Luis Herrera Campíns y Rafael Caldera durante la celebración del centenario del nacimiento de Inés Ponte, el 10 de septiembre de 1979.

Inés Ponte: Virginidad fecunda

La imagen que dejó entre sus discípulas, protegidos, colaboradores y amigos, la señorita Inés Ponte, hija penúltima de Don Manuel María Ponte y Doña Inés McLong Echezuría, nacida el 10 de septiembre de 1879 en Caracas y fallecida en la misma ciudad en el año de 1966, fue una imagen de dulzura y bondad, de servicio y generosidad, de constancia y de firmeza en el esfuerzo. Fundadora de obras de gran contenido social, comprendió el deber de preparar nuevas promociones para el servicio social, inspiradas en el ideal cristiano y preparadas técnicamente. Virginidad fecunda la suya, dejó en su soltería, consagrada al ideal y al trabajo por el pueblo, un gran número de hijas que la reconocen como guiadora, como ductora, como orientadora, como protectora y como estímulo en los más importantes momentos de su vida. Este discurso fue pronunciado durante el acto con motivo del centenario de su nacimiento en 1979, e incluido en la edición de Dimensiones del libro Moldes para la fragua (1980).

Con el mayor agrado he aceptado la invitación para decir unas palabras en memoria de Inés Ponte. Es fácil hablar de una persona de esas que reconcilian al ser humano con la humanidad. Y se me antoja muy feliz la coincidencia de que este Centenario de su nacimiento caiga precisamente en el Año Internacional del Niño, porque Inés Ponte trabajó mucho por los niños y su obra está viva, fecunda, lozana y en actitud de constante expansión. Fue una mujer callada, discreta, modesta, pero de una personalidad impresionante, firme, constante, laboriosa y abnegada. Por eso pudo realizar cuanto realizó y por eso pudo dejar la trayectoria que nos ha dejado.

Proveniente de una familia de tradicional reciedumbre y decoro, supo corresponder a sus antecedentes. No olvidemos que Ponte fue uno de los apellidos del Libertador Simón Bolívar y que además tuvo sangre irlandesa, proveniente de aquella misma tierra de donde a través del océano vinieron muchos jóvenes a regarla en los campos de batalla de nuestra Independencia. La misma Inés pudo sentir en su familia las alternativas de la prosperidad y de las dificultades; podríamos decir que una de sus características y de las características de su gente fue la de conservar siempre la identidad de la sustancia en medio de la inmensa variedad de los accidentes. En los días duros de la Venezuela de este siglo todos dieron su cuota y es imposible olvidar que un sobrino suyo, Carlos Julio, fue uno de los mártires del estudiantado universitario, no contaminado con apetencias extrañas a la realidad y al destino mejor de nuestro país, que ofrendaron su vida en el combate contra la tiranía. Que otro de sus sobrinos, Gustavo, fue para muchos de nosotros, en los días encrespados de 1936, un modelo de entrega a la lucha por la libertad, a la resistencia frente a la tiranía, ajena a componendas, fiel a los principios, reacia a poner en la mesa de las negociaciones las creden­ciales del sufrimiento y de la lucha. Inés Ponte, de una numerosa familia, acompañada ejemplarmente por su hermana Manuela, para quien ha tenido un justo recuerdo hace un momento Carmen Teresa Amaya, se entregó a trabajar por Venezuela, por el sector más sufrido, más abandonado y más necesitado de la vida venezolana y lo hizo sin descanso, con una hermosa continuidad, hasta el propio momento de su muerte.

Estuvo, muy joven, en Estados Unidos. Más tarde, en Europa, para aprender, para ver, para sentir la emulación que cuando vamos a unos países más desa-rrollados que el nuestro nos provoca la necesidad de ganar al tiempo para lograr que nuestra Patria pueda satisfacer los mínimos requerimientos de la justicia y del progreso.

Fue Inés Ponte una mujer cuyo ejemplo es de una significación extraordinaria en estos tiempos de lucha por la liberación de la mujer. Ella se sintió liberada y se sintió igual al hombre; igual en el derecho, pero también en el deber; igual en la dignidad pero igual también en la acción. Fue moderna, pero no entendió la modernidad como la destrucción de los valores fundamentales, sino más bien como el servicio a ellos. En medio de su vejez tuvo un amor perenne por la juventud, y fue toda su vida, vida de sacrificio, de comprensión y de lealtad.

