Rafael Caldera y Rómulo Betancourt en 1978.

La parábola vital de Rómulo Betancourt

Conferencia inaugural de la Cátedra Rómulo Betancourt en la Universidad Rafael Urdaneta, Maracaibo, Venezuela, 19 de mayo de 1988.

Considero un acierto de la Universidad Rafael Urdaneta la creación de esta cátedra que lleva el nombre del venezolano de mayor importancia política en los últimos cincuenta años. Considero, realmente, que se trata de un homenaje de especial significación e importancia, porque esta cátedra debe servir para el análisis, para la interpretación, para el planteamiento de los factores y vivencias de la realidad venezolana contemporánea, de cuyo conocimiento carece una gran parte de nuestra población nacida y crecida dentro del sistema democrático que se inició el 23 de enero de 1958.

Pienso que si al propio Rómulo Betancourt se le hubiera dado la oportunidad de escoger, sería este tipo de homenajes el que habría preferido. Quizás, permítaseme decir, mucho más que algunas expresiones que él habría considerado un tanto cursis. Más que la deformación de una vigorosa personalidad que tiene un haber extraordinario dentro de la construcción de la Venezuela nueva y cuya realidad humana es, a mi modo de ver, superior al mito un tanto arbitrario con que a veces se la pretende sustituir.

La Cátedra Rómulo Betancourt tiene un compromiso de perennidad, tiene una obligación de objetividad, tiene un deber de seriedad en la investigación y en el planteamiento de los hechos de esta Venezuela nueva, que en los últimos treinta años ha vivido una experiencia totalmente inédita dentro de su historia republicana anterior. Rómulo Betancourt, como protagonista de este proceso, tiene derecho a que su figura estimule e impulse el análisis real de lo que es Venezuela, de sus antecedentes, de sus circunstancias y de la obligación que las actuales y las nuevas generaciones tienen contraída con el futuro del país.

Rómulo Betancourt es un político vinculado a la Historia, no solamente porque le correspondió hacer historia, sino porque no desdeñó nunca el estudio y el conocimiento de la historia como una fuente insustituible para la acción política. Hace poco, el día 9 del presente mes, se le rindió en la ciudad de Roma un homenaje al gran estadista y político Aldo Moro, al cumplirse diez años de su deplorable asesinato. La presidenta del Parlamento Italiano, la diputada comunista Nilde Iotti, abrió el acto con unas palabras en las cuales destacó que Aldo Moro «nunca pensó en la política separada de la historia y de la sociedad». Insistió en que Moro fue de esos genuinos estadistas que comprendieron que sin el conocimiento de la historia, sin el análisis y la perspectiva de la historia, la acción política estaba condenada a algo superficial y transitorio. Rómulo Betancourt fue un político que comprendió perfectamente esta verdad y sus contertulios suelen recordar el énfasis que ponía en que para ser en Venezuela un político eficiente había que conocer los quince tomos de la Historia Contemporánea de Venezuela de González Guinán. Había en esto, quizás, algo de exageración, pero una exageración perfectamente meditada, porque Betancourt tuvo el acierto de expresar en frases que impactaban lo que en un determinado momento debía constituir una consigna, un compromiso o un deber que cumplir.

El año 1908

El año de 1908 en Venezuela revistió unas características especiales. Rómulo Betancourt nació el 22 de febrero. Jóvito Villalba el 23 de marzo. Juan Vicente Gómez asumió a plenitud el poder el 19 de diciembre. Para ese momento, dentro del presente siglo, habían nacido Gonzalo Barrios en 1901, Luis Beltrán Prieto Figueroa en 1902, Raúl Leoni en 1905, Arturo Uslar Pietri en 1906. Esos son unos nombres, entre muchos otros de señalada importancia que se podrían mencionar: todo un compromiso con el porvenir de Venezuela, de una Venezuela que para entonces padecía el complejo de ser una de las naciones más atrasadas de un continente subdesarrollado como lo es la América Latina.

Los que nacimos dentro de los veintisiete años trascurridos desde 1908 hasta 1935, crecimos con el peso de ese complejo sobre nuestra conciencia y con el dolor de una realidad que nos invitaba a luchar para que Venezuela tomara el puesto decoroso a que la comprometía su historia. Una historia que se recordaba con pomposos actos y elocuentes discursos en las ceremonias oficiales, que se proclamaba frecuentemente en los momentos en que más oscura era la situación del país; pero al fin y al cabo ese recuerdo servía para evocar lo que habíamos sido y promover el compromiso de lo que debíamos ser. En la Venezuela de entonces, las familias distinguidas de Maracaibo mandaban a sus hijas a educarse en Curazao, y los enfermos delicados iban a Panamá a consultar profesionales de la medicina que les merecían más confianza que los profesionales venezolanos.

Nos encontrábamos en una dura situación. Un siglo de guerras civiles había contribuido al atraso que padecíamos, para el cual se habían sumado además circunstancias tan graves como la malaria, que llegó a destruir totalmente poblaciones que fueron emporios de riqueza en el tiempo de la Independencia. Betancourt estudiante se forja con esa angustia, con esa preocupación, con ese deseo de luchar, y por eso en la Semana del Estudiante de 1928 es uno de los que aflora con mayor interés por despertar en sus compañeros de generación el propósito de combatir para darle a Venezuela libertad, dignidad, progreso y justicia.

