Rafael Caldera como invitado en el programa de televisión Aula de Conferencias, transmitido por Televisa Canal 4, donde disertó sobre «La ciudad del millón de habitantes» en 1956.

La hora de Emaús

Reflexiones sobre esta hora de la Cristiandad

Leída el 4 de diciembre de 1956, en la Sala de Conciertos de la Ciudad Universitaria de Caracas, al ser invitado Rafael Caldera por Monseñor Henríquez a participar en el ciclo de conferencias internacionales de intelectuales católicos en el marco del II Congreso Eucarístico Bolivariano. 

I

Era un momento desconsolador. Todo parecía un sueño. La hermosa gesta de tres años había terminado bajo la piedra de un sepulcro. Un grotesco remedo de corona había mancillado la frente del Caudillo. Una tabla sarcástica sobre una cruz de malhechor había sido el remate de la predicación del Nazareno.

Cierto, que sus palabras habían taladrado conciencias. Con la suavidad de un cepillo entre manos expertas, el carpintero había ido puliendo en virutas la corteza de impiedad y egoísmo de todas las ramas sociales. Sus labios, a la manera de un formón, habían abierto surcos en la incredulidad; y sus ojos habían clavado en lo más hondo el evangelio de una nueva y dulce verdad.

Pobres y ricos, paisanos y extranjeros, nadie había resistido a quedar subyugado por el imperio dulce de su predicación. Había sido imposible, ante él, la indiferencia. Los que, curtidos en el mal o agobiados por la rutina, no fueron capaces de amarle, le odiaron como a bandera de revolución, como a ejemplo de bien, amor y generosidad.

Sobre todo, había sacudido a los humildes. Nadie se sentía pequeño a su lado, porque el Maestro ensanchaba su corazón de grandeza. Predicó una doctrina nueva, aconsejó el olvido de los bienes terrenos y aseguró un puesto en su reino a los mansos de corazón y a los que sufrieran persecución por la justicia.

Una corriente jamás presentida había estremecido el corazón de Israel. Pero todo fue en vano. Como un malhechor había muerto. Y aun cuando quienes fueron testigos del drama del Calvario pudieron apreciar mejor su majestad ante el suplicio que lo consumía, y aun cuando la naturaleza estremecida fue heraldo de la redención en la hora suprema, lo cierto es que al cerrarse aquellos ojos que eran luz, las tinieblas envolvieron a quienes aprendieron con él a amar y a esperar.

Derramada su sangre hasta que nada mantuvo de ella el cuerpo exánime; rígidos sus huesos perfilados entre las torturas; caída sobre las piernas de su madre aquella cabeza llena de autoridad y de hermosura, desmoronado se veía para siempre el edificio hecho con piedra y sol de Palestina, cal y tierra amasada en agua del Jordán y del inolvidable Tiberíades.

Verdad es que María, en medio de su indescriptible amargura, reflejaba en el rostro aquella convicción que mil quinientos años más tarde iba a aprisionar en mármol el artista para dejarla en la Pietà a la entrada de la Catedral del Mundo, cual testimonio de la más grande fe en medio de la máxima pena que es capaz de albergar el alma humana. Pero esa muda convicción la compartían muy pocos.

La crucifixión, forzada la justicia por hipócritas leguleyismos, parecía un golpe maestro de astucia y de violencia. En el clímax de una intensa emoción colectiva, en la propia ocasión de la fiesta nacional, prendieron al libertador de Israel que había llegado a su capital en triunfo y lo colgaron entre dos ladrones, sepultando con él al anhelo de un pueblo. Muerto Jesús entre sarcasmos, a la gente ayer fervorizada no le quedó sino bajar de nuevo la cabeza y olvidarse de sus sueños de gloria.

Aún había, sin embargo, un pequeño rescoldo de esperanza. Los ángeles que no bajaron a la cruz a curar sus heridas, podrían quizás sacarlo de la tumba en esas tres jornadas angustiosas que seguirán hasta el domingo. Sorda y muda ilusión, contaba, sin querer que pasaran del todo, las horas del viernes y del sábado. Pero el domingo amaneció; y lo que en su imaginación tenía que ser como un Juicio Final, con todo el esplendor de la gloria triunfante, acaeció de modo inédito en la roca dispuesta por el de Arimatea, «noble consejero, el cual también estaba esperando el reino de Dios»[1], pero «ocultamente, por miedo a los judíos»[2],  según el dicho de los evangelistas.

Era demasiado exigir, que esto llenara el corazón de los doloridos discípulos. Como el amigo del sepulcro, también padecían miedo los apóstoles[3] y no pensaba sino en encerrarse, porque era incontenible la reacción popular ante el fracaso de la mesiánica aventura.

¿Cómo podían contentarse con la noticia de una resurrección oculta los que habían creído su verdad y contribuido a propagarla, los que habían dejado sus quehaceres para incorporarse al movimiento de la Redención?

Más fácil era desprenderse de la idea acariciada. Reconocer que todo había sido una vana quimera.

