Entrega de las llaves de la ciudad de Quito a Rafael Caldera, por parte de la municipalidad, el 6 de febrero de 1973.

Actualidad del pensamiento de Bolívar como guía y expresión del nacionalismo latinoamericano

Conferencia dictada en Guayaquil, Ecuador, en la Confederación de Abogados de los países andinos, el 30 de enero de 1975.

 

Nada más propio que hablar de Bolívar en esta privilegiada ciudad de Guayaquil. Por muchos motivos, este gran puerto ecuatoriano fue puerta anchurosa para su entrada final a la gloria.

Pero, cuando no se trata de hablar de Bolívar como expresión de un pasado brillante, sino de poner su mensaje en función de este tiempo, el tema bolivariano debe recabar mayor atención. En un mundo sacudido por el estremecimiento de nuevas realidades, la América Latina siente con más intensidad que en cualquier otro momento posterior a la Independencia, la necesidad de realizar y fortalecer su unidad, de reivindicar sus derechos, de asentar su plena soberanía a través de su independencia cultural y económica. Para ello, busca con ansia sus mejores fuentes y encuentra que la mejor guía y la más cabal expresión de sus aspiraciones está, precisamente, en el pensamiento y el ejemplo del Libertador.

Las dificultades del momento histórico constituyen un incentivo para la acción, más bien que un argumento para la renuncia. Es cierto que no sólo son diversas sino contradictorias las situaciones establecidas en los diferentes países: ello no obstante, predomina cada vez más la afirmación de la unidad. Es lo que he llamado la solidaridad pluralista. Encontrar lo fundamental que nos vincula, a pesar de la diversidad.

El nacionalismo latinoamericano cobra vigor. Se afirma unitariamente, en medio de la pluralidad de concepciones y sistemas por los cuales se rigen nuestros diferentes Estados. Nunca, tal vez, desde los días gloriosos de la Emancipación, se habían dado pasos tan audaces en defensa de lo nuestro, se había hablado un lenguaje tan categórico, se habían tomado posiciones tan claras en el afianzamiento de nuestra soberanía y en la expresión de nuestra identidad.

El proceso de integración ya no es vana palabra.

La defensa de nuestra soberanía sobre nuestros recursos naturales y el justo aprovechamiento de los mismos al servicio de nuestros pueblos ya no se admiten solamente como alegato de un derecho: se reconocen como el cumplimiento de un deber. Los programas de desarrollo, la defensa de nuestra cultura, la elaboración de una tecnología propia, ya no constituyen consignas esporádicas, sino la reafirmación insistente de un propósito común.

Por ello, cuando proclamé ante el Congreso de los Estados Unidos y en el Consejo de la Organización de Estados Americanos el orgullo de ser latinoamericano, no estaba invocando solamente los títulos inmarcesibles de la historia, sino expresando una convicción de plena actualidad.

El Nacionalismo latinoamericano tiene características marcadas y entre ellas resaltan las siguientes:

1) Afirmación de la soberanía, en todos los órdenes, frente a cualesquiera potencias que pretendan desconocerla o mancillarla;

2) Unión operante de nuestras naciones en la gran familia latinoamericana, mediante el respeto a la soberana determinación de cada una y la no intervención en los asuntos específicos de nuestras diferentes repúblicas;

3) Libertad y justicia como bases del ordenamiento nacional e internacional;

4) Contribución decidida y desinteresada de nuestro continente a la paz del mundo, al entendimiento entre los pueblos y al equilibrio universal.

A medida que esta corriente nacionalista cobra más impulso, se hace más diáfana la inspiración que le presta el pensamiento del Libertador. Bolívar cobra actualidad como segura inspiración del nacionalismo latinoamericano. Este fue el tema que desarrollé en ponencia enviada al reciente Congreso de Sociedades Bolivarianas celebrado en Lima, con ocasión del Sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, y el que me propongo exponer ahora ante Ustedes, seguro de su comprensión como ecuatorianos, bolivarianos y latinoamericanos.

Espero poder demostrar, en esta primera aproximación al asunto, que podría dar lugar a una investigación más amplia y completa, que Bolívar no es sólo el héroe perennizado en mármoles y bronces, sino el mentor y el más seguro conductor de los anhelos revolucionarios que sacuden a las actuales generaciones de América Latina.