No podemos menos que recordar que para 1935 el índice de analfabetismo estaba posiblemente cerca del 70%; que había, en un país de tres millones y medio de habitantes, apenas mil quinientos estudiantes universitarios. El país requería una tarea recia en la cual había que empeñarse muy duro. En Betancourt, joven de poco más de veinte años, aparece una preocupación que es un elemento muy importante para el futuro y que se muestra en él desde el primer momento: la búsqueda de una organización partidista para la construcción de un nuevo país. El doctor Ramón José Velásquez, en la introducción general del Archivo Político de Betancourt, dice que, para él, «1930 a 35 será el lustro más importante desde el punto de vista de los preparativos para la organización del nuevo país político».

Pasan, pues, la etapa fugaz de la universidad, la aventura del asalto al Cuartel San Carlos, los años del exilio, pero se afirma una preocupación insistente por buscar caminos hacia la organización del nuevo país político, a que se refiere el doctor Ramón José Velásquez en las palabras que acabo de citar. Desde el principio entiende que la tarea no es para una sola personalidad ni para esfuerzos aislados, y por eso van apareciendo, en el curso de su agitada vida, tentativas de creación de lo que en definitiva va a ser un partido político, un gran partido político popular al cual entrega su vida, lo mejor de sus preocupaciones: el grupo Ardi en Costa Rica, Orve (Organización Venezolana) en los albores de la democracia que empieza a dibujarse en el año de 1936; el Partido Democrático Nacional (PDN), al cual se entrega para organizar sus cuadros en sus años de clandestinidad, y finalmente el partido Acción Democrática, legalizado cuando empieza la vida partidista de una manera sólida y estable en el gobierno del presidente Medina.

Mi amistad con Betancourt

El hecho de que se me haya invitado a hablar sobre la personalidad de Betancourt en la inauguración de esta cátedra lo agradezco muy de veras. Acepté de inmediato porque se me ha ofrecido una oportunidad (y no creo que podía haberla mejor) para rendir homenaje a un hombre con quien me unió una amistad, una amistad seria, sólida, una amistad que no se fundaba en vivencias de naturaleza subalterna sino en una preocupación de lleno por lograr el encauzamiento de la democracia venezolana. Esa amistad nació en la lucha, en trincheras opuestas. Apenas coincidimos en alguna ocasión, como en mayo de 1945, en el mitin del Nuevo Circo de Caracas para promover la incompatibilidad de las funciones ejecutivas y legislativas como una necesidad nacional.

En octubre de 1945 me llama por primera vez a prestar mi colaboración a la empresa que él asumía en condiciones muy especiales. El doctor Juan Pablo Pérez Alfonzo primero me llamó –habíamos estado y estábamos juntos en el Consejo de la Facultad de Derecho de la Universidad Central– para ofrecerme el cargo de Consultor Jurídico Adjunto de la Junta Revolucionaria de Gobierno. No podía aceptarlo, porque ya tenía conmigo mismo y con no pocos venezolanos el compromiso de lanzarme a una acción política que evidentemente sería incompatible con el cargo. Me buscó de nuevo Juan Pablo, ahora para insistir en que lo acompañara como Consultor Jurídico en el Ministerio de Fomento, y como tuve que declinar también este ofrecimiento, a los pocos días me llamó para decirme de parte del presidente Betancourt que quería que asumiera la Procuraduría General de la Nación. Acepté el encargo con la explicación previa de que el desempeñarlo no debería cohibirme en la labor que tenía por delante de comenzar la organización de un partido político. Betancourt, lejos de objetarla, más bien estimuló la idea, porque consideraba que en el país una fuerza política inspirada en el pensamiento de la democracia cristiana, con cuyos líderes él había hecho una buena amistad en Chile y en Uruguay, era una necesidad histórica.

No duré mucho en la Procuraduría; la marcha de los acontecimientos nos separó por varios años. Nos encontramos de nuevo, fugazmente, en Nueva York, en el mes de enero de 1958, y luego, ante la realidad del nuevo experimento democrático que, después de haber sufrido numerosos fracasos, se presentaba otra vez ante el pueblo venezolano. En ese momento la preocupación de los venezolanos empapados en la historia del país era la de que el esfuerzo por conquistar la libertad no naufragara nuevamente. Varias veces he repetido que Betancourt solía usar la frase de Mme. Letizia, la madre del Emperador Napoleón, que cuando le hablaban del esplendor del mundo bonapartista, comentaba: «Pourvu que dure», con tal que dure. ¡Con tal que dure! Y ese con tal que dure estaba expresa o tácitamente en la conciencia de todos los que habíamos asumido la responsabilidad de participar en la dirección de la vida del país hacia una institucionalidad democrática.

Y no era fácil. Una cosa que es necesario que los jóvenes, nacidos y formados dentro del sistema democrático, no ignoren, es que el proceso de afirmación, especialmente en los primeros seis años, que van de 1958 a 1964, estuvo erizado de peligros y de dificultades. Sería un error el que los jóvenes creyeran que la democracia conquistada el 23 de enero con la salida del dictador al exterior marchó desde entonces sobre rieles, sin que hubiera mayores problemas que resolver. El año 58 estuvo hinchado de problemas.

El 23 de julio, el gobierno provisional estuvo prácticamente derrotado. El 7 de septiembre, nuevamente, hubo un movimiento en que nada menos que la unidad encargada de custodiar y proteger al Ejecutivo en Miraflores era la protagonista de la subversión. Esto sucedió una y otra vez en el gobierno de Betancourt. Las palabras «Porteñazo», «Barcelonazo», «Carupanazo» no fueron vocablos hueros, sino expresión de una dramática y angustiosa realidad. En esta situación venía muchas veces a mi conciencia una frase del presidente Gallegos, que a los pocos meses de haber asumido el poder, en 1948, me dijo: «Caldera, el hombre de presa acecha. Quizás no esté lejano el día en que Ud. y yo nos encontremos en el exilio».