El sentimiento de los discípulos que iban hacia Emaús reflejaba el de todos. Iban desconsolados, «entristecidos». No es que no quisieran al Maestro. No es que no veneraran su memoria. Jesús el Nazareno había sido «varón profeta, poderoso en obra y palabra delante de Dios y de todo el pueblo»[4] para Cleofás y aquel compañero incógnito, en quien se ha querido adivinar al propio Lucas, el animado narrador. Pero, ya había pasado todo. No sólo por el hecho de la crucifixión. Es que ellos tampoco querían creer el relato de las mujeres, ni su «visión de ángeles», respecto de la resurrección. Era cierto que en la tumba no estaba su cuerpo; era verdad que algunos habían ido al sepulcro y «encontrado las cosas como las mujeres habían dicho». Pero ello no bastaba. Estaba pronto el argumento para el desconsuelo: «pero a El no le han visto»[5].

Jesús había buscado en modo singular redimir a su pueblo. Ellos no lo negaban. Creyeron en él, y proclamaban aún que tuvo grandes dotes para hacerlo. Pero la realidad fue cruel. El pueblo que antes le seguía estaba ahora contra ellos. Las dulces palabras del Rabbi parecían haberse borrado de todos los oídos. Seguirían, pues, fieles a su memoria; pero esa memoria correspondía al pasado. Estaba muerto Aquel cuya vida era esencial para ganar el mundo.

 II

Debemos preguntarnos, cristianos de este tiempo, si no estamos viviendo la hora de Emaús. Nada podría simbolizar mejor nuestra actitud que el estado de alma de aquellos dos discípulos que en la mañana del gran día se alejaban descorazonados de Jerusalén. Somos fieles a Cristo en cierto modo. Le proclamarnos como un gran profeta y llevamos en el corazón su memoria. Pero ¡le hemos visto morir tantas veces!

Hemos perdido convicción en su palabra y le reclamamos una presencia más rumbosa, más definitiva, más brillante. Pensamos que algún día prevalecerá su doctrina; pero vemos tan larga la distancia y tan difícil el camino, que preferimos que lo recorran otros.

Amamos al Dios-hombre, pero no nos persuade el ejemplo de su sacrificio. Nos agrada su voz, pero no estamos convencidos de que ella baste para mover las masas. Profesamos su credo, pero sin el acento de su virtualidad. Lo vemos muerto en el sepulcro o inaccesible en las alturas; pero a pesar de sus razones claras y del tono persuasivo de sus argumentos, no querernos reconocerlo a nuestro lado en medio del camino, como en su ceguedad no lo reconocían los que iban a Emaús.

No es la nuestra, siquiera, la actitud de aquellos otros que proferían en la borrasca: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! En medio de la duda, aquél era un grito de la fe en la potestad del Señor. En medio de su simpleza, aquélla era una oración al Salvador. Por eso, Cristo no podía dejar de escucharla, y aun cuando comenzara por reprender la duda, tenía que concederles el milagro: le habían llamado, y él había prometido escuchar a los que lo imploraran.

Pero nosotros ni siquiera intentamos llamarlo. Ni siquiera el grito de la angustia brota en la humanidad cristiana en esta hora de Emaús. Más bien recuerda nuestro pesimismo, la triste queja del poeta romántico español:

El alma, que ambiciona un paraíso,

                 buscándolo sin fe;

Fatiga sin objeto, ola  que rueda

                 ignorando por qué.

Nos sentimos frustrados sin haber acometido previamente la empresa. Nos resignamos sin motivo ante el hecho alarmante de que una parte únicamente de los hombres ha conocido a Cristo y ante el más grave aún de que los llamados cristianos no aspiramos a vivir el cristianismo. No buscamos al pueblo que él amó. Preferimos ser sordos al eco doliente de sus penas para no tener que abandonar comodona pereza; para no salir con el Maestro a tragar polvo en los caminos y a beber injusticia en los olivos de Getsemaní.

Tenemos una actitud de entrega, de desesperanza y de temor. Como nuevos Cleofases, seguimos pensando en la derrota aun después de la Resurrección. Sabemos que si Cristo ha muerto muchas veces, también ha resucitado otras tantas: pero el hecho nos deja insensibles, porque no se ha cumplido el esplendor de la Resurrección a la manera que nuestra imaginación preferiría, o porque el egoísmo que nos roe busca pretexto para no apartarnos del cómodo amasar de las riquezas, de la claudicación cómplice o de la negación traidora.

 III

Estamos reviviendo la excursión a Emaús. Hasta en la milicia escogida se advierte el pesimismo con que el padre Lombardi describe el estado de nuestra generación: «Se respira en el aire —nos dice— una sensación de fracaso… Circula en los corazones un vago sentimiento de espera, pero está lejos de ser entusiasta; toda forma de actividad humana se manifiesta cansada y recelosa, oprimida por la pesadilla de la catástrofe sufrida y de la que nos amenaza»[6].

Aun en labios cristianos marca su rictus el escepticismo. Pechos que aman a Cristo, carecen de fuego para trasmitir el calor de su fraternidad universal. Como aquellos «pobres espíritus» de que hablaba en la pasada Navidad el Santo Padre, nos manifestarnos «insensibles e incapaces de dar un sentido a la vida»[7]. Y mientras tanto, la urgente vocación de apostolado que se nos legó siglos atrás sólo se cumple en muy pequeña parte.

