? ¿Cómo la confirmó?

CAP, Cecilia Matos y la corrupción

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Carolina Pérez Rodríguez dice que su papá le negó el permiso para aceptar que Alegría Beracasa le pagara unas clases para esquiar en nieve cuando estudiaba en Francia, «porque lo que doña Alegría le dé, su esposo me lo puede pedir a mí en favores» (p. 29). Cecilia Matos, para diferenciarse de Blanca Ibáñez, dice en el libro: «No necesitaba aviones de la Presidencia. Yo tenía el avión de Armando De Armas, y cada vez que quería ir al exterior llamaba a De Armas y De Armas hacía venir su avión, me recogía y me llevaba a Rusia, donde tenía una reunión, o a Suiza, donde tenía una reunión. Adonde fuera» (p. 320). También Héctor Alonso López, para afirmar que Carlos Andrés sí tenía los deseos de lanzarse nuevamente a competir por la Presidencia, dice: «Pasó un tiempo y un día me llamó desde Nueva York y me avisó que iba a venir a Venezuela, específicamente a Santa Bárbara del Zulia, para cumplir un compromiso. Armando De Armas, que era amigo de él, le mandaría un avión para llevarlo hasta allá directamente» (p. 37). También dice la escritora: «Después del 4 de febrero de 1992, Cecilia Matos prácticamente no vive en Venezuela… Había acompañado a CAP al Foro Económico Mundial pero… no había regresado con él, sino que había esperado por la aeronave del empresario Armando De Armas en Francia» (p. 322).

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Carolina Pérez Rodríguez dice: «… si no es corrupto por lo menos es cómplice… Él tenía que haberse dado cuenta de qué estaba pasando… ¿De dónde sacaba Cecilia Matos la plata para vivir donde vivía? ¿Quién se la daba? ¿Por qué se la daban? En inglés hay un dicho que reza: there are not free lunches. Si a ti te están dando algo es porque algo esperan recibir de ti. Ahora bien, ¿Carlos Andrés Pérez no se dio cuenta? ¿Sí se dio cuenta? (pp. 29 y 30). En la narrativa de la escritora, dice: «Ya para finales de 1992 habían salido a relucir el apartamento en Sutton Place, Nueva York, valorado en poco más de ciento cincuenta mil dólares…» (p. 321). Cualquiera que medianamente conozca la Isla de Manhattan sabe que Sutton Place es uno de sus lugares más lujosos y cualquier apartamento, por pequeño que sea, vale varias veces esa cantidad. Carlos Blanco dice: «Yo no tengo la menor duda de la honradez de Pérez… Yo sí creo que en su primer período en la Presidencia trató de imponer grupos económicos… Los doce apóstoles. Pero, hoy en día, de su honradez personal, no tengo duda… Los dirigentes políticos tienen unas relaciones incestuosas con el mundo empresarial… zonas oscuras en las cuales uno no sabe, al final, quién le debe qué a quién… un empresario que tiene relación con el Estado, no se está al cabo de decir si el regalo que le hace al jefe político y su éxito en su actividad comercial no forman parte de lo mismo…» (pp. 321 y 322). Ricardo Hausmann recuerda que «una mañana, su secretaria le avisa que tiene una visita: el editor del bloque editorial De Armas… que todos los días de la última semana le dedicaba cuando menos un titular en contra… yo sé que ustedes van a abrir una licitación y se la van a dar a los colombianos…» (pp. 290 y 291).

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Teodoro Petkoff cuenta: «Yo recuerdo mucho que comenzando su gobierno, tres o cuatro miembros de la dirección del MAS fuimos a hablar con él para decirle que teníamos un expediente sobre Blanca Ibáñez. Entonces, Pérez nos dijo: ¡Pero, caramba! Qué cosa con Jaime, ¿cómo le da tanto poder a esa mujer? ¿Pensaría que no iba a salir nunca del gobierno? Él nos dijo eso, y después repitió la historia… ¡Es que las debilidades humanas son una cosa muy seria! … Podrías explicar eso, pero ahí tendrás más bien que hablar con un psiquiatra…» (p. 312).

Segunda parte

Con relación a Rafael Caldera

 Con relación a Rafael Caldera, se hacen una serie de afirmaciones que no se compaginan con la verdad. No corresponde a un trabajo de investigación objetivo el hecho de que no se haya entrevistado a persona alguna del entorno de Caldera sobre estas afirmaciones y al no poderlas contrastar con otras, terminan haciendo el trabajo muy desbalanceado.

A Rafael Caldera se le pretende hacer ver como uno de los principales o el principal factor en la supuesta conspiración contra CAP, lo cual es falso.