La historia de Venezuela fue realmente dramática, y yo estoy convencido de que de no haber sido por la dolorosa experiencia que nos reunió a los dirigentes de todos los partidos en las cárceles y en el exilio, habría sido difícil sostener la obligación solidaria que habíamos contraído de llevar adelante el proceso para no defraudar la esperanza que latía en el pecho de la buena gente venezolana.

La amistad la forjó entonces el compromiso que habíamos contraído con la historia, con el país, con nuestra propia vida. Me ofreció Acción Democrática a través del doctor Raúl Leoni y del doctor Gonzalo Barrios y en nombre del presidente Betancourt, ya electo, la presidencia de la Cámara de Diputados. Esta posición no la entendí simplemente como una dignidad, ni como una fuente de honores y satisfacciones, sino como un compromiso muy serio, como una obligación muy exigente, en la cual me sentía obligado a participar para echar bases firmes al sistema democrático venezolano.

Fuimos, los copeyanos, a una coalición de gobierno con el presidente Betancourt. Le presenté como candidatos para formar parte de su gabinete a los mejores hombres que le podía ofrecer. Y sentí que la obligación que nos incumbía era la de darle una colaboración leal, la de hacer el mayor esfuerzo posible para que el Gobierno saliera hacia delante.

Y esa amistad, que no fue de una frecuente intimidad pero sí una relación permanente inspirada en los intereses superiores del país, se pudo llevar adelante y –diría yo– pudo ir fortaleciéndose cada día, porque fue hecha a base de franqueza, a base de honestidad y a base de tener como norma cumplir a cabalidad los acuerdos que se formalizaron. En algunas ocasiones he dicho, cuando se habla no solo en Venezuela sino en toda la América Latina, y aun más allá, del Pacto de Puntofijo, que el mérito del Pacto de Puntofijo no fue redactarlo ni firmarlo. Muchos pactos hermosos se han elaborado y suscrito en la historia política de los pueblos. El mérito de Puntofijo fue cumplirlo, y se ejecutó con entera lealtad hasta el último día del gobierno del presidente Rómulo Betancourt.

«Fue un hombre de coraje. Cuando el atentado de Los Próceres, desdeñó las comodidades que podía ofrecerle un tratamiento médico en cualquiera de los mejores establecimientos hospitalarios, para irse a Miraflores a dar el frente, a asumir con toda entereza la responsabilidad del gobierno».

No siempre fácil

Esta relación no siempre fue fácil y sencilla. Es lógico comprender que en muchas ocasiones hubiera opiniones diversas. Debo admitir y proclamar que la actitud que el presidente Betancourt adoptó en esas ocasiones fue siempre de una gran altura y ellas me sirvieron para corroborarme en la idea de que no se trataba de un agitador político sino de un verdadero estadista.

Cuando me notificó, una noche que fuimos convocados al Palacio de Miraflores, que se había decidido devaluar la moneda y le expresé nuestra posición contraria, manifestó que él no tomaría esa decisión si nosotros no lo acompañábamos. Eso ocasionó la renuncia de un distinguido venezolano a quien quise y admiré mucho pero con quien en ese momento discrepé, que era el ministro de Hacienda, el doctor José Antonio Mayobre. Y en una ocasión (el general Antonio Briceño Linares, aquí presente, estaba esa vez en Miraflores) tuvimos una discrepancia sobre una situación de procedimiento por la angustia en que él se encontraba ante la situación de Venezuela en el año de 1962. En aquella ocasión me dijo: «Estoy dispuesto a hacerlo aunque Copei no me acompañe», y me vi en el caso de manifestarle, con todo sentimiento, que no podíamos acompañarlo porque ello le quitaría fundamentación al mismo apoyo que le estábamos dando. Al día siguiente, Juan Pablo Pérez Alfonzo me llamó y me dijo que se había enterado de la situación y que pensaba que yo tenía razón. Betancourt, que era un hombre impetuoso, firme en sus decisiones, pero inteligente y capaz de reflexionar sobre la situación, en aquel momento nos dio la razón.

Fue un hombre de coraje. Cuando el atentado de Los Próceres, desdeñó las comodidades que podía ofrecerle un tratamiento médico en cualquiera de los mejores establecimientos hospitalarios, para irse a Miraflores a dar el frente, a asumir con toda entereza la responsabilidad del gobierno. Es célebre la frase –una de esas frases impactantes que lo caracterizaron a través del ejercicio del gobierno– que frente a la campaña vigorosa de la oposición («Rómulo, renuncia») acuñó y que se ha repetido muchas veces: «Ni renuncio, ni me renuncian».

Estuvo firme en la lucha, manteniendo una situación a veces extraordinariamente delicada. Se le dividió su partido, el Gobierno perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, la oposición con mayoría de votos tomó una actitud aguerrida y agresiva, y se le hizo frente a aquella situación sin vacilar un solo instante. Pienso que realmente su figura, la figura política de Rómulo Betancourt, que indudablemente se pergeña en su actuación como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno a partir del 19 (porque el 18 estalló el movimiento y el 19 se constituyó la Junta de Gobierno) de octubre de 1945, tomó definitiva consistencia y consagración ante el país a partir del momento en que le correspondió la responsabilidad de ejercer la Presidencia de la Republica en el muy difícil y muy laborioso quinquenio de 1959 a 1964.

