Rafael Caldera durante su programa «Aula de Conferencias TV», en el que apareció la conferencia sobre Manuel Vicente de Maya.

Manuel Vicente de Maya: el testimonio discrepante

El padre Manuel Vicente de Maya, nacido en San Felipe el Fuerte el 10 de marzo de 1767, fue una personalidad excepcional en una familia de excepción. Su hermano Juan José (nacido el 16 de febrero de 1773) representó a San Felipe, votó a favor de la Independencia y estuvo entre los Presidentes del Congreso de 1811; graduado en Santo Domingo, sucedió a su padre en 1795 como Regidor Alférez Real de San Felipe, hizo práctica jurídica en Caracas, entre otros con Miguel José Sanz y dejó brillante recuerdo en el ambiente universitario. Otros hermanos Maya tuvieron también actuación: Juan Manuel, doctor en Teología y maestro de sala de Filosofía en el Seminario de Caracas; José Antonio, Alcalde de San Felipe para 1796, y Justo José, patriota, en cuyo proceso aparece amparándolo su hermano. A Manuel Vicente, Rector de la Universidad Real y Pontificia, Deán del Cabildo Metropolitano y Gobernador de la Arquidiócesis y Diputado por La Grita en el Congreso de 1811, nos referimos el 19 de septiembre de 1955 en una charla de televisión de un programa que fue suspendido pocas semanas después por orden del gobierno de entonces. Aquí aparece su reconstrucción.

 

El voto salvado del Presbítero Manuel Vicente de Maya, representante por La Grita —cuya jurisdicción cubría en cierto modo lo que constituye hoy el Estado Táchira—, es uno de los hechos más hermosos de afirmación democrática en la historia republicana de Venezuela. El Congreso de 1811, integrado por una pléyade ilustre de eminentes personalidades, cuyos nombres ha ido grabando el tiempo en la conciencia nacional, se salvó del unanimismo por el valiente gesto del diputado por La Grita; y la discusión de sus argumentos, el respeto ejemplar de Congreso y pueblo por su voz fueron una magnífica lección que no ha sido suficientemente aprovechada para hacer entender a las generaciones jóvenes lo que en el momento culminante de nuestra integración nacional significó y lo que debe significar, como modo de vida, el reconocimiento del derecho a disentir.

Lo que hoy se enseña es diferente. Manuales y maestros sólo inducen en el ánimo de los escolares menosprecio o rabia hacia aquel «Cura de La Grita» que no quiso votar afirmativamente por la Independencia. No así lo hicieron Juan Vicente González, para quien «Maya sólo protestó contra la declaratoria de la independencia el 5 de julio, engrandeciendo con su noble libertad aquel ma­jestuoso espectáculo» y Arístides Rojas, para quien Maya fue «el único hombre de carácter que supo sostener sus opiniones en el grupo de los opositores a la independencia de Venezuela».

Alegó el padre Maya la tesis del «mandato imperativo» al invocar que los poderes recibidos de sus comitentes no lo autorizaban para votar la independencia. El caso se ha hecho típico cuando esta cuestión se debate en las clases de Derecho Constitucional. Hoy predomina netamente el criterio de que la representación conferida a un diputado no puede limitar sus poderes; y, desde luego, en cuanto al fondo, está más que fallado el que la Independencia no sólo era justa, sino oportuna, o, mejor aún, inaplazable.

Los sentimientos del padre Maya no eran conformes con la emancipación. En esto nadie lo acompañaría hoy. Se colocó fuera de la dinámica social y erró en el juicio sobre el hecho más importante de nuestra historia. Pero, lejos de ser un rufián, o un exaltado como José Domingo Díaz, se ganó el respeto de sus contemporáneos en medio de aquel encrespado torbellino de pasiones y con ello permitió a los fundadores de la patria exhibir una de las mejores credenciales de su augusta creación de aquellos tiempos.

Para juzgar el hecho histórico de aquel voto salvado no habrá textos más altos ni voces más limpias que las de los egregios patriotas, arriba mencionados. Arístides Rojas, quien dijo, además: «Sólo una voz, la del padre Manuel Vicente Maya, tuvo la nobleza de afrontar todos los peligros y la honradez de expresar rotundamente sus opiniones»1. Y Juan Vicente González, quien después de escribir la frase contundente «engrandeciendo con su noble libertad aquel majestuoso espectáculo», emitió este veredicto de­finitivo: «Porque no fue mediano valor arrostrar la indignación de una multitud ansiosa, y defender contra el entusiasmo general sus creencias desesperadas. Opuso a todos el voto de los habitantes de La Grita, sus comitentes. Y el Congreso ordenó se escribiese su protesta al pie del acta de la Independencia, tributando así un homenaje a los derechos de la conciencia, tomando una venganza digna de la libertad»2.

