Rafael Caldera en el Salón Naiguatá del Hotel Tamanaco durante una conferencia a la Asociación Venezolana de Ejecutivos.

El diálogo Norte-Sur

Intervención en el encuentro internacional «El diálogo como fundamento universal de la paz», celebrado en Roma, Italia, y patrocinado por la presidencia de la República Italiana en ocasión del año internacional de la paz. El discurso original fue pronunciado en italiano. 3 de julio de 1986.

En la Asamblea General celebrada por la Internacional Demócrata Cristiana el mes pasado en la ciudad de Lisboa, Gabriel Valdés, ex ministro de Relaciones Exteriores de Chile y hoy la voz más calificada del pueblo democrático de aquella querida nación, observaba que el diálogo Norte-Sur ha perdido intensidad, ha perdido presencia: no se le nombra y pareciera llamado a desaparecer. Por esta razón, considero especialmente importante la iniciativa que la Comuna de Roma, bajo el alto patronato del Presidente de la República Italiana y en colaboración con el Ministerio de Relaciones Exteriores de la misma y en ocasión del año internacional de la paz, proclamado por las Naciones Unidas, ha tomado para promover este encuentro, cuyo título no puede ser más acertado: «El diálogo como fundamento universal de la paz».

Es el rescate del deber de realzar el diálogo, como medio de comunicación, de acercamiento y de entendimiento entre hombres provenientes de diversas áreas geográficas, identificados con diversas culturas, pero todos ellos inspirados en la necesidad de abrir caminos para que la paz no sea solamente la carencia de un conflicto armado de gran magnitud, dentro de un equilibrio artificioso e inestable, sino el concurso efectivo de las voluntades para que cada uno pueda desarrollar, sin la permanente amenaza y el constante temor de la violencia, su proceso social y económico, orientado hacia los objetivos generales del desarrollo.

El diálogo supone, eso sí, la disposición no solamente a hablar sino a escuchar; y por escuchar entiendo no solamente oír lo que otros dicen, para refutar sus afirmaciones, o para dejar resbalar sus ideas, sino para aprovechar lo que hay de común en el fondo de las expresiones. La lengua inglesa, con esas modalidades sutiles que le caracterizan, usa una palabra que en castellano tiene un solo sentido: discusión. «Discussion» significa no solamente como en otras lenguas el planteamiento de argumentos contrarios a los que otro expone, sino más bien «ventilation», «convassing», «parley», o sea intercambio de puntos de vista. En castellano «discutir» puede significar también «examinar y ventilar atenta y particularmente una materia, haciendo investigaciones muy menudas sobre su circunstancia», pero la acepción más frecuente es la de «contener y alegar razones contra el parecer de otros». En italiano, también, «discussione» tiene más que ver con debate que con acuerdo; y en francés, en la parte equivalente, «discussion» se envuelve la idea de debatir.

¿Será acaso por ello, que los anglo-parlantes cuando invitan a otro a discutir, llevan en su pensamiento la idea de que con el otro pueden entenderse y acordarse? Sin embargo, ya quisiéramos que en esto del diálogo Norte-Sur, las potencias anglo-parlantes, y en especial los Estados Unidos de Norteamérica y el Commonwelth Británico pusieran de su parte la inclinación, la voluntad, el deseo de llegar a entendimientos y acuerdos que son indispensables para el futuro y hasta para el presente cercano de la humanidad.

Es un acierto de los promotores de este encuentro el haber colocado el diálogo Norte-Sur como uno de los puntos fundamentales del diálogo universal que reclama la paz. Porque mientras exista la distancia que, infortunadamente crece en forma constante, entre la situación de los países industrializados del Norte y los países en vías de desarrollo del Sur, el camino hacia la paz estará lleno de espejismos, pero difícilmente conducirá hacia la meta de una paz verdadera y estable.

Se ha dicho con insistencia, por autorizados voceros de los grandes países capitalistas, que el diálogo es el camino para el arreglo de las situaciones pendientes, y que es a través de él y no de situaciones conflictivas, como puede encontrárseles una verdadera solución. Pero, desafortunadamente, a pesar de ser muchas las horas-hombre que se han invertido en los planteamientos fundamentales de la situación, bien poco ha podido avanzarse en el camino de las transformaciones necesarias en las relaciones internacionales, para que la relación Norte-Sur conduzca al fortalecimiento de una verdadera solidaridad internacional.