Debo observar aquí también que cuando en medio del confuso ambiente de la provisionalidad, en vista de que no se llegaba a un acuerdo entre los principales partidos políticos para postular a un candidato de unidad a la Presidencia de la República, surgió la tesis del gobierno plural, fue la fuerza política que yo representaba la más firme en rechazar la idea de ese gobierno plural. Sostuvimos a troche y moche, contra toda las presiones que la opinión pública nos hacía desde muchos lugares, que era necesario que hubiera un presidente que asumiera el poder, que pudiera ejercerlo y que tuviera la responsabilidad plena ante el país para que la democracia se fortaleciera. Para mí, era renunciar a la cómoda situación de copresidente por cinco años, sin problemas electorales y con todos los beneficios de eso que Betancourt denominaba «la parafernalia».

Creo que tuvimos razón al rechazarla. Pero así como la tesis del gobierno unipersonal la consideramos una necesidad para el país, también nos dimos cuenta de que era para nosotros una fuente mayor de obligación, porque teníamos que darle todo el apoyo, todo el respaldo, toda la colaboración posible, al ciudadano a quien el pueblo de Venezuela escogiera para dirigir el Gobierno en este primer periodo después de la provisionalidad.

El 45 y el 59

Viendo de cerca la figura de Rómulo Betancourt surgen muchos interrogantes. Algunos se plantean una comparación, que yo no auspicio, entre el Rómulo Betancourt del 45 al 48 y el Rómulo Betancourt del 59 al 64. Hay quienes dicen, incluso con cariño, que les gusta más el Betancourt de la Junta Revolucionaria de Gobierno que el Betancourt de la Presidencia de la República en el primer quinquenio constitucional. Yo encuentro una unidad sustancial entre ambos. Entiendo que Betancourt en el periodo de su Presidencia trató de lograr, y en gran parte logró, fundamentalmente los mismos objetivos que lo habían inspirado joven, revolucionario, entusiasta e inexperto, en uso del poder de facto que le dio el movimiento cívico-militar del 18 de octubre. Democracia, libertad, respeto, progreso social, reforma agraria, nacionalismo petrolero. Una serie de objetivos básicos que fueron recogidos en el programa mínimo que suscribimos los tres candidatos presidenciales el 6 de diciembre de 1958. Porque el Pacto de Puntofijo no fue simplemente una alianza política, ni menos aun –como hay quien pretende afirmarlo– un reparto de posiciones o de cargos burocráticos. El Pacto de Puntofijo fue un compromiso, un acuerdo de honor para establecer y mantener la democracia en el país, acompañado con un programa mínimo, en el cual estaban los objetivos fundamentales para establecer no solo una democracia política sino una democracia social.

No me cansaré de repetir que el año de 1958, al mismo tiempo que se reconstruían los partidos eliminados por la dictadura, se reconstruyó el movimiento sindical, con fuerza y poder suficientes para intervenir en la decisión de los asuntos fundamentales del país. Y que aun antes de que sancionáramos la Constitución del 23 de enero de 1961, habíamos aprobado la Ley de Reforma Agraria, que con todas las críticas que con buena o mala intención se le pudieran hacer, constituyó un hecho clave para que Venezuela lograra el fortalecimiento de su democracia y para que no estuviéramos padeciendo hoy el terrible azote de la guerrilla campesina que están padeciendo otros países hermanos en América Latina.

Yo considero que en Betancourt las ideas que inicialmente fueron forjándose en él fueron realmente mantenidas a lo largo de su acción política; solo que pasó nueve años en el exilio reflexionando sobre los hechos que habían ocurrido. Cuando salió al exilio, a fines de 1948, para regresar en enero de 1958, su preocupación constante fue estudiar, analizar, investigar, evaluar los factores que habían conducido al desenlace trágico del 24 de noviembre de 1948. Y vino a Venezuela con el firme propósito de corregir lo que hubiera que corregir, de orientar de acuerdo con la realidad social, que no se puede inventar ni deformar, los factores que habían de intervenir para lograr la misma finalidad que esencialmente lo había llevado a la lucha en su tiempo de estudiante.

El estratega

Una vez me dijo Jóvito Villalba que Betancourt era un hombre de cultura, pero sobre todo un gran estratega. Y yo creo que esa opinión es exacta. Fue un estratega que puso su capacidad de estrategia, de táctica, al servicio de las ideas fundamentales que lo habían llevado a la lucha. Hay una carta en el Archivo Político de Betancourt que me causó especial impresión, por aquello de la actitud, de la relación, que el Betancourt revolucionario tuvo con el movimiento comunista latinoamericano y universal.

En una carta al doctor Carlos León, retirándose del Partido Revolucionario Venezolano, escrita desde Curazao el 1° de diciembre de 1928, en relación con un editorial que había escrito Salvador de la Plaza en un periódico llamado Libertad y en el que se enjuiciaba –en ese editorial– en forma negativa la actitud de los dirigentes estudiantiles del 28 por algunos aspectos, Rómulo Betancourt dice lo siguiente: «Negamos que fuéramos comunistas de la misma manera que hubiéramos negado cualquier otro calificativo que se hubiera dado a un movimiento que fue únicamente, exclusivamente, antidictatorial», y habla después de la «plena convicción de un deber que nos impone ser sinceros a todo trance. Siendo el comunismo –dice– la doctrina de avance en el mundo político y siendo tan humana la «novelería» juvenil, creo que el grupo hubiera procedido, de no mediar la convicción dicha, muy de otra manera, aceptando alborozado la presunta orientación de su gente». Esto era, pues, a tiempo suficiente como para que se vea que para entonces ya él estaba formando una idea clara frente a esta cuestión, que fue una de las más controversiales en su vida. Esa actitud de lucha en algunas ocasiones llegó a ser sumamente dura con los dirigentes del movimiento comunista venezolano.