A pesar de haber manifestado desde la formulación del Consenso de Washington su oposición a los programas de ajuste, de corte neoliberal, venidos del Fondo Monetario Internacional, y haberlo expresado de la manera más contundente en su discurso del primero de marzo de 1989 con motivo de los hechos del Caracazo, Caldera no vacila en prestar su concurso al presidente Pérez en la etapa inicial de su gobierno, como lo veremos más adelante. Es más bien la terca posición de este en cuanto al mantenimiento de las políticas asumidas, la que lleva a Caldera a convertirse en el líder de la posición antipaquete.

Es cierto que había profundas diferencias entre Caldera y CAP. Tanto en estilo político como en comportamiento personal y familiar, Caldera y CAP eran polos opuestos.

Sobre el comportamiento ético de CAP en su primer gobierno, la misma ala tradicional de Acción Democrática fue la primera en mostrar serias dudas.

Sin seguir el orden, seguidamente me refiero a todas las veces en que Rafael Caldera es mencionado en el libro.

¿Caldera quería destruir la presidencia de Pérez?

Dice Carlos Raúl Hernández: «…Él se hizo representante de la antipolítica y se dedicó de una manera absolutamente inescrupulosa a destruir la presidencia de Pérez, por la vía que fuera… Quería destituirlo para destruirlo políticamente porque era un objetivo que él tenía desde hacía mucho tiempo… Caldera anunció la prisión de Pérez cuando el caso Sierra Nevada…» (p. 327).

Valdría la pena recordar, en primer lugar, algunas de las frases del discurso de Rafael Caldera en el Senado de la República, el primero de marzo de 1989, con motivo del Caracazo, en el cual no hace sino ratificar su oposición a los programas de ajuste nacidos del Consenso de Washington y al mismo tiempo pide reflexión sobre las medidas y consideración para con el gobierno de Carlos Andrés Pérez: «… es indudable, y lo reconoció el propio Presidente de la República, que un sentimiento que se ha venido apoderando del ánimo de nuestras clases populares hizo explosión con motivo de las primeras medidas del paquete… tiene que haber un enfoque profundo y sincero de la realidad social que estamos viviendo… Yo creo que la economía y lo social son inseparables. Y de que es un error grave pretender dejar para más tarde que la gente coma, que la gente viva mejor, que la gente tenga mejores condiciones de existencia, para hacer una especie de ensayo, sobre el que algunos dicen: si no resulta, nos vamos todos. Cosa incierta. Porque no nos vamos a ir… Pienso que los técnicos, realmente, tienen buena intención y tienen conocimientos. Pero si olvidan el análisis de la realidad social, están equivocados. No soy yo quien vaya a negar la buena intención y el coraje del Presidente Carlos Andrés Pérez para lanzarse por este camino que los técnicos le han aconsejado… el argumento principal que nos dan es que de no hacerse esto la situación sería después más grave. No le dicen que esto es bueno ni que es conveniente, le dicen a uno simplemente que esto no hay más remedio que hacerlo. Y yo me pregunto si esta argumentación es realmente exacta… Pienso que desgraciadamente, los acontecimientos del lunes y de ayer pueden servir para que los Estados Unidos se den cuenta de lo absurdo de una política que no reconoce la urgencia, la gravedad de este problema [se refería a la deuda externa], que puede echar por tierra —digámoslo con angustia, con dolor— la democracia en América Latina… Por de pronto se pide reflexión. Yo estoy convencido de que tenemos que pedirle reflexión al pueblo, reflexión a todos los sectores; tenemos que pedirle reflexión también al Gobierno. El Gobierno debe estudiar estos hechos a fondo… En el primer período de gobierno, cuando era Presidente Rómulo Betancourt, muchas veces desde Miraflores teníamos que hablar ante la televisión los representantes políticos, los representantes empresariales, los representantes laborales, para llamar al pueblo a tener confianza y a desistir de la violencia; pero previamente nos habíamos puesto de acuerdo sobre las medidas que se iban a establecer… Pero no es tan fácil que llamen a alguien a defender una posición sobre la cual ha manifestado dudas y en relación a la cual no se le ha dado la oportunidad de discutir… Me parece que sería un error patriótico de la oposición poner contra la pared a Acción Democrática. Obligaría a defender a todo trance y como sea, medidas que pueden producir un daño irreversible… Pienso, pues, que es necesario hacer que se prenda la luz de la razón, que se abra un camino para la discusión constructiva. No se le puede pedir sacrificio al pueblo si no se da ejemplo de austeridad. La austeridad en el Gobierno, la austeridad en los sectores bien dotados es indispensable, porque decirle al pueblo que se apriete el cinturón mientras está viendo espectáculos de derroche, es casi una bofetada; la reacción es sumamente dura… Yo creo que lo que está pasando ahora, que nos obliga a todos a ayudar al Gobierno Nacional… tenemos que aprovechar ese alerta para orientar la vida del país. Para rescatar la fe de los jóvenes… ¡Vamos pues, a luchar, vamos a recuperar el optimismo! Pero vamos a restablecerlo con el reconocimiento de la realidad. No vayamos a crear falsas mentiras. No creo que tenemos que aceptar como irrefutables e indiscutibles dogmas de organismos internacionales, que puedan estar bien intencionados dentro de su dirección, pero cuyos consejos, que muchas veces no son consejos sino condiciones para firmar Cartas de Intención y para darnos un poquito de dinero con el cual les paguemos sus intereses y podamos sobrevivir, sean el único camino que debemos seguir para superar los obstáculos e ir hacia adelante…» (De Carabobo a Puntofijo, Los Causahabientes, Rafael Caldera, Editorial Libros Marcados, 7ª. Edición ampliada, septiembre 2013, pp. 175 a 185). Este discurso fue trasmitido varias veces por orden del presidente Carlos Andrés Pérez en la televisión venezolana, durante el toque de queda que siguió a los sucesos de febrero.

Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez se reunieron después por casi dos horas en Miraflores el 15 de marzo, y este lo invitó a acompañarlo, en el avión presidencial, a una reunión latinoamericana de jefes de estado en Atlanta, en la cual Caldera formaba parte del comité organizador. Al salir de la reunión con Pérez, Caldera declara a los periodistas en Miraflores que «La mía es que se reconsideren algunas de las medidas adoptadas, por ejemplo la de las tasas de interés…».

El 30 de marzo aparecen las fotos en todos los periódicos de Caldera y Carlos Andrés Pérez con Rosalyn y Jimmy Carter —anfitriones del evento— en Atlanta, en el cual Caldera propone suspender el pago de los intereses de la deuda externa.

Ese mismo día, en El Universal, aparece una nota titulada «Caldera, el estadista», donde se dice: «Nadie ha adversado más a Carlos Andrés Pérez que Caldera. Nunca se dio un enfrentamiento de mayores dimensiones entre dos ex Presidentes. Caldera no tendría ninguna necesidad de prestar su concurso a una gestión estimulada por Pérez, si consultara sus intereses personales a los dictados de su ego… Caldera acompañó a Pérez a la reunión de Atlanta para tratar el tema de la deuda, porque sabe que se trata de un esfuerzo por Venezuela… Caldera ha dado un ejemplo que es muy difícil que valoren plenamente espíritus mezquinos y políticos amateurs…».

Casi un año después, el 22 de marzo de 1990, el presidente Pérez asiste en Barquisimeto al acto en el cual le es conferido a Caldera el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Lisandro Alvarado.

En relación al caso del Sierra Nevada la misma escritora dice: «… fue en las entrañas accióndemocratistas donde se cocinó y salió la especie, y desde donde primero se investigó el asunto…» (p. 396). Como se recordará, fue la Comisión de ética de AD la que tomó la iniciativa en este caso, presidida, por cierto, por Marcos Falcón Briceño, excanciller y persona muy cercana al expresidente Rómulo Betancourt.

Caldera y Betancourt

Carlos Raúl Hernández (pp. 324 a 333) revela una extrema animadversión a Rafael Caldera, cuando dice: «Yo creo que Caldera ha tenido la muerte política que merecía, mientras que Pérez tuvo una muerte que no mereció nunca… Pérez estaba asociado al bien, mientras que Caldera es un líder asociado a la destrucción» (p. 331). «Porque Caldera siempre quiso ser el sucesor de Rómulo Betancourt… además, las comparecencias de Caldera en la política venezolana siempre fueron muy cargadas de una energía destructiva. Él fue uno de los responsables de la caída de la democracia en el año 1948; él y Jóvito Villalba fueron los factores de desestabilización fundamental del gobierno de Rómulo Gallegos, y jugaron al golpismo de una manera muy clara» (pp. 327 y 328).

Pensar que Rafael Caldera quisiera ser el sucesor de Rómulo Betancourt es desconocer completamente la relación entre estos dos personajes históricos que fueron adversarios. En 1947, ya escribía un periodista colombiano, Ricardo Ortiz, en El Tiempo de Bogotá: «La política venezolana del futuro, al parecer, va a estar dirigida por dos figuras de singular preeminencia. Rómulo Betancourt y Rafael Caldera serán adelante los opositores de siempre, con semejante reciedumbre personal y semejante altura de la inteligencia. Más político Betancourt que Caldera y más intelectual éste que aquél, su influencia en la vida de Venezuela marcará seguramente un clarísimo rumbo histórico».