No hay en la actualidad quien considere inoportuna la declaración de julio, ni quien sostenga la fuerza vinculante del mandato imperativo en materia constitucional. Nadie habrá hoy que comparta las aprensiones de fondo y de forma mantenidas por el Padre Maya en aquella etapa decisiva. Pero es necesario destacar lo positivo de su actitud, en cuanto puso en claro el concepto de noble y libre discusión desde el primero y más importante momento de la vida política de nuestro parlamento. La mayoría hizo bien, votando sin demorar la Declaración de Independencia. Pero rubricó su conducta, respetando la disidencia expuesta con gran elevación por el diputado de La Grita.

¿Quién era «el cura de La Grita»?

Algunas personas se preguntan: ¿quién era «el cura de La Grita»? No era, en verdad, de La Grita, como Miranda no era de El Pao, ni de los lugares que representaban muchos otros de los constituyentes de 1811. Pero tampoco era un cura cualquiera. Era una de las figuras más preclaras de la Universidad y de la Iglesia.

Nació Manuel Vicente de Maya en San Felipe el Fuerte. La ciudad, hoy capital del Yaracuy, tuvo en el siglo XVIII un esplendor extraordinario. Fundada —después de muchas vicisitudes— por Real Cédula de 1730, se pobló con una provechosa inmigración del país vasco. San Felipe fue sede de una gran factoría de la Real Compañía Guipuzcoana y la circundaron, en sus valles feraces, plantaciones riquísimas. El terremoto de 26 de marzo de 1812 la arrasó, quedando de su esplendor escasas ruinas. La población actual tuvo que reconstruirse por completo.

El padre de don Manuel Vicente llegó a Venezuela a mediados del siglo XVIII. Don Gabriel de Maya Tellechea era navarro. Figura prominente en San Felipe el Fuerte, Procurador General en 1771, Alcalde en 1772, 1779, 1798; Regidor Alférez hasta 1795, renunció aquel año para ser reemplazado por su hijo Juan José. Casó con doña Gerónima Vidal Tinoco, quien le dio numerosa familia.

Manuel Vicente descolló como universitario. Se graduó de Doctor en Cánones y en Ciencias Políticas el 20 de octubre de 1793, y en Teología, el 26 de febrero de 1797. Ya antes de obtener el doctorado aparece como Catedrático de Latinidad en Mínimos; desde 1796 es Catedrático en Sagrados Cánones. El 13 de enero de 1809 encabeza una brillante Junta nombrada por el claustro para formar las nuevas constituciones de la Universidad: la componen, con él, Juan Nepomuceno Quintana, José Antonio Montenegro, Rafael Escalona, Tomás Sanavria, José Ángel Álamo y Alejandro Echezuría, más el Rector Gabriel Lindo.

Ejerce el Rectorado desde 1811 hasta 1815. El 23 de febrero de 1811, en reunión del claustro celebrada para encargar a Quintana y a Paúl la refutación al libro de Burke, aparece presidiendo como Rector el Padre Maya, nueve días antes de la instalación del Congreso Constituyente, que tendría lugar el 2 de marzo de 1811. Es decir, que cuando va al Congreso, es ya figura prominente dentro de la Universidad3.

Y en cuanto a su actuación eclesiástica, aparte su gestión de Cura Rector en La Guaira, en 1799, durante la cual hubo de estar separado de la Universidad, aparece como Canónigo Magistral del Cabildo Eclesiástico de Caracas para el 8 de diciembre de 1816, fecha en que, embarcado hacia España el Arzobispo Narciso Coll y Prat, quedó por voluntad de su Ordinario encargado del gobierno de la Arquidiócesis.

Fueron tiempos difíciles los que correspondieron a la gestión del Padre Maya. Estaban todavía recientes los horrores de la guerra a muerte, y la decisión de la contienda atravesaba dramáticas alternativas. La vida de Monseñor Coll y Prat en Madrid ha estado envuelta por la bruma. Quizás, recientemente, el descu­brimiento de la identidad de un corresponsal de Andrés Bello, de quien se daba noticia en la Vida de Don Andrés por Amunátegui, pueda ayudar a disiparla4. Pero no es necesario indagar mucho para calibrar las situaciones en que debió manejar el Canónigo Maya la vida de la iglesia metropolitana.