En una ocasión, en Caracas, siendo Presidente Betancourt, se celebró un congreso mundial de la Juventud Demócrata Cristiana. El presidente de la República hizo el gesto de asistir en el Teatro Municipal a la sesión de instalación y de decir allí unas palabras muy llenas de profundo contenido. Después ofreció un agasajo a los jóvenes que asistían al congreso mundial, en la residencia presidencial de Los Núñez.

Y en un momento dado, uno de aquellos jóvenes, quizás un tanto irrespetuosamente, movido por la confianza que el Presidente había despertado en el auditorio juvenil, le preguntó: «Señor Presidente, dígame, ¿en verdad Ud. ha sido comunista?». Y él respondió: «Yo estuve trabajando con los comunistas en Costa Rica, participé con ellos en la acción, estudié mucho el pensamiento marxista-leninista, pero la lectura de Trostsky comenzó a fortalecer en mí el sentimiento nacionalista y llegué a darme cuenta de que ese internacionalismo que la ortodoxia marxista-leninista proclamaba no era compatible con el sentimiento genuino de nacionalidad» (no estoy citando exactamente las palabras pero estoy tratando de reproducir la idea de la mejor manera). En verdad, en Betancourt existió una afirmación muy nacionalista, muy patriótica. Y aun en las diversas circunstancias en las cuales tuvo quizá que modificar su actitud frente a potencias extrañas, siempre trataba de insistir en su deseo de interpretar y de realizar lo que era la genuina preocupación por Venezuela.

El 18 de Octubre

Dentro de la vida de Betancourt hay y habrá siempre muchos hechos propensos para la discusión y para el análisis y será difícil poner de acuerdo a todos los intérpretes para que tengan una sola opinión. Pero en medio de esos hechos hay una serie de circunstancias que me parecen muy elocuentes. Por ejemplo, la responsabilidad del 18 de Octubre. Un acontecimiento que se discute y se seguirá discutiendo a través del tiempo, por las diversas aristas y manifestaciones que este fenómeno presenta. Es evidente que Betancourt, llamado por un grupo de oficiales jóvenes que estaban dispuestos al derrocamiento del Gobierno, trató de impedirlo, hizo esfuerzos visibles para que no ocurriera.

El más patente fue el viaje que en unión del doctor Raúl Leoni realizó en un barco de carga, en medio de las circunstancias difíciles de la Guerra Mundial, a Washington, para convencer al doctor Diógenes Escalante de que aceptara la candidatura presidencial que el general Medina le había ofrecido, a través de su hermano Julio, y que se había negado a aceptar. Este viaje fue un intento increíble para tratar de impedir lo que ocurrió después. Sin duda, Betancourt y Leoni hicieron partícipe a Escalante de lo que conocían sobre la situación de la joven oficialidad militar. Esto contribuyó a que Escalante aceptara la candidatura, pero también fue sin duda un factor que sicológicamente aceleró un proceso de descomposición en su salud que vino a dar al traste con la solución que para ese momento se había encontrado. Cuando ocurre el levantamiento, antes seguramente de lo que se había planeado porque habían llegado a los servicios de información militar noticias del movimiento, Betancourt realiza una acción audaz: pone a los militares que acaban de recibir de las manos del presidente Medina el poder, la condición de que le den mayoría absoluta en la Junta de Gobierno para poder asumir la responsabilidad. Esta integración de la junta, de cuatro miembros de Acción Democrática, un independiente y dos militares, surgió en la misma mañana del 19 de octubre. Y Betancourt se hizo cargo con mucho coraje de las tareas del Gobierno revolucionario y mantuvo una admirable lealtad en el compromiso que Acción Democrática habla contraído con Don Rómulo Gallegos en la campaña de 1941.

Me contó Betancourt –y algunas otras personas también conocieron por sus labios esta versión– que un día el comandante Delgado Chalbaud, miembro de la Junta Militar, le planteó lo siguiente: «Presidente, Don Rómulo Gallegos es una personalidad eminente pero no es un político, no va a poder manejar el Gobierno, nos van a derrocar y vamos a pagar las consecuencias de todo lo que haya ocurrido a partir del 18 de octubre. Yo le propongo a usted que deroguemos el decreto que prohíbe a los miembros de la junta ser candidatos a la Presidencia. Usted se va en un viaje al exterior, deja encargado como presidente de la junta a Mario Vargas, que le ofrece más confianza que la que le puedo ofrecer yo, y en su ausencia nosotros dictamos un decreto por el cual derogamos aquella disposición que precipitadamente promulgamos cuando obtuvimos el poder».

Betancourt me contó que le había respondido: «Lo entiendo. Quiero mucho a Gallegos, pero sé que realmente no es de su temperamento el manejo de la situación política; pero el partido está comprometido, el país está comprometido, yo estoy comprometido con él y la candidatura de Gallegos es un hecho irreversible, irrevocable». Este, a mi entender, es uno de los elementos que ayudan para calibrar su figura humana. Cumplió, a sabiendas de lo que podría ocurrir después, a sabiendas de que la situación del país no era para ofrecer favorables auspicios a un gobierno como el que podía realizar un ilustre maestro, un intelectual pero que era al mismo tiempo un hombre que sentía despego por el poder público, como Don Rómulo Gallegos.

Rómulo Betancourt, Alicia Pietri y Rafael Caldera en el Teatro Municipal de Caracas.