Dice Caldera sobre Betancourt, en 1988: «… un hombre con quien me unió una amistad, una amistad seria, sólida, una amistad que no se fundaba en vivencias de naturaleza subalterna sino en una preocupación de lleno por lograr el encauzamiento de la democracia venezolana. Esa amistad nació en la lucha, en trincheras opuestas… La amistad la forjó entonces el compromiso que habíamos contraído con la historia, con el país, con nuestra propia vida» («La Parábola vital de Rómulo Betancourt», en La Venezuela Civil, Rafael Caldera, pp. 43, 44 y 46, Editorial Cyngular, 2014).

En diciembre de 1978, al sufrir AD la derrota electoral por parte de COPEI y su candidato, Luis Herrera Campíns, Rafael Caldera visita a Betancourt en su casa Pacairigua y ante la pregunta de una periodista a este último sobre si esa derrota afectaría su prestigio personal, Caldera arrebata el micrófono y responde por Betancourt diciendo que el prestigio de este está por encima de cualquier contingencia en la vida política del país.

Por su parte, Betancourt, al enviar una carta de felicitación a la madre de Rafael Caldera con motivo de llegar a su nonagésimo aniversario, le dice: «Su hijo, Rafael Antonio —como usted lo llama— es un venezolano que a Venezuela honra. Dice usted de mí: ha admitido que mi hijo es muy valioso. Y afirma una verdad. No en mezquinos y en discretos cuchicheos, sino a voz en cuello, he dicho de Rafael Caldera que es un venezolano de excepción» (26 de mayo de 1977, archivo privado de la familia Caldera).

Por último, no es objetivo ni se corresponde con la verdad histórica el acusar a Caldera y a Villalba de jugar al golpismo en el derrocamiento de Rómulo Gallegos en 1948. Caldera compitió limpia y democráticamente en las elecciones que gana Gallegos y así es reconocido por este en su discurso de toma de posesión. El propio Caldera cuenta: «El período del Presidente Gallegos fue breve y difícil. Su partido se convirtió en el primer obstáculo para su éxito. En varias ocasiones le solicité audiencia para expresarle quejas sobre los hechos que estaban sucediendo. Me hizo el honor de recibirme y algo más: me dispensó la confianza de hablarme con una gran sinceridad… Muchos recuerdos tengo de esas entrevistas. En una de ellas me dijo: Caldera: el hombre de presa acecha. Quizás no esté lejano el día en que Usted y yo nos encontremos en el exilio… gobernar con un partido es muy difícil. Puede que Usted lo sepa algún día…» (De Carabobo a Puntofijo, Los Causahabientes, Ibíd, p. 101).

El discurso de Caldera del 4 de febrero interpretó la realidad del país

Ricardo Hausmann, dice: «Yo no comprendo cómo Caldera hizo lo que hizo el 4 de febrero, pero tampoco comprendo cómo Venezuela reaccionó así» (p. 266); y Fernando Martínez Mottola dice: «…porque después del golpe alguna gente salió apoyándolo, o no apoyó al gobierno o no apoyó a la democracia. Es decir, muchos no estuvieron a favor del golpe pero tampoco estuvieron en contra, y es sumamente peligroso cuando algo así ocurre en una sociedad» (pp. 284 y 285).

Recordemos qué dijo Caldera en su discurso del 4 de febrero de 1992: «Debemos reconocerlo, nos duele profundamente pero es la verdad: no hemos sentido en la clase popular, en el conjunto de venezolanos no políticos y hasta en los militantes de partidos políticos ese fervor, esa reacción entusiasta, inmediata, decidida, abnegada, dispuesta a todo frente a la amenaza contra el orden constitucional. Y esto nos obliga a profundizar en la situación y en sus causas… Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia; cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad… Hay un entorno, hay un mar de fondo, hay una situación grave en el país y si esa situación no se enfrenta, el destino nos reserva muchas y muy graves preocupaciones… Cuando ocurrieron los hechos del 27 y 28 de febrero del año 1989, desde esta Tribuna yo observé que lo que iba a ocurrir podría ser muy grave. No pretendí hacer afirmaciones proféticas, pero estaba visto que las consecuencias de aquel paquete de medidas que produjo el primer estallido de aquellos terribles acontecimientos, no se iban a quedar allí, sino que iban a seguir horadando profundamente en la conciencia y en el porvenir de nuestro pueblo… Por eso termino mis palabras, rogándole al Presidente de la República que enfrente de lleno, en verdad y decididamente esta situación que, como dije antes, sirve de motivo, o por lo menos de pretexto para todos aquellos que quieran destrozar, romper, desarticular el sistema democrático constitucional del que nos sentimos ufanos» (De Carabobo a Puntofijo, Los Causahabientes, Ibíd, pp. 189 a 192).