Nació el 10 de setiembre de 1879. Murió en 1966. Iba a cumplir ochenta y siete años y, a fe mía, no los representaba. Se veía siempre igual, siempre con una inmensa voluntad de servicio; siempre buscando nuevos caminos para sembrar nuevas semillas. Cuando fundó —y creo que con derecho podemos usar esta expresión porque ella fue el centro, el hilo coordinador, el motivo, que agregó muchas voluntades y que pudo llevar adelante la em­presa— cuando fundó la Escuela Católica de Servicio Social tenía ya sesenta y seis años. Asumió el cargo más difícil, se me antoja, el de Directora Administrativa, que desempeñó hasta 1956, y la edad no le pesaba, sino que más bien le servía como estímulo para realizar ella su parte de labor y para cooperar con los demás.

La acción de Inés Ponte a través del tiempo comprende numerosos aspectos y capítulos. Se recuerda de su labor social en la Cárcel de Mujeres de Los Teques, se recuerda de su tarea en la Unión de Damas de la Acción Católica, como fundadora de un Centro Juvenil que habría de convertirse en la Juventud Católica Femenina Venezolana; se recuerda que en 1936, con el Padre Odriozola, fundó una Colonia Vacacional en Venezuela. En 1937 la Casa Post Natal, la Obra Católica de la Madre y el Niño —que para mayor amplitud ostenta hoy la denominación de Obra Social de la Madre y el Niño—, dentro de ella la Escuela de Educación Familiar, y dentro de todos los esfuerzos, lo que más sugestivo se nos hace, lo que más nos atrae, lo que más significación tiene a nuestra vista es el trabajo con esas madres adolescentes. Esas niñas que, niñas todavía, ya han pasado por la maternidad y para las cuales la obra fundada por Inés Ponte representa la apertura de nuevos caminos, de nuevas posibilidades, la recuperación de su propio destino, de la maduración de su propia personalidad y de la integración del núcleo familiar.

Inés Ponte, dijimos antes, funda en 1945 la Escuela Católica de Servicio Social. No la funda ella sola, es cierto; es el resultado de muchos contactos, de muchos consejos, de muchas tentativas, de muchos esfuerzos. Y es aquí donde brilla la firmeza de su carácter, el atributo de la constancia. La Condesa de Hemptine, María Baers, son contactos que le hacen concebir la idea y ponerla en marcha, pero tiene que superar dificultades derivadas del momento, de las circunstancias mundiales, de las circunstancias de nuestro Continente, para poder lograr el personal necesario para que saliera en marcha esa escuela. Alicia Baena, Marta Ezcurra, comienzan la tarea, pero está al lado de ellas, un poco en la sombra, Inés Ponte. Inés Ponte, que supera las ausencias, que pasa por encima de los traumas de la separación de cada una de estas grandes directoras y que continúa la obra a través de Elsie Missong, de Margarita Calvento, y de muchas otras que después continuaron.

Imposible olvidar que tuvo la asesoría, el consejo, la compañía de mucha gente de valía excepcio­nal. Manuel Aguirre, que le puso todo su entusiasmo y su capacidad; Ángel Sáenz, que fue el primer capellán de la Escuela Católica de Servicio Social. Y esta Escuela de Servicio Social constituyó para Venezuela una aportación invalorable desde muchos puntos de vista, una verdadera novedad, porque el servicio social representa, a mi modo de ver, la modernización de la caridad entendida en su sentido propio, en su sentido de amor, de solidaridad y de servicio, no en el sentido absurdo y desacreditado de condescendencia paternalista o de humillante limosna. Pero Inés Ponte entendió —y a mi modo de ver con mucha lucidez y así tuve la satisfacción de expresarlo en el discurso que pronuncié cuando se graduó la Primera Promoción de la Escuela, que llevaba precisamente el nombre de la mujer a quien hoy estamos recordando— que no es posible ni legítimo entender el servicio social desligándolo del amor, de la caridad, desprendiéndolo de las normas morales, de los conceptos fundamentales, de la justicia, del entendimiento y de la unión entre todos los seres hu­manos.

El trabajador social que no tiene una base moral sólida y firme y que no siente el llamado de la caridad, como amor, como entendimiento del alma de aquellos para quienes va a trabajar, está condenado a caer en una situación quizás más grave, diría yo, más grotesca y hasta más humillante, que esa vieja limosna que con sentido de humillación se daba. Se convierte, no en el amigo, en el orientador, no en el solucionador amable del problema que muchas veces no es un problema meramente material sino que arranca del espíritu, para devenir en burócrata frío, en cumplidor a desgano de las obligaciones que le impone la necesidad de ganar un salario, con la voz áspera, en el mecanismo que no funciona, que no sana, que no cura, porque no llega al fondo mismo del problema que está en el corazón, en el sentimiento de la gente.