Durante este período, es forzoso reconocerlo, siguió empecinado en su actitud legitimista. Favoreció la difusión de la infortunada encíclica de Pío VII y reiteró su posición en carta pastoral de 1818. Pero de su conducta al frente de la Iglesia y de su altísima honestidad será el mismo gobierno republicano el que se encargará de dar honrosa fe, en la oportunidad de poner fin a su mandato.

Un bello ejemplo

Mientras ejercía el gobierno de la Arquidiócesis, se planteaba por realistas y patriotas la sucesión del Arzobispo Coll y Prat, todavía titular de la sede. Los españoles promovieron la designación de un Coadjutor, de la cual se tomó conocimiento, sin que se llegara a ningún resultado concreto. Los patriotas se mantenían alerta ante la separación de Coll y Prat para la nueva provisión de tan importante destino.

Nombrado por la Santa Sede el antiguo Arzobispo de Caracas Obispo de Palencia, el Gobierno republicano se movió en el sentido de que se declarara la vacante para que cesara en sus funciones el presbítero Maya y se hiciera nueva designación. El Cabildo se negó a adoptar semejante decisión mientras no tuviera información directa, a pesar de que don Manuel Vicente tomó la iniciativa de autorizarlo a designar otro interino para satisfacer el deseo del Gobierno.

Pero la muerte del señor Coll y Prat, ocurrida en Madrid el 30 de diciembre de 1822, vino a poner fin a este estado de cosas. La nota que había enviado don José Manuel Restrepo, Ministro de Relaciones Interiores y Justicia, al Venerable Deán y Cabildo Eclesiástico, invocando el paso del Arzobispo a Palencia para pedir se declarara la sede vacante, constituye uno de los documentos más valiosos para juzgar, tanto el mérito personal y el comportamiento del Canónigo Maya, como la conducta de las autoridades republicanas en aquellos calamitosos tiempos. Porque al solicitar, en nombre del Vicepresidente Santander, se proceda a «elegir Provisor y Vicario General» y se «consulte la opinión pública sobre la persona que debe ser electa» (lo que censura Monseñor Navarro), concluye el Ministro Restrepo: «Su excelencia no tiene motivo alguno de queja contra el actual Prebendado que desempeña el Provisorato; mas conoce que siendo un destino tan importante para la tranquilidad y sostenimiento de la República debe recaer en alguna persona que a las cualidades canónicas reúna mucho patriotismo, y amor a la independencia de su patria»5.

Fue un bello ejemplo. El respeto de las autoridades revolucionarias por el Canónigo Maya, quien no había ocultado sus convicciones, y el testimonio de que como Gobernador de la Arquidiócesis, cabeza de la Iglesia en Venezuela, no había dado «motivo alguno de queja», forman una de las páginas más elocuentes de cómo en medio del huracán revolucionario de que el propio Bolívar habló en el discurso de Angostura, hubo suficiente elevación en los hombres de la Independencia y calidad suficiente en Maya, para llevar los delicados asuntos que tenía confiados, en plan de altura digno de la consideración de las generaciones siguientes.

Pobreza y Mérito

Murió el Padre Maya el 5 de octubre de 1826. Ya las armas patriotas habían decidido en Ayacucho definitivamente el destino de la América. Once años atrás había dejado el Rectorado de la Universidad, y casi cuatro iban a cumplirse desde que se separó del Gobierno del Arzobispado, por elección, en sede vacante, del Deán Pbro. Dr. José Suárez Aguado como Vicario Capitular. Para el momento de su muerte era Tesorero del Cabildo Eclesiástico.

Había tenido singular relieve. Había ejercido gran poder en los supremos órganos de la vida educativa y religiosa de Venezuela. Dos notas iban a dar carácter a su muerte: su pobreza y el reco­nocimiento de sus conciudadanos.

De la primera hay fe en Acuerdo Capitular de la Catedral de Caracas6. En 13 de octubre de 1826, en acuerdo suscrito por los capitulares Llamozas, Escalona, Hurtado y Santana y por el Secretario Diepa, se informa haber sido sepultado en la tarde del 6 el Tesorero don Manuel Vicente Maya, fallecido la víspera y haberse acordado no cobrar cosa alguna por la asistencia del Cuerpo al funeral «en consideración a que dicho Sor. no ha dejado propiedad conocida, a que desempeñó el gobierno del Arzobispado en tiempos calamitosos y al afecto particular que le ha profesado todo el Cabildo».