En su discurso de Barlovento, Municipio Brión, en enero de 1993, Caldera hace esta afirmación: «… me calificaron de demagogo, de oportunista, de condescendiente con las fuerzas marxistas, me llamaron abogado de los golpistas, simplemente porque dije que lo que había ocurrido el 4 de febrero había que enfocarlo con ojos de realidad…» (Discurso en el Concejo Municipal de Brión con motivo del aniversario de COPEI).

La condena de Caldera al golpe de febrero de 1992

Dice la escritora: «Con las excepciones del discurso calderista y el acto de apostasía del causaerrista Aristóbulo Istúriz… en lo inmediato los partidos políticos y sus dirigentes se mostraron en franco desacuerdo con una ruptura del hilo institucional…» (p. 245). En el mismo sentido, más adelante señala: «Ya no sólo eran Rafael Caldera o Arturo Uslar los que veladamente justificaban a los que insurgieron…» (p. 261). Se olvidan frases del mismo discurso del 4 de febrero, como las siguientes: «El Golpe Militar es censurable y condenable en toda forma… la sublevación que ya felizmente ha sido aplastada…» (De Carabobo a Puntofijo, Los Causahabientes, Ibíd, pp. 190 y 192).

Un mes después, el 9 de marzo de 1992, en un foro en el Aula Magna de la UCV en el cual estuve presente, Caldera, ante fervientes partidarios de los militares alzados, hace una ardorosa defensa del sistema democrático y ratifica su lealtad al orden institucional y al Estado de Derecho.

Caldera, Uslar Pietri y los Notables

Dice Carlos Raúl Hernández: «…Los Notables fueron unos factores esenciales de la antipolítica, y detrás de todos ellos estaba Caldera… Hubo un momento en que en la casa de Uslar Pietri se producían reuniones donde estaban Ángela Zago y Pablo Medina, de la izquierda radical, junto a presidentes de bancos, directivos de Fedecámaras y directivos de medios de comunicación. Es decir, fue un encuentro que produjo Caldera… él fue el gran estratega detrás de Los Notables… Entonces, él calcula que si destruye a COPEI puede ser Presidente otra vez», y le pregunta la escritora: «¿Uslar jugó abiertamente contra Pérez, en consonancia con Caldera o él no sabía…? En consonancia con Caldera, en el grupo de Los Notables… Ese era un grupo que manejaba Caldera…» (pp. 329 y 330).

Rafael Caldera y Arturo Uslar nunca se reunían y no recuerdo cuándo sería la última vez en que aquel estuvo en la casa de este, pero nunca estuvo allí en el período de la segunda presidencia de CAP. Es más, tuvieron grandes diferencias públicas con relación al Proyecto de Reforma de la Ley del Trabajo que Caldera lideraba desde 1984 y este llegó a retar a Uslar a un debate sobre el tema, que este último no aceptó.

Igual con el grupo de Los Notables y menos aún con Pablo Medina, quien pertenecía a la Causa Radical. Si hubo coincidencias en las posiciones y planteamientos públicos, especialmente en 1993, fue solo eso: coincidencias de puntos de vista sobre la realidad nacional. Recordemos que, como lo dice Ricardo Hausmann, todo el país estaba en contra de CAP y su gobierno, empezando por la propia Acción Democrática y eso no era por casualidad, sino por la misma actitud que CAP y su gobierno habían asumido.

Caldera, Luis Herrera y Lusinchi contra CAP

Dice la escritora: «Por aquella época —fines de 1992— se habló de una supuesta reunión en Nueva York a la que habrían concurrido los tres ex presidentes (Caldera, Herrera, Lusinchi) y allí, recordando al Pacto de Puntofijo firmado en 1958 para garantizar la estabilidad de la debutante democracia, habrían llegado a una especie de acuerdo para enfrentar la crisis, enfilándose contra Pérez…» (p. 393). Y más adelante: «… en la supuesta componenda, coincidían en que el enemigo común era Carlos Andrés Pérez. Y allí es donde los dedos apuntan a Rafael Caldera —por su célebre discurso y su empeño en ser candidato y de nuevo Presidente—…» (p. 394).

Rafael Caldera y Jaime Lusinchi solo se reunieron una vez, en 1989, en la casa del primero, por una visita que el segundo le hiciera, para exponerle su defensa sobre las acusaciones de que estaba siendo objeto en ese momento.

Por otra parte, Rafael Caldera y Luis Herrera, aparte de las veces en que coincidieron en el Comité Nacional de COPEI y en actos públicos, solo llegaron a reunirse (recuérdese la discusión pública que tuvieron en 1984 a raíz del resultado de las elecciones de 1983), ya en la segunda presidencia de Caldera, en Miraflores, a finales de 1995, junto a otros dirigentes de partidos, para hablar sobre la situación económica del país y las medidas que era necesario adoptar.