Los motivos fundamentales

Había entre los motivos fundamentales de su vida unos cuantos muy presentes, como la lucha petrolera. No hay que negar que él fue en cierto modo un pionero, un precursor. Cuando se habló del fifty-fifty, es decir, de que al país le entrara el 50% de las ganancias de las compañías, ello parecía un objetivo extremadamente revolucionario. Sintió una gran satisfacción por la constitución de la Opep, si bien el discurso que pronunció en la ratificación del Acuerdo de Bagdad fue cauteloso, porque la situación indudablemente no era la más favorable para la lucha que se iba a emprender.

En los primeros diez años de la Opep ni siquiera se pudo alcanzar el objetivo, no de aumentar los precios del petróleo sino de impedir que siguieran bajando; pero lo importante fue la creación de una entidad que en determinado momento en el mundo llegó a ser punto de mira, de estudio y de análisis desde todos los ángulos y por todas las personalidades vinculadas al tema, en los países desarrollados y no desarrollados. La creación de la Corporación Venezolana de Petróleo estuvo dentro de esta misma dirección. Puedo afirmar por ello que el presidente de Venezuela del periodo 59-64 fue en este camino un confirmador claro del presidente de la Junta Revolucionaria de 1945 a 1948.

En materia religiosa fue interesante también su posición. El presidente Betancourt, el revolucionario Betancourt, el jefe de Estado Betancourt tuvieron siempre una actitud de respeto por el hecho religioso. Se ha conocido la circunstancia de que en 1936, cuando ocurrió la ruptura del movimiento estudiantil entre la FEV y la UNE por una motivación religiosa, Betancourt expresó una opinión contraria a que se llevara la posición de izquierda a este terreno, planteando cuestiones que iban a conducir falsamente al enfrentamiento.

Más adelante, cuando fue presidente de la Junta de Gobierno, según lo manifestó muchas veces, se vio llevado sin darse exacta cuenta al proceso del Decreto 321, que se interpretó como una medida dirigida a la eliminación o al debilitamiento de la educación privada y especialmente de la educación privada religiosa.

Él mismo solía decir que cuando estaba más agitada la bandera del sectarismo antirreligioso, sus compañeritos de Barlovento, que estaban entre los más fanáticos adherentes de su partido y lo visitaban en Miraflores para expresarle sus aspiraciones, en primer término le pedían la reparación de la Iglesia, la construcción de una capilla, es decir, elementos de la vivencia religiosa profundamente metida en el pueblo.

Y cuando como presidente de la República se superó una cuestión que el Gobierno planteó en relación con la escogencia del nuevo arzobispo de Caracas, se empeñó en conquistarse la amistad y el afecto del arzobispo que fue después el primer cardenal de Venezuela, y llegó en este sentido a crearse una relación de amistad y me atrevería a calificar también de afecto, que contribuyó para que se celebrara el acuerdo que puso fin al patronato, conforme a lo previsto en el programa mínimo de Puntofijo, según lo recordó Copei al Presidente en el último año de su mandato.

Dentro de la reflexión intensa que debió mantener en Puerto Rico y en los otros lugares de su exilio durante los años de la dictadura militar, una de las cosas que seguramente lo impresionaron más fue la necesidad de ponerle coto al odio entre venezolanos. Cecilio Acosta, una de las mentes más lúcidas que ha producido nuestro país y que vivió en una perspectiva suficiente para analizar todo el drama de nuestra historia política, afirmaba que no era cuestión de raza ni imperativo geográfico, como algunos pretendían, lo que explicaba la dolorosa situación que Venezuela había atravesado; que lo que había envenenado nuestra situación era el odio político.

Yo creo que Betancourt esta idea la meditó profundamente, tratárase o no de que Cecilio Acosta –por lo demás, paisano suyo, porque era también mirandino, de la región de los Altos– lo hubiera señalado así. Es admirable observar cómo, al volver al Gobierno, se empeñó en sepultar rencores, se empeñó en tender puentes de entendimiento, y mucha gente que en años anteriores había adoptado contra él posiciones radicales fue reconocida y atendida con nobleza en el tiempo de su presidencia. El Rómulo Betancourt presidente de la República tuvo frente al expresidente López Contreras una noble actitud de respetuosa consideración que sepultaba totalmente los recuerdos del duro enfrentamiento, y he nombrado al presidente López Contreras porque era el más distinguido, pero muchos venezolanos podrían mencionarse que, después de haber combatido duramente a aquel luchador en las décadas precedentes, encontraron un ambiente de respeto y consideración por parte del nuevo gobernante de Venezuela.

Esto lo hizo, pienso yo, por su preocupación por el país, por la democracia venezolana, por la necesidad que sentía de que se pudieran realmente orientar con claridad los movimientos, los sentimientos, la acción del país, hacia horizontes de libertad y de justicia.

América Latina

Tuvo además un sentimiento, diría yo, muy integracionista. Hubo tentativas en el gobierno provisorio del 45 al 48 hacia un acercamiento grancolombiano, que en definitiva no dio el resultado que se esperaba. Pero él estaba permanentemente presente en la lucha, en el combate, en el terreno latinoamericano. Yo diría que el módulo central de esta lucha se ve en su enemistad, en su conflicto permanente con el presidente Rafael Leónidas Trujillo Molina, dictador de la República Dominicana. Cuando los esposos Kennedy estuvieron en Caracas, en la cena que el presidente Betancourt les ofreció, me correspondió estar al lado de la señora Kennedy, que a su vez estaba sentada al lado del presidente Betancourt. Y aunque él conocía bien el inglés, lo leía fácilmente y podía entenderse en inglés, tenía un cierto prurito de no hablarlo porque no fuera su expresión como él quisiera y hasta acudía a una de esas frases graciosas de su vocabulario, traduciendo en un inglés muy personal de él la expresión popular de que «loro viejo no aprende a hablar», y decía con un acento golpeado: «Old parrot does not learn to speak». (Otra expresión que le sirvió de mucho en la lucha política fue aquel «We will come back», que no era exactamente la que usó el general McArthur, pero que le sirvió como instrumento a este estratega que indudablemente sabía lo que quería y a dónde iba.)