Del segundo, la manifestación más elocuente proviene de la Universidad. En claustro pleno, el 9 de noviembre de 1826, consta lo siguiente: «Observó el señor Rector que las demostraciones fúnebres que se han hecho en las exequias de los señores Doctor D. Manuel Vicente de Maya y Maestro José María Terrero por su extraordinario mérito académico y personal, si no queda constancia de ellas luego se olvidarán, y la posteridad ignorará nuestra gratitud hacia tan dignos universitarios, se acordó, sin perjuicio de la más detenida disposición que se ha de dar para eternizar la memoria de los individuos de este Cuerpo que más se distingan, que el Secretario, a continuación de esta acta extienda una noticia de los expresados funerales, poniendo copia literal de los pensamientos latinos y castellanos que adornaron los túmulos»7.

¡Hermosa muestra de cómo ha prevalecido siempre el generoso espíritu venezolano en el reconocimiento, la reconciliación y la justicia!

El retrato de Maya

Debía ser Manuel Vicente de Maya un hombre de gran inteligencia, pero, sobre todo, de singular carácter. Singular, no por la sola entereza, sino por su don de conjugar la energía y la bondad.

Estos rasgos parecen adivinarse en su figura8. Rostro oval, algo adiposo, pero con ojos penetrantes y firmes. La curva de sus rasgos hace suave su fisonomía; la fuerza de su mirada anticipa lo irrevocable de las grandes determinaciones. Piel clara, cabellos oscuros, talle erguido, hay en todo él la presencia de una fuerte personalidad.

Debía ser un gran orador. Así lo afirma el Doctor Ezequiel María González al colocarlo de primero entre los oradores sagrados de su época: «Aún perduraba en la Iglesia de Caracas la fama de los sacerdotes Lindo y Bello, que se renovaba en los nombres de Maya, de Suárez Aguado, de Escalona, de Echezuría y de Pablo Antonio Romero. Y con esos nombres venerandos, que inscritos conserva en sus fastos la iglesia venezolana, encontramos perpetuados otros de grata recordación…»9

Pero quiero insistir, sobre todo, en su bondad personal y en la rectitud de su espíritu. Lo creo tanto más necesario, cuanto que el incidente de julio de 1811 ha provocado una torcida interpretación de su semblanza. Para esto debo volver a la autoridad de Juan Vicente González y de Arístides Rojas, porque nadie podría ser menos que ellos tildado de debilidad en el amor a la Independencia y a Bolívar, ni menos sospechoso de realismo, al verter frases de elogio —y verdadero amor— por don Manuel Vicente.

En la biografía de José Manuel Alegría menciona Juan Vicente González a Maya como «Provisor bondadoso que le amaba» y refiriéndose al Obispo Lazo y a él habla de «aquellos hombres de quienes había recibido este otro bautismo de una benevolencia dulce, de una elocuencia fácil, de una piedad sincera»10. En la estupenda biografía de Ribas expresa: «El doctor Manuel Vicente Maya era un sacerdote célebre ya por la rectitud del alma y sus dulces virtudes. Extraño al odio, su corazón santo se difundía en una expresión de sonrisa angelical que inspiraba amor y pensamientos buenos; y en el gobierno de la Diócesis, sus adversarios le preferían a sus amigos, porque de nadie podían esperar tanta indulgencia de la justicia»11.

Este juicio se corrobora ampliamente por el de Don Arístides Rojas: «Espíritu recto, hombre de verdad, continuó en la filas españolas, después de la catástrofe de 1812 y la rota de 1814, y sustituyó, como gobernador del Arzobispado, a Coll y Prat, cuando éste fue llamado a España en 1816. Ya para esta fecha había entrado Maya como Magistral en el Cabildo eclesiástico, donde continuó hasta su muerte. Hay hombres que dondequiera que figuren, serán siempre sostén de la virtud y áncora segura en los naufragios de la sociedad. Maya en las filas españolas hasta 1821, como en las republicanas hasta su muerte, fue el pastor bonus del Evangelio»12.

Pero, volvamos a 1811. Está reunido un conjunto de hombres, los más eminentes del país, en la capilla de la Universidad. El debate es ardiente. Los jóvenes de la Sociedad Patriótica, entre ellos Bolívar, pugnan desde afuera por inflamar al soberano cuerpo con el espíritu revolucionario. Los de adentro se hallan repartidos en variadas tendencias. Unos, con Francisco Miranda a la cabeza, ven llegado el ansiado momento de decretar la independencia absoluta. Otros vacilan: algunos, quizás por no estar convencidos de la noble causa que va a definir el destino de América; los demás, por temor de las consecuencias prácticas que ven venir inevitablemente de tan solemne determinación.