Pensar en una reunión de los tres expresidentes, juntos, en Nueva York, en 1992, es algo que, cualquiera que los conociera y supiera de la relación entre ellos en ese entonces, la calificaría como «muy imaginativa», por decir lo menos.

La propuesta de recorte del período presidencial

Dice la escritora: «…aunque Caldera dio un paso más allá y propuso reducirle el período mediante una enmienda que aprobaría el Parlamento…» (p. 261). Ignora la escritora el intenso trabajo que había venido desarrollando Caldera como presidente de la Comisión Bicameral para la Reforma de la Constitución, desde 1989. Fue ante la crisis política cuando Caldera propone como solución incluir una disposición transitoria en la Reforma Constitucional que ponga cese al período de las tres ramas del Poder Público (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y no solo a Carlos Andrés Pérez. Por cierto, esta propuesta la aprueba el Comité Nacional de COPEI y luego la rechaza.

Paralelamente, el senador Pedro Pablo Aguilar propuso un tercer tarjetón en las elecciones regionales de 1992, para que el presidente sometiese a la voluntad popular su permanencia en el cargo, lo cual refiere así la escritora: «… Noviembre había empezado revuelto… por la propuesta que había lanzado el copeyano Pedro Pablo Aguilar, para el recorte del mandato presidencial; por el debate y la aceptación que había alcanzado esa propuesta, que el Senado terminó aprobando el día 5; por la negativa terminante del Presidente a aceptarla y por la posición ambivalente que exhibió el partido COPEI, que después de respaldar, propulsar y votar en el Congreso por la consulta, el día 9 de noviembre emitió un pronunciamiento oficial en el que se deslindaba de Pedro Pablo Aguilar y de sus otras vías para forzar a CAP a un referéndum, y aceptaba que lo acordado por el Senado no era vinculante. Oswaldo Álvarez Paz, entonces gobernador copeyano en el Zulia, aunque se mostró de acuerdo con Aguilar, dejó claro que no se podía hacer más: al no contar con el respaldo del Presidente de la República, pienso que, como van las cosas, es prácticamente imposible, si el Presidente no renuncia, reducirle el mandato» (p. 351).

La elección de Caldera en 1993

Sobre la elección de Rafael Caldera en 1993, Eduardo Fernández dice: «… fue elegido por una votación de un millón setecientos mil votos, en unas elecciones en donde cuarenta por ciento o más no fue a votar. De modo que Caldera saca treinta por ciento de ese cuarenta por ciento, lo que significa diecisiete por ciento del electorado nacional…» (p. 244). Carlos Raúl Hernández, al referirse también a las elecciones presidenciales de 1993, dice: «… Tanto es así, que de casualidad Claudio Fermín no ganó las elecciones en 1993… Si la campaña hubiera durado una semana más, él le ganaba a Caldera…» (p. 331).

Lo cierto es que la victoria de Caldera en 1993 fue clara y contundente sobre sus tres principales adversarios. Fue por casi 400 mil votos de ventaja, como ya lo auguraban las principales encuestadoras del país. Caldera saca 1.710.722 votos (30,46%) sobre Claudio Fermín, 1.325.287 votos (23,60%), Oswaldo Álvarez Paz, 1.276.506 votos (22,73%) y Andrés Velásquez, 1.232.653 votos (21,95%), con una abstención del 39,84%.

En la elección presidencial de 1988 la abstención fue de 18,08%, que aunque venía creciendo todavía era baja, en buena medida por la polarización entre AD y COPEI, que se estrenó en la elección presidencial de 1973. En todo caso, habría que analizar los variados factores que incidieron en su incremento, estando entre ellos los fallidos golpes de estado y la crisis política.

Si comparamos esta cifra de abstención (39,84%) con la de la elección presidencial de 1998, donde se eligió a Hugo Chávez (36,55%), podemos ver que fue bastante parecida.

Según la misma fuente —CNE— la abstención sube a 43,69% en la elección presidencial del año 2000.

Caldera y el MAS

Sigue Carlos Raúl Hernández: «Luego, en 1993, frente a la comisura entre un señor retardatario, conservador, desactualizado y anacrónico como Caldera, que estaba compitiendo con tres candidatos… ¿con quién se quedó el MAS?… Se quedó con Caldera… que, además, tenía una visión totalmente distorsionada del mundo. ¿Por qué? Porque esa era la visión del MAS. El MAS se presentaba con una visión de cambio, pero era un partido extremadamente conservador desde el punto de vista intelectual…» (p. 332), para agregar más adelante: «Porque hay también una derecha tradicional, una que liderizaba (sic) Caldera, que era confesional, conservadora. Los que estaban en el gobierno no eran conservadores, eran más bien unos tipos con ideas de cambio. Ahora, eso no le importó al grupo dirigente del movimiento antipolítico porque ellos lo que querían era acabar con Pérez, no importa que al final acabaran con el país…» (p. 333).