¿Es posible que veamos con desidia como al cabo del segundo milenio sólo una tercera parte de los hombres haya abrazado el cristianismo, y de éstos apenas algo más de la mitad mantenga su unión alrededor de la Iglesia universal?

Tiempo es de despertar. Del abandono y de la incomprensión en que vivieron, surgen a la escena mundial los países del Extremo Oriente con sus inmensas poblaciones. Hora es de darnos cuenta de que, pese al esfuerzo de la Iglesia en sus campañas misionales, allá vive la mayor parte de la humanidad sin que la fe del evangelio, llevada con enormes sacrificios, haya alcanzado a más de exiguas minorías.

De lejos vemos, amenazadora y misteriosa, la impresionante inmensidad de China. Nos falta sensibilidad para inquirir por qué la doctrina de Marx, acuñada hace apenas un siglo sobre la base filosófica de desviaciones del pensamiento occidental, se ha enseñoreado de ese pueblo oriental antes de que lo haya ganado la palabra milenaria de Cristo.

Y en los pueblos de civilización occidental, mientras más vulnerada ha sido la dignidad y la justicia, surge con mayor violencia de huracán un sordo grito de revancha, porque no quieren escuchar un mensaje de amor los desheredados que sólo han visto la insensible crueldad de la ambición.

¿Es posible que sigamos empujando a los que sufren, hacia las fauces del materialismo, porque materialista y no otra cosa es la conducta de muchos llamados cristianos que han puesto a un lado a Cristo para adorar el becerro de oro, y menospreciado la compañía de aquellos pobrecitos que eran gratos al corazón del Maestro, para regodearse en la de los fariseos que lo inmolaron?

¿Acaso con cerrar los ojos a las causas profundas vamos a detener la rugiente amenaza del marxismo? ¿O será, por ventura, que el alerta apocalíptico de Marx ha cumplido en los arcanos de la Providencia un secreto carácter de instrumento para que reverdezca en el dolor y penetre entre amarguras y tragedias la semilla de la fe cristiana?

Vamos camino de Emaús. Entristecidos, conservamos como un oculto privilegio el de haber nacido cristianos; pero no tenemos fe en la vitalidad del Cristianismo ni tratamos en modo alguno de expandirlo. No queremos recordar que Cristo no trajo su mensaje para regodeo de minorías selectas, sino para todos los hombres. Y en lugar de esforzarnos para que el corazón de los humildes florezca en el espíritu de Cristo, adoptamos la actitud cobarde de preferir mediante complacencias timoratas, la conservación de aparentes ventajas que deforman la esencia de la vida cristiana.

El camino a Emaús estaba empedrado de egoísmo y temor. Egoísmo y temor es lo que sobra hoy en muchos corazones. Jesús predicó un evangelio de renunciación y de paz, pero también de integridad y valentía. Un evangelio alegre y convencido, como lo vivió la multitud que hasta de comer se olvidaba cuando lo seguían en su propaganda por tierras de Judea. Un evangelio de abnegación, como lo sintieron los peregrinos medievales que dejaban patria y hogar durante años por dar andante testimonio de creencia en la vida ulterior. Un evangelio expansivo, como lo practicaron los primeros cristianos, que en el fondo de la ergástula romana removían el corazón del carcelero, y en vez de uno, eran dos los que salían para predicar con el ejemplo, ante la plebe embrutecida y en la propia arena del circo, la conquista sublime de la serenidad interior.

Lejos estamos del verdadero espíritu cristiano. Un escritor protestante que colaboró en un volumen sobre «el comunismo y los cristianos» preparado por uno de los mejores grupos católicos de Francia, al hablar en 1937 —comentando a Berdiaeff y a Gide— de la «traición del cristianismo por la cristiandad» estampaba este comentario elocuente: «Es que el espíritu que debía ser el agente del cambio total, perpetuo y único real, se ha hecho guardián de conformismo, o a lo menos no ha sabido, por exceso de prudencia, impedir que las masas lo consideren como tal»[8]. El mal es cierto. El Papa lo ha aclarado bien. Al comentar la «anemia religiosa», «el triste cuadro de descristianización individual y social, que de la relajación de las costumbres ha pasado al debilitamiento y a la abierta negación de verdades y de fuerzas destinadas a iluminar las inteligencias acerca del bien y el mal, a vigorizar la vida familiar, la vida privada, la vida estatal y la pública», definió que no es el Cristianismo en sí, sino los hombres, quienes han dejado de cumplir su tarea. «No —dice—; el Cristianismo, cuya fuerza deriva de Aquel que es camino, verdad y vida, que está y estará con él hasta la consumación de los siglos, no ha faltado a su misión. Son los hombres quienes se han rebelado contra el Cristianismo verdadero y fiel a Cristo y a su doctrina; se han forjado un cristianismo a su gusto, un nuevo ídolo que no salva, que no se opone a las pasiones de la concupiscencia de la carne, a la codicia del oro y de la plata que deslumbra la vista, y a la soberbia de la vida; una nueva religión sin alma, o un alma sin religión, un disfraz de cristianismo muerto, sin el espíritu de Cristo; y luego, ¡han proclamado que el Cristianismo ha faltado a su misión!»[9].