I

En primer término, el pensamiento bolivariano es la mejor fuente de motivaciones, de definiciones y de ejemplos para el ejercicio de la plena soberanía de nuestras naciones. Dentro del proceso cumplido en el primer cuarto del siglo XIX, hubo en Bolívar una posición clara para excluir todo género de tutela, de protectorado, o de menoscabo en cualquier forma, de esa plena independencia. Fue muy categórica su posición contra cualquier idea de traer un príncipe extranjero o de adoptar cualquier mecanismo o sistema que mantuviera un status colonial.

Se ha señalado en todas formas que el proceso de nuestra Independencia encontró una oportunidad en los sucesos de Bayona y que la invasión napoleónica de la Península Ibérica vino a constituir una especie de detonante para que estallara la gran empresa de la emancipación. Nadie puede negar que la indigna comedia a través de la cual Bonaparte recabó el trono de los Borbones para su hermano José, puso en movimiento una serie de pronunciamientos que dieron inicio al proceso de la Independencia. Pero no puede negarse, tampoco, que los patriotas se pronunciaron de inmediato contra los Borbones, contra el invasor extranjero y contra los cuerpos que desde la Península invocaron la herencia de los monarcas claudicantes. Y de que la decisión de emanciparse, que tuvo en Bolívar su más calificado prototipo, fue contra todo poder que pretendiera ejercerse sobre estas antiguas colonias, decididas a ser independientes.

Es preciso observar que, si bien la invasión napoleónica creó un estado de cosas en España que favoreció en el primer momento la acción de los patriotas americanos, también ella puso a favor de los reyes españoles destronados, a Inglaterra y a todos aquellos países europeos para los cuales la destrucción del imperio napoleónico era objetivo primario de supervivencia. Y más aún, que logrado este objetivo en Waterloo, la formación de la Santa Alianza implicaba desde Europa una amenaza, no ya nacional o imperial sino continental, ante la cual fue necesario tomar una actitud categórica, una disposición irrestricta que muy claramente se observa en todos los documentos que contienen el pensamiento bolivariano.

La actitud de Bolívar se remonta a la difícil y delicada gestión confiada a él, López Méndez y Bello, ante la Corte de San Jaime. El Canciller Británico insistía en el reconocimiento de la Regencia instalada en España para representar los derechos de Fernando VII, en cuyo nombre se había constituido el gobierno de Caracas, a raíz del 19 de Abril de 1810. Los comisionados diplomáticos, manteniendo esa adhesión formal al Rey depuesto, que constitucionalmente tenía en la Junta su mandante, sostuvieron de modo indoblegable el no sometimiento al organismo creado en la Península.

«Nosotros hemos insistido siempre en los términos más positivos sobre la imposibilidad en que se hallaban esas Provincias de confiar más tiempo su seguridad a unas personas extrañas, indiferentes a nuestra suerte, interesadas exclusivamente en la conservación de sus empleos, y por consiguiente propensas a sacrificar la dicha y libertad de nuestros compatriotas a los proyectos de su ambición» dijeron los comisionados (Cristóbal L. Mendoza, Las Primeras Misiones Diplomáticas de Venezuela, edición Academia Nacional de la Historia, Sesquicentenario de la Independencia, Caracas, 1962, Tomo 1, pág. 294-295).

Esa posición está definida en forma aún más categórica en la carta de Jamaica: «El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado» (Simón Bolívar, Siete Documentos Esenciales, edición de la Presidencia de la República, Caracas, 1973, pág. 39). «En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas!» (ibid. Pág. 43, 44).

La decisión de libertad era plena. Frente a España, en primer término, porque era la potencia que ejercía, por derecho de conquista y colonización, la autoridad sobre este continente; pero también contra cualquier otro estado o impero, que en cualquier circunstancia pretendiera privarnos hasta de ese derecho a gobernarnos que en otras partes existía y que según la misma Carta de Jamaica se definía como «tiranía activa y doméstica».