Desconoce Carlos Raúl Hernández la historia de la Comisión de Reforma de la Ley del Trabajo que presidió Caldera desde 1985. La lucha que libró Caldera por la aprobación de la nueva Ley del Trabajo fue larga y objeto de virulentos ataques. En su defensa, encontró coincidencia de posiciones con la dirección del MAS, ante el abandono del que fuera objeto por parte de la dirección de su propio partido político, COPEI. Allí comenzó un acercamiento entre Caldera y el MAS, que luego se fortaleció por la posición de ambos frente al paquete de medidas económicas del gobierno de Carlos Andrés Pérez.

El 13 de noviembre de 1990, Freddy Muñoz, Secretario General del MAS, declara a El Nacional: «El MAS no descarta la candidatura de Rafael Caldera… el pensamiento del doctor Rafael Caldera ha avanzado notablemente en el tiempo… algunos de los planteamientos de Caldera, en relación a la Ley del Trabajo, son más duros que los nuestros…» y, en relación al aplauso que recibió Caldera en la Convención Nacional del MAS fue porque, dice: «… supo tocar los resortes anímicos de los asambleístas».

Alfaro Ucero y Caldera

Dice Carolina Pérez Rodríguez en relación a su padre: «…Se unieron viejos odios y poco a poco le fueron cobrando cosas. Los viejos odios de Rafael Caldera y Luis Alfaro Ucero…» (p. 26), para luego afirmar la escritora que «Carlos Raúl Hernández sostiene que hubo un acuerdo entre Caldera y Alfaro para desmantelar a Pérez, y el acuerdo implicaba que Alfaro apoyaba a Caldera para llegar a la Presidencia en 1993, y luego Caldera apoyaría a Alfaro. Y está convencido de que ese arreglo, en parte, funcionó…» (p. 397).

Puedo asegurar que la primera vez que Luis Alfaro Ucero y Rafael Caldera se encontraron para conversar fue en mi casa, faltando pocos días para las elecciones del 5 de diciembre de 1993. Habíamos hecho un acercamiento con los comandos de los otros principales candidatos para convencerlos de reconocer al ganador, si la ventaja era clara, a hora temprana, el mismo día de las elecciones. El objetivo era evitar que se pusiera en marcha un posible plan desestabilizador, del cual teníamos información confiable. El 5 de diciembre, quien cumplió con ese compromiso fue el candidato de Acción Democrática, Claudio Fermín, lo que motivó una nueva reunión, también en mi casa, a pocos días de haber transcurrido el proceso electoral, para agradecer el cumplimiento de la palabra empeñada por Alfaro. Allí se abrió un camino de entendimiento que permitió resolver muchos problemas a un gobierno que iniciaba con una minoría parlamentaria.

El Plan Ávila

Dice la escritora: «… A pesar que el Plan Ávila para emergencias de orden público no se había puesto en práctica desde el gobierno de Rafael Caldera —diecinueve años antes—…» (p. 114). No dice la escritora en qué momento del primer gobierno de Rafael Caldera —según ella lo afirma— se puso en ejecución el Plan Ávila.

Rafael Caldera se ufanó con justicia de haber gobernado los cinco años de su primer gobierno sin haber suspendido las garantías constitucionales ni haber decretado toque de queda un solo día.

El Plan Ávila (para la intervención de las Fuerzas Armadas en problemas de orden público cuando estos desborden a los cuerpos legal y regularmente responsables) no fue puesto en ejecución en el primer gobierno de Rafael Caldera. A lo mejor la escritora tuvo en mente el allanamiento de la UCV, producido en octubre de 1969, con participación de integrantes de las Fuerzas Armadas, cuando hizo esta afirmación. Pero lo cierto es que esa fue una operación realizada en pocas horas, sin bajas civiles o militares que lamentar, y cuya base legal —lo explicó Caldera en su conferencia de prensa habitual— estuvo en un Decreto firmado por el presidente Leoni, el 14 de febrero de 1967.

Por cierto, tampoco en su segundo gobierno Caldera tuvo que ordenar ninguna vez toque de queda o sacar las fuerzas militares a la calle para controlar desórdenes o explosiones sociales.

La derrota de Lorenzo Fernández

Dice la escritora: «… o lo que pasó en 1973, cuando fue Caldera quien se demoró cuatro días en admitir que habían derrotado a su candidato…» (p. 35).