IV

Nadie ha sentido más vivamente que Pío XII lo grave de esta situación. Nadie más que él ha trabajado por inyectar a la vida cristiana un principio de renovación basado en el aliento inicial del cristianismo.

La vuelta al espíritu del cristianismo primitivo se abre campo en la vida católica con un impuso sostenido por grupos de selección. No hay lugar donde no empiece a llegar la corriente: pero es urgente que alcance la generalidad de los cristianos, para que el germen que trajo el Galileo hace ya veinte siglos pueda vivificar el mundo, ser la sal de la tierra e impulsar la humanidad hacia sus mejores destinos.

Es preciso que nos entendamos en esto. Sería menester la ojeriza de los fanáticos anticristianos para echar al cristianismo la responsabilidad de maldades y crímenes. Mucho se ha aclarado y rectificado a este respecto. Mucho ha aprendido la humanidad, para que el crimen pretenda vestirse con nombre de cristiano. Pero el cristianismo padece hoy de otro mal. La enfermedad que nos aqueja es la de los discípulos que iban a Emaús. Esa enfermedad es la desesperanza. Es la falta de confianza en el Señor. Por falta de confianza en el Señor, nos conformamos con los actos de culto, nos ceñimos a arrepentirnos y pedir a Dios misericordia, pero nos asustamos con la idea de ejercer el apostolado de la caridad.

Es lo que dijo el Papa. Los hombres hemos forjado un cristianismo a gusto, un disfraz de cristianismo muerto, sin el espíritu de Cristo. Ahí está el mal. Falta vida en la acción y en la convicción de los cristianos. Llegamos a formar, consciente o subconsciente, la triste idea de que el cristianismo carece de virtualidad para ganar el corazón de las masas. Y no nos damos cuenta de que es nuestro egoísmo, nuestra falta de caridad y de justicia, la que distancia todavía a las masas de una causa que es suya, de una causa que ansían tener y defender como suya, pero que la ven alejárseles cuando pretenden capitalizarla quienes son incapaces de vivir la palabra y el ejemplo del Maestro.

¿Por qué no miramos que Cristo, a pesar de nuestra incomprensión, se ha puesto a nuestro lado para andar con nosotros el trecho hacia Emaús? No hay razón esgrimida por nuestro desaliento, a la que Cristo resurrecto, espontáneo compañero en el camino, no oponga otra razón mejor para la fe. No hay excusa de nuestra apatía, a la que no responda él victoriosamente señalando los más puros motivos para el entusiasmo. Y sin embargo, no lo reconocemos. No queremos oírlo. In propria venit, et sui eum non receperunt. Vuelve a los suyos, y son precisamente los suyos quienes no lo quieren recibir.

«El pesimismo es el mal de la época», dice Amoroso Lima, el noble exponente del catolicismo brasilero[10]. Así es. Si los experimentos de física nuclear se hubieran realizado mil novecientos años atrás, Cleofás y su compañero de viaje no habrían omitido el argumento que más poderosamente mueve a la indiferencia en nuestra hora de Emaús: el de que los explosivos atómicos destruirán a los hombres antes de que siquiera la mitad haya alcanzado el fruto de la Redención. Si la revolución bolchevique hubiera tenido lugar el año 17, y no 1917, y si el gigantesco imperio amasado por la figura siniestra de Stalin hubiera llegado a su ápice en la mitad del siglo I y no en la mitad del siglo XX, también quizás habría tenido que recoger el Evangelio de los labios de algún desconsolado, la inconfesable obsesión que hoy nos enferma, de que el comunismo ateo y disolvente conquistará los corazones de los hombres, que la mansedumbre inagotable de Cristo no ha logrado atraer.

Pero no. Medios de destrucción ha acumulado sin cesar la técnica, e imperios bárbaros ha habido en todo tiempo, sin que se haya podido detener el avance de las ideas cristianas. Contra la bomba H podrá no haber refugios válidos en los subterráneos ni en las rocas, pero seguirá en pie el único refugio valedero: el refugio moral, la vuelta al bien y la justicia. Por ella clama la humanidad desorientada, movida por la incontenible energía de un superior instinto. Y frente a las organizaciones aplastantes de las maquinarias montadas para sofocar la dignidad del ciudadano, se ha abierto paso entre los corazones aquella incontenible aspiración hacia lo alto que estampara en la rotundidad de sus conceptos el Obispo de Hipona: «quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te»[11].

El espíritu cristiano renace, hasta donde menos cabía esperarlo. Libros de la más recta inspiración teológica[12] han encontrado en Dostoievski —el mismo Dostoievski cuya descripción del dolor del pueblo ruso pudo servir de fuente de inspiración al drama bolchevique— la idea «de una nueva vocación cristiana». El marxismo surgió y se expandió por el descuido de los cristianos en cumplir los mandatos de Cristo: pero su misma extensión en el mundo, fruto de trágica descomposición, ha servido y ha de servir para que se vuelvan los ojos a la única y verdadera solución, planteada en el Sermón de la Montaña y rubricada con la sangre del mejor intérprete que ha tenido jamás el alma de los pueblos: Jesús de Nazareth.

