Caldera, harina y huevos

Por Eduardo Mayobre

En la única oportunidad en que hablé largo con Rafael Caldera, él se sentía agraviado. Le habían arrojado varios huevos y algunos se habían estrellado en su cabeza y en su pecho. Me comentó que nunca antes quienes manifestaban en su contra habían acertado a alcanzarlo. En muchas ocasiones habían tratado de agredirlo. Incluso, una vez había debido protegerse debajo de una mesa, después de un mitin en el Nuevo Circo. «Pero ahora me dieron», concluyó, con una expresión en que mezclaba asombro con tristeza.

Estábamos en Santiago de Chile, en noviembre de 1964. Caldera había viajado para asistir a la toma de posesión de su amigo Eduardo Frei Montalva, el primer democratacristiano elegido como Presidente de la República en América Latina. Don Rafael había recibido todo tipo de deferencias y su presencia se había destacado porque se presumía que sería el segundo presidente de la región de esa corriente. Después de los actos oficiales, estaba previsto que cumpliera un programa de actividades que resaltara su figura de líder capaz, a la vez de entusiasmar a las masas y de ser teórico de la doctrina social de la Iglesia. El programa incluía una conferencia en la Escuela de Periodismo de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, esta última fundada por Don Andrés Bello, el venezolano a quien él había dedicado varios estudios académicos.

Antes de iniciar su disertación, Caldera se quitó el reloj pulsera y lo colocó sobre la mesa para controlar el tiempo. Discurría sobre la democracia y el desarrollo. De pronto, un joven se levantó y le increpó a gritos sobre la «dictadura Betancourt-Caldera». Casi de inmediato comenzó a caer agua sobre el escritorio del conferencista, proveniente de una manguera que sostenía desde una ventana cercana al techo una amiga mía. Caldera se levantó de su silla y siguió hablando de pié, casi sin inmutarse. Defendía su derecho de hablar y sostener los principios de la democracia, entonces acusada de formal. Enseguida se produjo un enfrentamiento.

Los partidarios de la democracia cristiana y los asistentes neutrales ocupaban la mayoría de la sala. Pero los activistas que intentaban boicotear el acto controlaban la puerta al fondo de la misma. Y desde ahí le lanzaban huevos como si fueran balas. Caldera seguía hablando y cuando veía o presentía que un huevo iba a alcanzarlo daba un paso al costado sin titubear ni perder el hilo de un discurso de altura y totalmente coherente. Nunca le dieron. Ahí admiré al líder, capaz de sostener su discurso en las circunstancias más adversas.

Como la puerta era la única salida, cuando terminó la charla, en ella lo encontraron los manifestantes y lograron que los huevos lo ensuciaran. Ese fue el tema de nuestra conversación en la noche de ese mismo día. Yo estudiaba el primer año de Filosofía en la facultad y mis amigos habían sido los agresores. Compartía la ideología de ellos, pero no los motivos que los habían llevado a adoptar una actitud mitad violenta y mitad carnavalesca. Debido a que me era fácil explicárselos al doctor Caldera, él se interesó en lo que tenía que decirle. En resumen, se trataba de desahogar la frustración que había producido el triunfo electoral de Eduardo Frei Montalva sobre el eterno candidato socialista, Salvador Allende.

Dos días después, se organizó un acto de desagravio al líder venezolano, esta vez en el auditorio de la Facultad, con la participación del decano y del recién posesionado ministro del Interior, Bernardo Leighton. Se prepararon las fuerzas de choque estudiantil de la democracia cristiana y de la izquierda violenta. No estuvieron ausentes, aunque participaron sólo como observadores, los agentes policiales del nuevo gobierno. La táctica de los agitadores había cambiado. En lugar de dirigir los huevos al cuerpo de Caldera y de las autoridades los tiraban al techo junto con proyectiles de harina y éstos caían sobre ellos manchando sus trajes y cabezas. No pudieron hablar. Se suspendió la ceremonia. Por primera vez en muchos años la violencia en contra de las autoridades políticas se hacía presente en la Universidad de Chile. Comenzaba un cuestionamiento a la democracia formal que provocó una revolución pacífica frustrada y dos décadas de una dictadura militar asesina y retrógrada. Posteriormente, el desagravio a Caldera fue un acto folklórico, con cueca y banderitas, en las afueras de la ciudad.

Estos hechos, aparentemente inocuos, presagiaron la tragedia que se cerniría sobre Chile. Contribuyeron a despertar a los monstruos que se cebaron en contra de la democracia formal. Sirva este recuerdo para rendir homenaje a Rafael Caldera, quien siempre la defendió y luchó por ella.