Uno de los episodios más hermosos y uno de los documentos más reveladores, para guiar y estimular la lucha de América Latina por el ejercicio soberano de sus derechos, fue el ocurrido en Angostura en 1818 con el Comisionado norteamericano John Irvine y la nota que Bolívar le envió. En una situación en la cual el ejército libertador estaba muy lejos de ocupar la porción más importante de nuestro territorio y en la que necesitábamos toda la ayuda posible para definir en las campañas militares la suerte de la Independencia, Bolívar no vaciló en dar una lección al torpe emisario, que por venir de una potencia que ya apuntaba como la primera del Hemisferio y una de las más importantes del mundo, adoptaba posiciones de arrogancia, pretendiendo inferir humillación a nuestra naciente República, por defender los intereses comerciales de unos compatriotas suyos que habían desafiado nuestras leyes.

«Exigía el agente indemnización por la captura de las goletas americanas Tigre y Libertad, sorprendidas por los independientes el año anterior a la entrada del Orinoco, conduciendo armas y víveres para los españoles situados en Angostura y la antigua Guayana, contra las prescripciones del bloqueo decretado el 6 de enero de 1817, dado a conocer en los periódicos de los Estados Unidos antes de la partida de las expresadas goletas, y sostenido por los independientes con fuerzas suficientes, cuya eficacia ponía en duda el señor Irvine».

«Desde el momento en que un buque introduce elementos militares a nuestros enemigos, para hacernos la guerra, aducía el Libertador, viola la neutralidad y baja de este estado al de beligerante». A la insistencia de la gente en sus reclamos, Bolívar replicaba: «la doctrina citada de Vatel, sin duda la más liberal para los nuestros, no solamente sostiene poderosamente el derecho con que Venezuela ha procedido en la condena de las goletas Tigre y Libertad, sino que da lugar a que recuerde hechos que desearía ignorar para no verme forzado a lamentarlos. Hablo de la conducta de los Estados Unidos del Norte con respecto a los independientes del Sur y de las rigurosas leyes promulgadas con el objeto de impedir toda especie de auxilios que pudiéramos procurarnos allí. Contra la lenidad de las leyes americanas se ha visto imponer una pena de diez años de prisión y diez mil pesos de multa, que equivale a la de muerte, contra los virtuosos ciudadanos que quisiesen proteger nuestra causa, la causa de la justicia, y la libertad, la causa de la América».

A pesar de las razones del Jefe Supremo expuestas en once comunicaciones, en el espacio de tres meses, y de la situación angustiosa de la República, el señor Irvine insistió con tenacidad en sus reclamos: no quiso someter la cuestión a arbitraje; y, replicando sus expresiones, el Libertador se vio obligado a decirles: «parece que el intento de V.S. es forzarme a que reciproque los insultos: no lo haré; pero sí protesto a V.S. que no permitiré que se ultraje ni desprecie el gobierno ni los derechos de Venezuela. Defendiéndolos contra la España ha desaparecido una gran parte de nuestra populación y el resto que queda ansía por merecer igual suerte. Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero si todo el mundo la ofende». (Vicente Lecuna, Crónica Razonada de las Guerras de Bolívar, 2da. Edición, The Colonial Books, New York 1960, Tomo II, pág. 224-225).

Ese gesto –si se quiere quijotesco– del que se dispone a combatir «contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende» es típico de Latinoamérica, que hoy más que nunca se siente interpretada por la palabra de Bolívar que dijo: «Amo la libertad de América más que mi gloria propia y para conseguirla no he ahorrado sacrificios».

II

Al mismo tiempo que el Libertador constituye ejemplo permanente de entrega a la causa de la Independencia de América, su pensamiento constituye un rico acervo de la tesis integracionista latinoamericana. La independencia y la soberanía de todas y cada una de nuestras patrias fueron vistas por él como inseparables de la causa de la independencia y soberanía total del hemisferio. Ello explica el por qué después de muchos contratiempos, cuando desde las riberas del Orinoco iniciaba la epopeya definitiva de su ciclo histórico, antes de haber podido liberar a Caracas ya estaba hablando de la necesidad, el deber y el propósito de libertar al Perú. Se ha relatado muchas veces el episodio de Casacoima, tenido por delirio entre sus más conspicuos acompañantes. ¡Todavía parecía una empresa de éxito improbable la inmediata liberación de Venezuela y ya el hombre estaba afirmando que llevaría la independencia hasta el Perú! El Perú tuvo la privilegiada situación de constituir punto de encuentro de los movimientos emancipadores de la América Española, y es gloria indiscutible de San Martín y Bolívar el haber entendido que ni la Argentina y Venezuela, ni los demás países comprendidos dentro de su parábola, podían ser definitivamente libres hasta que no asegurara la emancipación de todo el Continente. Guayaquil fue la puerta de la jornada final; por ello, el abrazo de los Libertadores en su suelo constituye el mejor símbolo de la integración latinoamericana.