¿No nos está diciendo, con el ejemplo de un heroísmo inenarrable, de una estirpe que parecía borrada en este siglo, la mártir población de Hungría que el comunismo es espejismo pasajero y que la amarga experiencia de sus reglas sólo ha de dejar como saldo en medio de las ruinas una búsqueda decidida y sincera de una verdad más alta? Jóvenes entre dieciocho y veinticinco años han llevado la consigna varonil del sacrificio y ofrendado sus vidas por defender un ideal de libertad y dignidad. Esos jóvenes eran apenas niños cuando fueron puestos bajo un rígido sistema de indoctrinación que no reconoce la religión sino como opio de los pueblos y no ve en el sentimiento nacional sino un obstáculo a la colectivización universal. Pero a esos jóvenes, como a todos nosotros, Dios los hizo también para sí y sembró su corazón de la agustiniana inquietud que agita al hombre hasta que reposa en el Creador. Y ha tenido que correr a raudales la sangre generosa de la pequeña nación gigante del Danubio, para que reverdezca la esperanza de los occidentales aburguesados, en la expansión futura de un sentimiento verdaderamente cristiano, único capaz de llenar el corazón de la humanidad que no está hecho para saciarse con odio y con materialismo.

V

No es el cristianismo muerto de fantasmas que van hacia Emaús rumiando su tristeza, el que puede realizar el milagro. Ni pueden ser la sal de la tierra los que en el hartazgo de las concupiscencias pierden el sabor de la sal del bautismo. No es un cristianismo sordo al clamor de los humildes, complaciente con las injusticias, insensible a los padecimientos del prójimo, temeroso de la libertad, el que puede rescatar para el amor el alma de los pueblos.

Que Marx haya ganado el Oriente antes que Cristo es, lo hemos dicho, una vergüenza de la historia. Pero la razón está en gran parte en que los misioneros enviados de Occidente, aunque han logrado cautivar a quienes de cerca los han visto, no han podido borrar del pensamiento del gran número la idea de que son hombres de la misma raza que los explotadores sin escrúpulos y que los opresores sin misericordia. Estamos recogiendo el fruto de la siembra de otros que también invocaban a Cristo, pero que se olvidaban de él en el momento de saciar apetitos sobre los oprimidos.

No es el cristianismo de los expoliadores, no es un cristianismo imperialista, no es un cristianismo proclamado por quienes no quieren vivirlo el que puede vencer en la batalla espiritual del Evangelio. Es un cristianismo diferente. Un cristianismo convencido, vivido integralmente, que no tema la luz ni el debate, que sienta la íntima virtualidad de la doctrina, y más que machacarla en las formas externas busque insuflarla en la profunda convicción de cada uno.

¿Se trata, quizá, de un nuevo cristianismo? ¿Es que al señalar nuevos rumbos a la expansión cristiana, se pretende dar un nuevo contenido a la doctrina? ¿Se resbala, acaso, en los terrenos de la heterodoxia al reclamar un nuevo impulso, un nuevo estilo, un nuevo sentido para la acción renovadora cristiana?

No hay tal. «Estos nuevos deberes son menos deberes nuevos que nuevas aplicaciones de la moral cristiana… Cristo era ayer, es hoy y es eternamente». Así lo expresa en reciente documento el cardenal Saliège, de Toulouse. «La Iglesia —ha recordado Su Eminencia— no es estática. Está en perpetuo movimiento. El Antiguo Testamento la anuncia y la prepara. Cristo la funda. Desde entonces, está en marcha hacia «cielos y tierras nuevas». No cambia de naturaleza. Permanece siempre idéntica a sí misma. Es la tradición. Trabaja en el desenvolvimiento de la doctrina. Es el progreso. Se la representa mal cuando se la presenta como una cosa fija, inmóvil, que vive en el pasado. La Iglesia vive en el porvenir que prepara. Hunde sus raíces y tiene su nacimiento, en el estado del pasado. Crece, se desarrolla y marchando a grandes pasos hacia el porvenir, muestra al hombre lo que le espera: «cielos nuevos, tierras nuevas»[13].

Más que forjar un nuevo cristianismo, la solución se orienta, pues, hacia una vuelta al primitivo espíritu cristiano. Es un sentir lo que los primeros cristianos sentían, un llenarse otra vez de la palabra del Maestro, un penetrarse como entonces de la necesidad de extender a otros la misma convicción generosa, lo que en todas partes se está reclamando. Las grandes revoluciones modernas han servido para poner brutalmente al desnudo el alejamiento de las masas de la fe integral. El mundo que se llama cristiano ha perdido el derecho a este nombre y ahora enfrenta el dilema de volver a ganarlo o sucumbir.

Cuando los hombres no queremos vivir sus mandamientos, y especialmente el de la caridad, permite Dios grandes dolores que conmueven y ponen a lo vivo las recónditas fibras de la existencia heroica. ¿Acaso el gran movimiento anticristiano de antes y después de la Revolución Francesa no ha contribuido a que en Francia empiece a reconstruirse sobre sólidas bases, un cristianismo más pujante y transido quizá de más apostolado que el de otras naciones de Europa? ¿Acaso la Revolución Mexicana, con su persecución sangrienta, no ha arado el surco para que brote un catolicismo redivivo, ejemplo y prez de los pueblos de América? ¿Acaso la sacudida peronista no sirvió para remover el sedimento cristiano en la Argentina, que ha de buscar cauce eficaz y genuino para bien de todo el Continente?