En el seno de la UNCTAD, a través de sus diversas reuniones; en las conversaciones sostenidas por el grupo de los 77 con los representantes de las grandes naciones; en Norteamérica, la Comunidad Europea y el Japón, del lado de los llamados países occidentales, se han hecho formulaciones fundamentadas en datos absolutamente reales y confiables y en razonamientos inspirados en los valores filosóficos que inspiran el orden jurídico de que se ufana la civilización cristiana, pero nada se ha obtenido en realidad. La Asamblea General de las Naciones Unidas en su XI período extraordinario realizado en 1980, escuchó posiciones muy concretas y muy categóricas acerca de la necesidad del nuevo orden económico internacional. Yo mismo tuve el honor de presentar, hablando por la delegación venezolana pero, además con el carácter de Presidente del Consejo de la Unión Mundial Interparlamentaria y de la Conferencia Mundial sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural, las recomendaciones acogidas en forma casi unánime por todos los países asistentes, tanto en la reunión del Consejo Interparlamentario en Oslo, Noruega, del 7 al 13 de abril de 1980, como en la Conferencia Mundial de Reforma Agraria y Desarrollo Rural, celebrada en Roma en julio de aquel mismo año.

El 26 de marzo de 1967, en una Carta Encíclica que adquirió, con razón, una inmensa resonancia mundial, «Populorum Progressio» (sobre el desarrollo de los pueblos) el Papa Pablo VI afirmó que el desarrollo es el nuevo nombre de la paz. Ese desarrollo que él mismo –siguiendo la inspiración de Lebret– definió como un programa para «todo el hombre y todos los hombres», reclama para su realización el que se adopten por las potencias dominantes de la economía universal, una serie de medidas que suponen quizás de inmediato la renuncia de algunos privilegios, pero que llevan consigo la seguridad de despejar el horizonte de situaciones que pueden ser para todos mucho más dañinas y destructivas. No es posible entender que las grandes potencias, que están siempre dispuestas a hacer increíbles sacrificios cuando se presenta una crisis como las que el mundo vivió en los años 1914 a 1918 y 1939 a 1945, no se hallen inclinadas a realizar una parte relativamente pequeña de sacrificios, para despejar el camino y ofrecerle a la humanidad la esperanza cierta de una situación de paz en el próximo siglo. Dijimos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en la reunión citada:

No se trata de elucubraciones teóricas sino de aspiraciones vehementes, fundadas en el derecho de todos los pueblos a garantizar a todos la oportunidad de una vida realmente humana. Pero como la experiencia demuestra que no basta la buena voluntad por parte de cualquier gobierno, ni el esfuerzo que haga por honesto e intenso que sea, para que un país pueda alcanzar las metas a que tiene derecho a aspirar, sino que es indispensable cambiar una serie de estructuras viciadas e injustas en el orden internacional, pensamos que deben agotarse todos los medios para que el largo diálogo Norte-Sur tome caminos de franca sinceridad y se logren los acuerdos indispensables para ofrecer a la humanidad una verdadera esperanza. Sin que sea aceptable la excusa de que la situación económica es difícil, porque, precisamente, esa dificultad actual hace más perentorio buscar soluciones que no se limiten a paliativos circunstanciales para los problemas más agudos sino establezcan sólidos fundamentos para que la comunidad internacional pueda dejar atrás la incertidumbre que la aqueja.

En cuanto a la América Latina, ha hecho y continúa haciendo esfuerzos constantes para insistir en la necesidad de ese diálogo y en su disposición para aportar toda la contribución que le sea posible a fin de obtener satisfactorios resultados. Yo entiendo que este encuentro, realizado bajo el auspicio de la Ciudad Eterna en este Campidoglio cargado de historia, haga una recomendación vigorosa a los países representados en la Organización de las Naciones Unidas, para que se reanuden de una manera efectiva las conversaciones del diálogo Norte-Sur y para que se formulen proposiciones concretas, que conduzcan a soluciones aptas para justificar la fe en los grandes problemas del mundo que, a través del diálogo, van a enrumbarse hacia su solución.