En aquella cena, cuando la señora Kennedy le ve las manos quemadas; hace un gesto de horror y conmiseración y pregunta qué fue eso. Betancourt me pide: «Dile, Rafael, explícale, que esto fue obra de “Chapita”, pero que él está bajo tierra». Allí aparecía en todo su dramatismo la lucha que, al mismo tiempo que en Venezuela, se llevaba a cabo para que se estableciera la libertad en la República Dominicana.

La corrupción

Además de todas estas características y otras muchas, Betancourt tenía una obsesión de lucha contra la corrupción. Eso lo llevó hasta a cometer errores políticos como los juicios por peculado del trienio 45-48 que, aunque movidos por una justificada preocupación, por un deseo de escarmentar, condujeron a una serie de medidas, planteamientos e injusticias que indudablemente no contribuyeron ni al fortalecimiento de la situación establecida ni a la corrección de aquellos males. Por eso, en la Presidencia, Betancourt insistió en que era preferible limitarse a los más clara y directamente responsables. En que se dictara una disposición transitoria en la Constitución señalando solamente a los más envueltos en la responsabilidad del régimen anterior, y vio con buenos ojos la idea de que se diera el recurso a la Corte Suprema de Justicia para que pudieran revisarse los procedimientos. Pero, desde luego, lo mortificaba terriblemente el pensar que su lucha, que no era solamente por la libertad, por la reforma agraria, por la justicia social, por el nacionalismo petrolero, por la integración latinoamericana, fuera a ser carcomida por el morbo terrible de la corrupción. Lo preocupó mucho en todo instante esta situación. Cuando ya parecía que estaban resueltas favorablemente las cosas y enrumbado definitivamente el país, cayeron sobre su espíritu profundas mortificaciones.

Debo decir que cuando sumamos nuestros esfuerzos para la construcción del Estado democrático en Venezuela, puso una gran confianza en la tarea que nos correspondió. La posición de Rómulo Betancourt ante la redacción de la nueva Constitución, que se promulgó dos años después de instalado su gobierno, fue un acto de confianza, podría decir, especialmente hacia Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Rafael Caldera. Estaba conforme con todo lo que en medio de este proceso fuéramos acordando para conformar una Carta que él temía pudiera llegar a ser demasiado ilusoria, demasiado teórica y que tuviera dificultades para su realización (tanto, que fue él mismo el empeñado –quizás sin plena necesidad pero las circunstancias lo explican a cabalidad– en suspender las garantías el mismo día en que entró en vigencia el texto constitucional). Él sentía una visible satisfacción al ver cómo se iba venciendo el cúmulo de problemas que se presentaban, y hasta llegó a decir, al terminar su quinquenio, en una forma en que hasta cierto punto podía tener razón, como Acción Democrática tuvo su candidato presidencial, que fue el doctor Leoni, y ganó las elecciones, y Copei tuvo su candidato, que fui yo, que quedé en segundo lugar, que sumando los votos de Leoni y los míos, «el Gobierno» había ganado por absoluta mayoría. Claro está que mi posición era una posición difícil, porque yo no era candidato del Gobierno pero tampoco era candidato de la oposición; me tocaba hacer campaña defendiendo un gobierno que tenía su candidato a quien yo estaba combatiendo. En medio de esta realmente difícil situación, sin embargo el país tuvo comprensión del fenómeno y me dio un aumento de 50% en nuestra votación, una votación mayor que a distinguidos venezolanos que estaban en abierta y tenaz oposición, como eran el doctor Arturo Uslar Pietri, el doctor Jóvito Villalba y el vicealmirante Wolfgang Larrazábal. Betancourt decía, pues, que al fin y al cabo los votos de Leoni (novecientos cincuenta y tantos mil) y los votos de Caldera (cerca de seiscientos mil) daban una mayoría al Gobierno, y esto lo hacía por ese lado estar tranquilo. La verdad es que los ministros copeyanos, en plena campaña electoral siguieron en sus cargos y lo acompañaron hasta el último día en que fue a entregar la banda presidencial en el Congreso de la República.

«Pienso que la figura de Rómulo Betancourt, más que un mito, es la de un gran conductor humano, es la de un gran venezolano. Con todos sus errores, su imagen es la de un mensajero de los ideales de libertad, de justicia, de progreso, de honestidad, que inspiraron a lo largo de todos los tiempos y en las peores circunstancias a las mentes más esclarecidas y a las personalidades más ilustres de Venezuela».

Las nuevas generaciones y la historia

Toda esta lucha es bueno que los jóvenes la conozcan, la analicen, la valoren. Es peligroso que las nuevas generaciones asuman el rol que les corresponde y que les impone la historia sin conocer suficientemente la historia misma, sin darse cuenta de las raíces, sin recordar algo que no me cansaré de repetir: que en ciento quince años, desde 1830 hasta 1945, no llegamos a tener ocho años de gobierno civil, sumando a Vargas, a Narvarte, a Tovar, a Gual, a Rojas Paúl y Andueza, porque el general-presidente parecía una necesidad inevitable en el país, de acuerdo con la tesis del gendarme necesario; que hay raíces profundas que no desaparecen totalmente sino a través del tiempo, y hay peligros que es necesario enfrentar, y que la única manera de vencer cualquier peligro en que nos encontremos es mantener aquella idea de que lo que interesa a Venezuela y al sistema democrático tiene que prevalecer sobre los intereses y las aspiraciones de los distintos grupos, de las distintas corrientes, de los distintos partidos.