¿Cómo sabemos si en los designios inescrutables de la Providencia, la Revolución Comunista no ha servido para sacudir de entre la maleza de la indiferencia la fe cristiana de la Europa ocupada, que habrá de ganar tarde o temprano prados y estepas de acá y allá de los Urales; y si el ensayo comunista de China al fracasar, no llevará los ojillos penetrantes de esa raza a la justicia verdadera que el siglo de Marx había olvidado y que Marx deformó, la justicia del amor regado por la sangre de Cristo?

Por caminos variados, a veces irreconocibles, vendrá el reino de Dios, es decir, el reino de la verdad, de la caridad y la justicia. «Enderezad los caminos del Señor» fue admonición de los profetas del Viejo y del Nuevo Testamento[14]. Hoy resuena en renovado ámbito. Si no hemos sufrido en igual modo dolores de otros pueblos y si Dios nos ha dado riquezas naturales, ello no es un boleto para la indiferencia; es, al contrario —como lo dijo el Papa al recibir la reciente visita del Canciller venezolano— un nuevo título de obligación «para un proporcionado bienestar espiritual, si no queremos que la materia aplaste el espíritu y se imponga luego con todas las circunstancias de semejante dominio»[15]. Más obligados estamos, si de mayor bienestar material nos ufanamos (bienestar que, según nos señaló Pío XII, debe sentir toda la sociedad en todas sus categorías para que nuestro desarrollo sea armónico y beneficioso); y si los pueblos de América Latina, como lo dice el Papa en su Carta Apostólica para la Conferencia Episcopal celebrada con ocasión del Congreso Eucarístico de Río, corren entre otros peligros el de que «las costumbres del pueblo se corrompen fácilmente en la relajación y la incuria y, en la vida pública como en la privada, se debilita la firmeza saludable de resoluciones, que no puede manifestarse sino cuando cada uno se sujeta, en todas las circunstancias, a los postulados del Evangelio», les corresponde, según la palabra pontificia, la divina vocación de «tener un lugar de primer plano en la muy noble tarea de comunicar igualmente a los otros pueblos, en el porvenir, los dones deseados de la salud y de la paz»[16].

VI

La vuelta al espíritu cristiano, el genuino espíritu cristiano de los primeros tiempos, es un movimiento tangible en el catolicismo universal. No hablemos del renovado catolicismo francés, donde los literatos de mayor prestigio son familiares en la interpretación y divulgación de la Escritura y donde los juristas de más categoría se acercan con devoción o con respeto a las viejas fuentes del Derecho Natural. No hablemos del arte religioso, que se despoja de los grandes ornamentos de otros siglos y busca en la piedra desnuda la realidad de una íntima aproximación. No hablemos del heroísmo misionero y de la oblación monacal, que a cada paso informan la corriente vital del cristianismo. ¿No indican una vuelta al cristianismo primitivo la Misión de Francia que penetra, negándose, en los medios obreros; o el refugio de la verdad eterna entre las catacumbas dentro de países dominados por regímenes de sistematizada opresión?

El movimiento de renovación de la liturgia refleja, sobre todo, la preocupación del Santo Padre por vivificar la religión, llenando las formas con el vigor presente y activo del pueblo cristiano. Y el apostolado de los seglares, promovido por la Sede Apostólica, muestra su anhelo de que el cristianismo, en función de conquista del mundo, no se confine a uno o varios grupos, por calificados que sean (clero o Acción Católica), sino que vaya en la vida de cada uno de nosotros como semilla generosa de propagación universal.

Volvamos, pues, a ese genuino espíritu. Para ello, hemos de contribuir a forjar un cristianismo expansivo, pero generoso; apasionado, pero condescendiente. Expansivo, como tiene que serlo la posesión integral de la verdad. Generoso, como lo fue el Maestro, para no perder por mezquindad a quienes no lo conocen todavía. Apasionado, con la noble pasión que surge del amor y de la convicción. Condescendiente, como decía Pío XI, porque «aun observando ante los disidentes las necesarias reservas, es preciso que escuchemos sus almas, preocupados sin cesar de comprenderlos cada vez mejor; que nos les acerquemos con disposiciones de respeto y amistad; que evitemos calificarlos precipitadamente de perversos y que, sin engañarnos, los tratemos con la condescendencia que Cristo mostró siempre a las ovejas descarriadas que encontró en su ruta»[17].

Un cristianismo emprendedor, pero abnegado; manso, pero heroico; heroico, pero manso; un cristianismo penetrado de la verdad, pero comprensivo del error; un cristianismo progresista, pero enraizado en la tradición legítima. Un cristianismo sano, vigoroso y tenaz. Un cristianismo, en fin, hondamente ligado a «los postulados esenciales de la humanidad»[18]; que se ponga cada vez más cerca de los oprimidos y más lejos de toda injusticia.