De manera especial, por tratarse de dos aspectos de grave urgencia, considero indispensable recomendar:

1) Un diálogo franco y bien inspirado para encontrar soluciones que permitan a los países del tercer mundo afrontar el problema de la deuda externa, sin aumentar la pesada carga de sacrificio y de carencias a que están sometidos sus pueblos. Es un hecho patente que el problema de la deuda externa se agravó desde el momento en que los créditos concedidos excesivamente por la abundancia de liquidez en los centros financieros, se fueron otorgando en condiciones que luego se tornaron más gravosas especialmente en el aspecto de las tasas de interés, y cláusulas a través de las cuales se impusieron condiciones que los países deudores no estaban en capacidad de cumplir. Se ha reconocido que el problema de la deuda externa es un problema de alta política internacional, y no sólo un problema de relación comercial entre Bancos acreedores y Países deudores. Las consecuencias de no afrontar posiciones amplias y decididas en esta materia podrían ser de extrema gravedad.

En estos días se ha recordado que a raíz de la guerra mundial, cuando los países de Europa estaban sufriendo las consecuencias de un terrible conflicto que ocasionó inmensas destrucciones, el Plan Marshall, que cambió totalmente los precedentes históricos en materia de reparaciones de guerra y ofreció a los vencidos la oportunidad de reconstruirse, tuvo los resultados más extraordinarios que se hayan conocido en la vida de la humanidad. Fue su motivación una razón política: la de salvar a los pueblos de Europa de caer bajo el totalitarismo que los amenazaba; ese mismo argumento podría invocarse hoy, con matices y aspectos diferentes, en los países del tercer mundo y concretamente los de América Latina, agobiados por el peso de la deuda.

2) El otro problema inmediato acerca del cual el diálogo Norte-Sur es indispensable es el relativo al petróleo. Se trata de un bien de extremado valor para los hombres, colocado por la Providencia en las entrañas de la tierra. Su despilfarro es criminal; su aprovechamiento debe revestir condiciones de equidad y de justicia que conduzcan, dentro de límites razonables, a una conveniente estabilidad. Los precios del petróleo, por razones no conformes con la naturaleza, estuvieron congelados durante casi medio siglo. La Organización de los Países Exportadores (OPEP) le dio un giro sustancial a esta materia, pero después se incurrió en errores, tanto de parte de los productores como de los consumidores, que produjeron distorsiones, y luego el deterioro y una inquietante inestabilidad en el mercado petrolero. He sostenido de manera insistente la necesidad de un gran diálogo mundial entre los productores, tanto los reunidos en la OPEP como los no comprendidos en esta organización, y los consumidores, para que se establezcan normas que impidan una guerra suicida de precios, una contienda interminable por los mercados y las perturbaciones que las alzas y bajas desmedidas producen, con innumerables repercusiones, en la marcha de los pueblos.

El problema de la deuda externa y el problema del petróleo son, pues, materias urgentes para darle concreción al diálogo Norte-Sur. El problema del hambre, que azota a millones de seres humanos, es no solamente de diálogo, es de un carácter imperativo, que obliga a adoptar de inmediato las medidas indispensables para superar esta tremenda situación.

Tengo muchos años sosteniendo la tesis de que la justicia social, que ha sido la gran conquista de los hombres en los dos últimos siglos, y que se ha recibido en el Derecho interno de todos los países, no ha llegado todavía al Derecho internacional. No me refiero a que las disposiciones protectoras de la Organización Internacional del Trabajo o de los Organismos de Seguridad Social puedan extenderse a través de convenciones y tratados a diversos pueblos.

Me refiero a la relación entre Estado y Estado, o entre grupos de Estados y grupos de Estados, que demanda el abandono de las viejas normas de la justicia conmutativa e igualitaria del do ut des y se orienten fundamentalmente por las exigencias de la justicia social, para que se alcance el bien común internacional a través de una verdadera y vigorosa comunidad internacional.

Me sentiría muy feliz si de este diálogo saliera una recomendación clara para que el concepto de «Justicia Social Internacional» sustituya completamente y corrija el viejo y arcaico concepto de «Justicia Internacional» a secas, similar a la justicia conmutativa del derecho privado, egoísta y utilitaria, que rige las relaciones egoístas de los individuos.

Rafael Caldera en la Plaza de San Pedro de El Vaticano en diciembre de 1984.