El Servicio Social, como lo entendiera Inés Ponte, me atreví a llamarlo alguna vez  «la técnica de la caridad». No es la caridad impetuosa, desbordada, espontánea, irregular e insuficiente. Es la caridad convertida en programación, en análisis, en estudio, en realización técnica, con base científica, de una labor para poder enrumbar satisfactoriamente tantas cosas que marchan mal en la vida de los seres humanos. Este es un título —quizás el más alto— que acompaña la figura de Inés Ponte y que da especial significación a la conmemoración de este Centenario. Esa Escuela graduó su primera promoción en 1948 y esa primera promoción llevó precisamente el nombre de Inés Ponte. Y continuó dando figuras, personas, trabajadoras sociales con alma, trabajadoras sociales impregnadas del espíritu cristiano, que por eso realizan una labor de primer orden en el enfrentamiento de las anomalías sociales que atacan a nuestro medio y que cada vez se hacen más premiosas, más opresoras sobre la conciencia de los dirigentes de este país.

Tuvo la satisfacción de recibir muchos reconocimientos. Fue Secretaria Regional de la Unión Católica Internacional del Servicio Social para los países de nuestra área. Su nombre fue escogido para distinguir un parque y un jardín de infancia. Recibió condecoraciones pontificias y condecoraciones nacionales como la de Andrés Bello, y fue propuesta, precisamente el año que iba a desaparecer, para Mujer de Venezuela, que bien lo merecía y que pudo habérsele discernido muchos años atrás. Virginidad fecunda la suya, entrega a la vida de los otros, rinde labor llena de pureza y de buena intención y, por eso, bendita por Dios, porque el éxito de sus actividades es una prueba de que su iniciativa, de que su acción, de que su voluntad eran sanas, limpias y rectas y por ello pudieron ser fértiles con la bendición del Señor.

Una vez, hablando de San Ignacio de Loyola, me tomé la licencia de usar una expresión popular venezolana, con el temor de que pudiera ser considerada un irrespeto; dije que San Ignacio de Loyola —y esto lo dije en ocasión solemne, ante un auditórium tremendamente respetable, en la ocasión del Cuatricentenario— era un  «palo de hombre». Yo quisiera reincidir en este acto, diciendo en estas circunstancias que Inés Ponte era  «un palo de mujer». Porque esa expresión venezolana representa rectitud, firmeza, fortaleza, acción, todas estas características que fueron acompañando la vida ejemplar de Inés Ponte y que la hizo sin duda una de los venezolanos de mayor rendimiento en el trabajo por el pueblo y en la acción social.

Tuve la fortuna de haberla acompañado muchas veces. Hubo entre nosotros una relación de amistad basada en el afecto, en la comunidad de los principios e ideales y en la alta estimación que yo le profesaba. Por eso tuve la satisfacción de acompañarla el día de la instalación de la Escuela Católica de Servicio Social como representante del Profesorado. Tuve el agrado de encontrarme al lado de ella en el momento en que el gobierno del Presidente Betancourt le discernió la orden de Andrés Bello.

Me cupo el honor de decir el discurso de orden el día que se graduó la primera promoción de trabajadoras sociales de la Escuela Católica de Servicio Social, entre las cuales, si no recuerdo mal, estaba la actual Presidente del Concejo Municipal de Caracas. Ahora me han pedido —y debo dar las gracias por habérseme hecho esta petición— el asociarme a esta conmemoración del primer centenario de su nacimiento, honrada con la presencia del Jefe del Estado, quien, por cierto, me sustituyó en la Cátedra de Sociología de la Escuela Católica de Servicio Social cuando la agitación de la lucha política y una candidatura que era la primera que me arriesgaba a emprender, me lanzaron por todos los caminos de Venezuela y me hicieron estar prácticamente ausente de Caracas.

Yo doy las gracias a los promotores de este acto, a Carmen Teresa Amaya, particularmente, que fue la encargada de transmitirme la invitación, lo mismo que Adelita de Calvani, por haber pensado en mí para asociarme una vez más a Inés Ponte en esta circunstancia. Y para concluir estas palabras sólo quisiera formular dos votos. Uno, el de que la figura de Inés Ponte sea modelo y estímulo para que muchos venezolanos, hombres y mujeres, sientan el llamado del servicio al país y entreguen su vida a esas tareas llenas de amargura pero también de dulce recompensa y sobre todo de la inmensa satisfacción de la obra hecha. Otro, el de que las iniciativas que ella emprendió continúen prosperando y creciendo y reciban el apoyo y la protección del Estado y de todos los sectores sociales, para que se multipliquen y para que crezcan, y para que podamos decir, como lo dijeron hoy en la primera lectura de la Misa, con palabras del Profeta Isaías: «Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque; lo reseco, un manantial».