Ese cristianismo renovado y sincero es el que puede y debe llenar el papel que su fundador le asignó. Mientras más duras sean las circunstancias, más y mayores esperanzas es necesario concebir. Hablando en 1937, aquel Papa dijo: «Esta época es una de las más confusas que haya conocido la humanidad, pero también una de las más bellas: porque es una época en que no está permitido ser mediocre, en que las vidas cristianas se expanden en toda su brillantez y en que se preparan los triunfos de la Iglesia»[19].

Y a quienes digan, quizá por excusar su indolencia o para justificar su egoísmo, que por no ser el reino de Dios de este mundo hay que permitir que en él triunfen la maldad y la injusticia, respondamos con la acertada observación de Mauriac: de que —según la oración que nos enseñó el propio Redentor— la verdadera aspiración del cristianismo es que se cumpla la voluntad del Padre, así en la tierra como en el cielo: es decir, que si sólo en la otra existencia se logrará la plenitud, es preciso «apagar desde aquí abajo la sed de justicia que el Hijo vino a despertar en las almas»[20].

VII

Pero ¿cómo lograr el milagro de inflamar este mundo dormido? ¿Cómo trocar en optimismo el pesimismo demoníaco o satánico que, según la expresión de Rops, afecta a los cristianos?

El asunto es vital. Quizá diréis que en esta conferencia he pasado de un extremo a otro, ya que después de hablar de «la hora de Emaús» he saltado a proclamar como inminente la renovación del espíritu cristiano. Pero no hay discrepancia ni contradicción. La hora de Emaús no está concluida. Hemos caminado hasta ahora con Cleofás y su acompañante, por el camino que a Emaús conduce, compartiendo su tristeza, su decaimiento y su abulia. Hemos llevado a nuestro lado al Maestro y no hemos reconocido sus palabras, a pesar de que su sabiduría está patente en ellas. Hemos escuchado su hermenéutica, pero no ha bastado para vencer nuestra postración de ánimo. Nos ha apostrofado. «¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón!»[21] nos ha dicho. Y ni ello ha alcanzado a movernos.

Pero nosotros también hemos de llegar a un destino. Si hemos tardado en el camino, el momento de la afirmación es el de llegar a la aldea. Recordemos el desenlace del hermoso episodio, uno de los más poéticos pasajes de la prosa evangélica: «Se aproximaron a la aldea a donde iban, y El hizo ademán de pasar adelante. Pero ellos le hicieron fuerza, diciendo: «Quédate con nosotros, porque es tarde, y ya ha declinado el día». Y entró para quedarse con ellos. Y estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron; mas El desapareció de su vista. Y se dijeron uno a otro: «¿No es verdad que nuestro corazón estaba ardiendo dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, mientras nos abría las Escrituras?»[22].

También nosotros hemos de encontrar nuestra esperanza, como los de Emaús, cuando el Maestro, extremando su bondad fuera de todo límite, se siente a la mesa con nosotros, tome el pan, lo bendiga, lo parta y nos lo dé. Será entonces cuando nuestros ojos se abran y podamos pensar que —aunque desaparezca de la vista— El entró a nuestra casa para quedarse con nosotros.

Es el misterio de la fe y del amor el que puede insuflarnos nueva vida. Lo que no alcanza a darnos la limitada luz de la razón, sólo puede lograrlo la identificación de nuestro mustio espíritu con el espíritu y el cuerpo que son fuente de vida. Salir hemos, cristianos, de una postrada religión sin alma, de este disfraz de cristianismo muerto de que nos habla el Papa. Hemos de llevar un mensaje de fe a una humanidad descreída; hemos de convertir al amor, a una humanidad saturada de odio. Amor y fe para tamaña empresa, sólo hemos de encontrarlo en fuente milagrosa. ¿Dónde, sino en el misterio eucarístico, afirmación sobrenatural de una radiante convicción, plenitud sobrenatural de un dilatado amor, renovación sobrenatural de un total sacrificio?

Coraje extraordinario exige la tarea. Sólo la eucaristía puede obrar en nosotros la transformación. Allí está la única salvación del mundo en esta hora de Emaús: en Emaús, precisamente. Lo que no lograron alcanzar en nosotros la muerte y resurrección de Cristo; lo que sus palabras, dichas constantemente en nuestro oído como a Cleofás y al otro en el camino de la aldea, no pudieron contra nuestro enceguecido pesimismo, ha de hacerlo en la mesa eucarística el íntimo contacto con Aquel que al tomar el pan y bendecirlo, al partirlo y al dárnoslo, nos comunica suficiente energía para vencer nuestras miserias y poner nuestras vidas al servicio de un noble ideal.

Fe, amor, es lo que el mundo necesita. Fe, que no sólo es virtud, sino la puerta por donde entran todas las virtudes que forman el carácter y amor, que es reconocimiento de la unidad universal en la común paternidad divina. ¿Dónde hallarlos, sino en la eucaristía? Porque en ella, según palabras de San Buenaventura, «la mente no aprehende a Cristo sino por el conocimiento y el amor, por la fe y la caridad; la fe, facilitando con su luz la reflexión; la caridad, excitando el alma a la devoción: de ahí que para acercarse a recibir dignamente este manjar es necesario comerlo espiritualmente, masticándolo por la reflexión de la fe y recibiéndolo por la devoción del amor, de suerte que no sea él quien transforme a Cristo, sino más bien sea Cristo el que le incorpore a su cuerpo místico»[23].