No se entiende el por qué de esta alusión de la escritora. Caldera no era el candidato sino Lorenzo Fernández y era a este a quien correspondía admitir su derrota, como lo hizo Caldera frente a Lusinchi el mismo día de las elecciones presidenciales de 1983. Tal vez a lo que la escritora se refiere es a que el día 14 de diciembre (las elecciones fueron el domingo 10), en su acostumbrada rueda de prensa semanal de los jueves, es cuando Caldera se refiere al hecho. No tenía por qué hacerlo antes. Caldera trataba de limitar sus declaraciones en los medios a los jueves, los días de su rueda de prensa semanal. Sin embargo, el día 11 aparece en los periódicos el registro de una reunión de Caldera con el Alto Mando Militar en Miraflores, titulada: «Acatamiento a la voluntad popular y respeto a la constitucionalidad, ratificó ayer Caldera a las Fuerzas Armadas». Registran también los periódicos la visita de la madre de Caldera, María Eva Rodríguez de Liscano, a Lorenzo Fernández el día 12 y a la salida esta declara: «Yo estoy contenta. Ahora tengo más motivos para luchar».

Conclusión

De las mismas entrevistas plasmadas en el libro podríamos concluir que: 1) Carlos Andrés Pérez dejó creer a sus votantes en 1988 en la vuelta a la Venezuela Saudita de su primer mandato, cuando en realidad manejaba otro programa de gobierno: el que de hecho aplicó; 2) que significó la más pura terapia de shock el haber comenzado su gobierno con una fastuosa toma de posesión —que reforzaba la idea de los votantes en la campaña electoral— para acabar la fiesta con un enorme balde de agua fría, al hacer inmediatamente después los anuncios del ajuste; y 3) que pareciera claramente haberse desatendido al hecho de que todos los indicadores previos sugerían la posibilidad de un estallido social.

Surge de sus mismos colaboradores señalar que el error principal estuvo en no haber convencido primero a los aliados necesarios para lograr el éxito en la aplicación del plan, comenzando por el propio partido de gobierno. Un cambio tan radical en la visión del país —basado en un proyecto básicamente neoliberal— tenía que encontrar fuerte oposición en un liderazgo de concepción social-demócrata o social-cristiana, que consagró en la Constitución del 61 el Estado Social de Derecho.

Pareciera concluyente de las mismas entrevistas que el presidente Pérez —quizás priorizando el área internacional— descuidó al mundo militar y no le dio la importancia debida a los movimientos irregulares de 1989, que terminaron en las asonadas del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992.

Su propia actitud, calificada por algunos como terca y prepotente, cerrada a la rectificación, ¿sería quizás en buena medida causal de convertirse él mismo en el centro de la crisis política que se generó en el país y por la cual la mayoría pidió su salida del gobierno?

Por último, no puede quedar fuera del análisis el factor ético y moral en las causas de la salida de CAP del poder en 1993. El manejo de la partida secreta supone un voto de confianza en la honorabilidad del presidente y su ministro del Interior. ¿Tenía más bien el país las dudas sobre él que expone de manera tan directa su misma hija, Carolina Pérez Rodríguez, en el libro? ¿A qué obedeció la premura en la rectificación presupuestaria, justo antes de eliminar RECADI? ¿Por qué las contradicciones entre el Ministerio de la Secretaría y el Ministerio del Interior? ¿No se advirtió que esta se produjo un año antes de ganar las elecciones Violeta Chamorro, en cuya protección se justificó su uso? Como dice Teodoro Petkoff en el libro: «lo que se juzga es una política completa, un estilo de gobierno, un comportamiento público».

Con relación a Rafael Caldera, parece obvio que se pretende hacerlo formar parte e incluso ponerlo a dirigir una supuesta conspiración en la cual nunca participó. No se corresponde con su trayectoria como político y hombre público.

Caldera fue toda su vida sincero, frontal, claro y abierto en sus posiciones.

Cuando se formuló el consenso de Washington fue una de las voces que se levantó en su contra en América Latina.

La postura de Caldera fue siempre coherente con el pensamiento social-cristiano y la doctrina social de la Iglesia, y de allí que fuera atacado a lo largo de toda su vida política por los extremos de la derecha y de la izquierda del país.

No compartió el diagnóstico ni la receta neoliberal aplicada en el segundo gobierno de CAP y, a pesar de todas las diferencias, tuvo gestos de acercamiento y amplitud, como correspondía al estadista que siempre pensó primero en el bien del país.

Caldera y Pérez tuvieron profundas diferencias como políticos, pero sobretodo en el plano ético y moral. Sin embargo, no tuvo el primero nunca reparo en reunirse con CAP y prestarle su concurso, cuando se trató del supremo interés de Venezuela.