Pero lo más señalado de la concepción bolivariana está en el hecho de que no sólo concibe la unidad para lograr la independencia, sino que la entiende como una necesidad para afirmarse, para desarrollarse después de que aquella se realice. Y más, aún, la de que esa unidad no va a ser posible a través de la constitución de un solo estado, ni mucho menos a través del establecimiento de un imperio. El análisis objetivo impone la pluralidad de distintas organizaciones políticas soberanas; podrá y deberá intentarse la reunión de algunos de esos nuevos estados en una sola entidad, tal como lo pensó para la América Central o como lo intentó él mismo con los pueblos de la Gran Colombia.

Pero el hecho de la diversidad, claramente reconocido por el análisis de la realidad, debía conducir hacia un proceso integrador que bien podría designarse con una expresión que hemos usado en las oportunidades recientes: la solidaridad pluralista de América Latina. Lo más interesante pues, del pensamiento de Bolívar es que hace 150 años veía el camino del entendimiento entre naciones soberanas para llegar, respetando la específica posición de cada uno, a la ansiada unidad continental.

Estaba, por una parte, el caso del Brasil: el afortunado país que logró conservar la unidad de las antiguas colonias portuguesas, y que al cortar sus nexos de dependencia de Europa, para constituir una entidad soberana, debía, en el sentir de Bolívar, establecer una relación fraterna con las antiguas colonias españolas; ya que, como dijo al recibir al primer representante diplomático brasilero ante la Gran Colombia: «Nuestra relación asegurará para siempre la más perfecta amistad entre nuestras naciones, vecinas y hermanas».

Pero, por otra parte, era necesario vincular a las naciones hispanoamericanas, surgidas del proceso social desde la colonia hasta independencia, en forma viable y duradera. «Es una idea grandiosa –admite en la Carta de Jamaica– pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América». Este es el planteamiento clave. Y lo formula, precisamente, porque es apasionado vocero de la integración.

«Yo deseo más que otro alguno, ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el nuevo mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque ese proyecto sin ser útil, es también imposible». (…) «Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, y lustre y perfeccione al nuevo mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres» (Ver en Siete Documentos Esenciales, cit. P. 61, 54).

Por eso es que ya en 1815, en la misma Carta de Jamaica, anuncia el Congreso de Panamá. De su convocatoria habla en sus cartas a Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, en 1818, y a Iturbide, el 10 de octubre de 1821; la prepara por las misiones enviadas a México y el Perú, Chile y la Argentina; y la despacha oficialmente desde Lima el 7 de diciembre de 1824, precisamente dos días antes de que en La Pampa de la Quinua ganara Sucre la batalla final y recibiera en la Capitulación de Ayacucho la entrega solemne del poder español. «¡Qué bello sería –anuncia en la Carta de Jamaica– que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!».

Firme en su tesis de que nuestros pueblos, unidos constituyan factor determinante en la unidad del universo, llega a pensar que en torno nuestro se congregue la sociedad de naciones: «ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo».

Su idea es obsesiva. Por ello había dicho a Pueyrredón desde antes de haber librado las batallas de Boyacá y Carabobo, que dieron verdadero ser a la Gran Colombia:

«Cuando el triunfo de las armas de Venezuela complete la obra de su independencia o que circunstancias más favorables nos permitan comunicaciones más frecuentes y relaciones más estrechas, nos apresuraremos con el más vivo interés a instalar por nuestra parte el pacto americano, que formando de todas nuestras repúblicas un cuerpo político, presente la América al mundo un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América así unida, si el cielo nos concede este deseado voto, podrá llamarse la reina de las naciones, la madre de las repúblicas». Es así como entiende la estrecha y operante vinculación; por ello se siente ruborizado a afirmar: «Una sola debe ser la patria de todos los americanos ya que en todo hemos tenido una perfecta unidad».