Betancourt tuvo la suerte de entregarle el Gobierno a un compañero de su partido. Él había obtenido alrededor del 50% en las elecciones del 58, y el doctor Leoni obtuvo más o menos el 30% en las elecciones del 63; pero, en medio de su preocupación, sentía que había logrado el objetivo fundamental de su vida, el objetivo de su generación, y lo inquietaba la preocupación, que indudablemente lo acosaba, de si las generaciones de relevo estarían a la altura de la tarea que la realidad nacional, las exigencias del desarrollo y la problemática del país demandarían.

Murió triste

Debo decir aquí, porque así lo siento, que estoy convencido de que Betancourt murió triste. No fueron solo algunas expresiones que no pudo callarse, «sobre las verrugas que afean el rostro de la democracia», sobre la necesidad de mantener los principios morales de la administración pública, sobre el temor de que las facilidades que la Providencia y una acción tenaz le han dado a Venezuela en los últimos años, pudieran relajar los resortes morales, llevarnos hacia el consumismo, hacia la ociosidad, hacia la corrupción. Betancourt, que era muy reservado para exponer sus preocupaciones en esta materia, alguna vez dejaba entender a sus más allegados que lo mortificaba la situación de Venezuela. Quizás en algún momento llegó a pasar por su mente la dramática posibilidad de que pudiera morir en el exilio. Sentía que las bases se estaban carcomiendo, sentía que la labor realizada se podía dañar y perder, sentía que las propias instituciones que habíamos contribuido a formar como indispensable sostén de la democracia, los partidos, perdieran la noción de ser instrumentos de servicio al país para convertirse en comanditas de lucro y de beneficio personal. Le horrorizaba el que la voluntad y el espíritu del pueblo, que son el fundamento de las instituciones, cayeran en el escepticismo y pudieran un día cualquiera volver de nuevo al precipicio adonde muchas desilusiones y muchas traiciones lo llevaron en la dramática historia de la República de Venezuela.

En mi sentir, el ciclo que se abrió después de una larga experiencia, el ciclo que cubre la vida del estudiante del 28 y del revolucionario del 30 al 35 y del luchador político hasta el 45, del jefe de Estado provisional del 45 al 48, y del exilado de diciembre del 48 a enero del 58, culmina definitivamente en ese periodo, en ese primer periodo de la historia democrática de Venezuela que fue desde 1958 con la provisionalidad y desde 1959 con el gobierno constitucional, hasta 1964. Representó un indudable avance, una base muy firme, pero que era necesario fortalecer, enriquecer, consolidar.

La historia de Venezuela ha sido muchas veces la historia de episodios que comienzan entre retóricas elocuentes y terminan en dolorosas frustraciones. Augusto Mijares hablaba del mito de Sísifo, condenado por los dioses a levantar su carga y a verla caer cuando ya va a llegar a la cima, para tener que comenzar nuevamente desde abajo.

Estoy convencido de que quienes tuvieron acceso a Betancourt en sus últimos años deben haber sentido en sus palabras y en sus gestos una especie de mensaje: esto, que tanto nos cuesta, ¡hay que fortalecerlo! ¡Hay que salvarlo! ¡No se puede jugar a la intriga, a la maniobra hasta límites peligrosos! ¡Esto no se puede dejar que sucumba ante las tentaciones que la riqueza fácil ha derrochado sobre Venezuela!

Esta cátedra, que debe analizar a fondo la realidad venezolana de nuestro tiempo, ayudaría mucho a ese objetivo estudiando a fondo los últimos años de vida de Rómulo Betancourt, de 1964 a 1981. Debo decir, en cuanto a mí concierne, que no me cabe duda de que su palabra contribuyó a que se reconociera y se aceptara el triunfo electoral que me llevó a la Presidencia de la República en las elecciones de 1968. Debo decir más: en los momentos en que veía venir un enfrentamiento que no iba a tener solución por las circunstancias de que el Gobierno no tenía un respaldo mayoritario en el Congreso, en más de una ocasión le envié un emisario personal. Llamaba a Andrés Aguilar, que era su amigo y había sido su ministro de Justicia, a Nueva York, y lo enviaba a Berna, para que le explicara la situación que estábamos viviendo, para que lo pusiera al tanto de los peligros que enfrentábamos. Y esa gestión jamás fracasó. Siempre hizo lo posible por lograr que, por encima de la lucha partidaria, hubiera la visión de esta institucionalidad que es de todos, que a todos nos corresponde y que todos estamos en el deber de preservar.

Pienso que la figura de Rómulo Betancourt, más que un mito, es la de un gran conductor humano, es la de un gran venezolano. Con todos sus errores, su imagen es la de un mensajero de los ideales de libertad, de justicia, de progreso, de honestidad, que inspiraron a lo largo de todos los tiempos y en las peores circunstancias a las mentes más esclarecidas y a las personalidades más ilustres de Venezuela. No está cerrado el ciclo, pero el país y Betancourt desde su tumba nos reclaman devolverle la fe a nuestro pueblo y recuperar su confianza. En esta tarea, estoy seguro, servirá de mucho el análisis de la parábola vital de Rómulo Betancourt.

 

Rafael Caldera habla sobre Rómulo Betancourt tras su muerte – Primer Plano (5/10/1981):