Entre ellos, Manuel Vicente de Maya se escuda en el cumplimiento de las instrucciones enviadas por sus comitentes. La voz firme del sacerdote sanfelipeño pudiera poner en peligro la determinación suprema, dando cauce al temor de los indecisos. Pero, no. El pueblo y el Congreso están ya decididos. El peligro de la vacilación ha pasado. Los que dudaban han sentido llegar hasta sus pechos el ardor de la libertad y vibran al fragor de una causa que los va a proyectar hacia la historia.

El día 5 de julio, la independencia es un hecho jurídico irrevocable. Luego vendrán las armas de los próceres y el empuje del pueblo a convertirla en realidad irreversible, en el acontecer hemisférico. Pero el paso está dado. De allí que cuando la voz del diputado de La Grita se levanta de nuevo, se pudiera temer la inoportunidad de un desplante. No hay tanto. Lo que quiere aquel hombre, para ser consecuente consigo mismo, es consignar en la relación del debate, la posición mantenida.

Por ello pensamos que el testimonio discrepante, el voto salvado del Padre Maya es uno de los gestos más elocuentes, de los más rotundos acontecimientos ocurridos en aquellos días memorables, para dejar ante la mirada de las generaciones clara medida de la libertad y el respeto, la entereza y la comprensión que prevalecieron en los orígenes de la República.

Sería justo que los ciudadanos de hoy, y los niños —como los ciudadanos del mañana—, valorizaran este hecho en todas sus amplias proyecciones. La lección del voto salvado de 1811 y de la conducta de los patriotas hacia Maya hasta el propio momento de su muerte constituyen próvida enseñanza. Ya es tiempo, para aprovechar esa lección, de que la crítica despeje el camino a la interpretación histórica. La ruta la trazaron, en esta dirección, hace unos cuantos años, quienes supieron cultivar el patriotismo con amor desbordante, a la sombra de la verdad y la justicia.

Notas

1. «El Congreso Constituyente», en Estudios Históricos, Serie 2, p. 187.

2.    Biografía de José Félix Ribas. En la edición de la Biblioteca Popular Venezolana, p. 21.

3.    Los datos universitarios pueden verificarse en la Historia de la Universidad Central de Venezuela por el Dr. J. de D. Méndez y Mendoza, t. I, y señalada­mente en las pp. 190, 198, 214, 385 y ss.

4.    Amunátegui refería la existencia de un Thomas J. Farmer, que desde Madrid enviaba informes a los patriotas por conducto de nuestra Legación en Londres, y cuya identidad debía ocultarse todavía. Farmer ha resultado ser (y es raro que por traducción de los vocablos, el misterio no hubiera podido esclarecerse antes) Tomás José Quintero, venezolano, doctor de la Universidad de Caracas, Secretario del Arzobispo Coll y Prat y quien da fe de sus últimos días y de su voluntad de que su corazón fuera traído a la Capital de Caracas.

5.    V. Anales Eclesiásticos Venezolanos, por Mons. Nicolás E. Navarro, 2 ed., Ca­racas, 1951, pp. 236-245.

6.    Monseñor Navarro localizó, como una deferencia al autor, esta acta en el Libro XXVII de Acuerdos Capitulares del M. y. Deán y Cabildo de esta S.I.M. de Caracas.

7.    Méndez y Mendoza, Historia de la Universidad Central, t. 1, p. 352. El Rector era para entonces el Pbro. José Cecilio Ávila. Lástima que la disposición adop­tada no pudo cumplirse, por lo que no quedaron en el Libro las transcripciones.

8.    La figura del Padre Maya, al lado de la de su hermano Juan José, puede verse en el cuadro de Juan Lovera, La Firma del Acta de la Independencia. Con sus rasgos coincide su retrato de busto, que poseo por bondad de Hercilia Zumeta Maya y de Amalia Amiama Maya, sus descendientes colaterales, quienes me donaron sendos ejemplares en atención a que mi abuela paterna fue descendiente directa de Juan José Maya. Ese retrato espera, de la amplitud de la justicia histórica, su honra definitiva.

9.    Del opúsculo «Oradores Sagrados» en el Primer Libro Venezolano de Literatura, Ciencias y Bellas Artes, Caracas, 1895.

10.   Juan Vicente González, Tres Biografías, Edit. Cecilio Acosta, Caracas, 1941, pp. 177-178.

11.  Biografía de José Félix Ribas, Biblioteca Popular Venezolana, p. 20.

12. «El Congreso Constituyente», Estudios Históricos, Serie 2a, p. 137.