Hay en medio del desconcierto general una luz de esperanza, la que despide la pequeña hostia consagrada. Cristo instituyó la Eucaristía en una noche oscura, moralmente más oscura que todas. La misma noche en que iba a ser traicionado, en que lo iban a entregar y a matar de muerte ignominiosa, la misma noche en que los azotes del verdugo marcarían con indeleble mancha la conciencia de la humanidad, esa noche dejó como guía en medio de tinieblas la oblación del misterio eucarístico. ¿Qué de raro, pues, el que en esta noche de amargura se vuelva a encender aquel único faro, para que la comunión de los hombres con Dios pueda restablecer la dignidad de la persona humana, hecha a imagen y semejanza de la perfección suma?

El mundo agoniza de egoísmo. La riqueza se forja sobre la miseria, el esplendor sobre la injusticia, la potestad sobre la opresión y un orden viciado, sobre la indiferencia, la concupiscencia y el error. Los cristianos, ante la negación de las virtudes que informan su doctrina, muchas veces vacilan, flaquean, se corrompen o, a lo más, se limitan a guardar para sí un pequeño rincón de su conciencia. En medio de semejante panorama, ensayadas sin cesar y hundidas en su propio fracaso las fórmulas que el materialismo ha engendrado, los hombres vuelven los ojos a la idea de que un cristianismo sincero y apostólico podría ser la única esperanza.

Es el momento de ganar el corazón de las gentes. Para eso tenemos los cristianos que sentir y vivir el hondo espíritu redentor, que no se agota en las formas del culto, mas reclama el ejercicio leal de virtudes cristianas, entre las cuales ocupan rango prominente las virtudes sociales.

Como aparecen signos de que en todos los pueblos hay quien así lo entienda; como los más responsables en la dirección de la vida cristiana ponen cada día mayor empeño en predicarlo, debemos albergar sano optimismo. Que el día en que los desamparados vean como el verdadero cristianismo es ejercicio esforzado de la caridad —no de la caridad desnaturalizada que humilla sino de la caridad auténtica que exalta—, no habrá poder humano capaz de apartarlos de Cristo.

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, para que, así como Yo os he amado, vosotros también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros»[24]. Este ha sido el mandamiento más olvidado: pero en el juego inseparable que las virtudes teologales constituyen, toca hoy a la caridad —que sea fuego creador, heroísmo esforzado, abnegación de servicio, incineración del egoísmo— hacer que revivan a la par la esperanza y la fe.

Cristianos, lleguemos a Emaús. Encontrémonos por fin con el Maestro. No eludamos, escudándonos en el desaliento, el momento de atender sus reclamos. Si como los discípulos que iban hacia la aldea, también nosotros hemos sentido desfallecer la convicción y mitigado nuestra tentación de abandono con un «fue un gran profeta», encontrémosle vivo en el eucarístico misterio para reconocerle cara a cara; y no olvidemos lo que ha sido observado: que la vigilia de la Pascua, entre la sepultura y la vida, señala el alba de la Primavera.

Notas

[1] S. Marcos, XV, 43.

[2] S. Juan XIX, 38.

[3] S. Juan XX, 19.

[4] S. Lucas XXIV, 19.

[5] S. Lucas XXIV, 24.

[6] Para un mundo mejor, edición hispanoamericana, Poblet, Buenos Aires, 1953, pp. 39, 40.

[7] L’Osservatore Romano, 25 dic. 1955.

[8] Denis de Rougemont, «Changer la vie ou changer l’homme», en Le Communisme et les Chrétiens, Présences, Plon, París, 1937, pp. 218, 231.

[9] Radio mensaje de Navidad de 1941, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, A.C.E., Madrid, 1955, pp. 200-201.

[10] Roma, Mensaje de Hoy (O Mensagem de Roma), por Tristán de Athayde ¾Alceu Amoroso Lima¾, Fides-Criterio, Buenos Aires, p. 26.

[11] Confesiones, I, I, 1: porque nos hiciste, Señor, para Ti e inquieto está nuestro corazón, hasta que descanse en Ti.

[12]Yves M.-J. Congar, Jalons pour une théologie du laicat, Cerf, París, 2ª ed. 1954, p. 589.

[13] Traducción del Mercurio Peruano, nº 351, Lima, julio de 1956, p. 355.

[14] S. Juan, I, 23.

[15] Texto transmitido por cable de la United Press de 22 de noviembre de 1956.

[16] L’Osservatore Romano, edición semanal en francés, 5 de agosto de 1955.

[17] A los obispos franceses en su visita ad limina de 1937, citado por Congar, Jalons pour une théologie du laicat, p. 633.

[18] Encíclica «Summi Pontificatus», Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, cit., pp. 157 ss.

[19] «Consignas a los obispos franceses», citado por Congar, ob. cit.,  p. 633.

[20] «Dilemme du Chrétien», por François Mauriac, Le Communisme et les Chrétiens, cit., p. 2.

[21] S. Lucas, XXIV, 25.

[22] S. Lucas, XXIV, 28-32.

[23] Breviloquio, VI, XI, 6, BAC, Madrid, 1945, p. 473.

[24] S. Juan, XIII, 34-35.