La idea es clara y constante. En la carta de convocatoria del 7 de diciembre de 1824 usa expresiones inequívocas: «entablar aquel sistema (‘el sistema de garantías que en paz y guerra, sea el escudo de nuestro nuevo destino’) y consolidar el poder de este gran cuerpo político, pertenece al ejercicio de una autoridad sublime que dirija la política  de nuestros gobiernos, cuyo influjo mantenga la uniformidad de sus principios, y cuyo nombre sólo calme nuestras tempestades. Tan respetable autoridad no puede existir sino en una Asamblea de Plenipotenciarios, nombrados por cada una de nuestras repúblicas, y reunidos bajo los auspicios de la victoria obtenida por nuestras armas contra el poder español».

La profunda convicción que lo mueve lo hace recordar los planteamientos formulados por sus misiones diplomáticas en 1822: «profundamente penetrado de estas ideas, invité en 1822, como Presidente de la República de Colombia a los Gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires, a que formásemos una confederación y reuniésemos en el Istmo de Panamá u otro punto elegible a pluralidad, una Asamblea de Plenipotenciarios de cada Estado que nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y conciliador, en fin, de nuestras diferencias».

Por lo que su conclusión aparece plenamente lógica: «el día que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen de nuestro Derecho Público y recuerde los pactos que consolidaron su destino, registrarán con respeto los protocolos del Istmo. En él encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo. ¿Qué será entonces el Istmo de Corinto comparado con el de Panamá? (V. Itinerario Documental de Simón Bolívar, Escritos Selectos, Ediciones de la Presidencia de la República, Caracas, 1970, p. 247-249).

Es –como dijimos– una obsesión, pero una obsesión fundada en la razón, en la geografía y en la historia. No es una loca aspiración, sino un objetivo por conseguir. Sabe, y así lo expresa ya en 1815, que «esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos». Pero nada puede detener el propósito, antes bien las dificultades sirven de estímulo para realizarlo. El se da cuenta de los obstáculos de toda índole que van a oponérsele; pero está convencido de que su previsión se va a cumplir. Por eso es de pensar que las maniobras ajenas, las incomprensiones y las pequeñeces que frustraron los resultados del Primer Congreso de Panamá en 1826, no llegaron a arrancarle la seguridad plena de que esa unión voluntaria, entre pueblos soberanos, se celebraría tarde o temprano. Y no hay razón ninguna para no suponer que en los momentos finales de su vida, lleno su corazón de amargura, pero viva la fe en el fondo de su espíritu, renovara aquella visión que describe para finalizar el discurso al Congreso de Angostura, visión aún más mayestática y sin género de duda más precisa del propio delirio que, según relatan, lo sacudió sobre la cumbre del Chimborazo:

«Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allí, con admiración y pasmo la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas entre esos océanos que la naturaleza había separado, y que nuestra Patria reúne con prolongados y anchurosos canales. Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana: ya la veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro; ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre el trono de la libertad, empuñando el cetro de la justicia, coronada por la gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno».

En el documento intitulado «Un pensamiento sobre el Congreso de Panamá, 1826», destinado a obtener la comprensión y apoyo de la Gran Bretaña para aquella idea, hay afirmaciones como ésta: «el Nuevo mundo se constituiría en naciones independientes ligadas todas por una ley común que fijase sus relaciones externas y les ofreciese el poder conservador en un congreso general permanente». «Ninguno sería débil con respecto a otro; ninguno sería más fuerte». «Un equilibrio perfecto se establecería en este verdadero nuevo orden de cosas». «La fuerza de todos concurriría al auxilio del que sufriese por parte del enemigo externo o de las facciones anárquicas». «La diferencia de origen y de colores perdería su influencia y poder» (V. Itinerario Documental, Cit. P. 285).

A medida que avanza el movimiento de integración, como producto del convencimiento y no de la presión de unos sobre otros, avance en la defensa intransigente del derecho de cada uno a gobernar lo suyo y de todos a mantener el patrimonio común, más y más se perfila como brújula de este movimiento, el pensamiento de Bolívar.

III

La independencia y la integración de América Latina nacieron y sólo pueden prosperar a través de una serie de valores que se reconocen repetidamente en los escritos del Libertador. Entre esos valores descuellan la igualdad y la justicia.

Es sabido que para Bolívar el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política. Para él, la felicidad consiste en la práctica de la virtud y en el goce de los derechos ciudadanos.  En su proyecto de Constitución presentado al Congreso de Angostura se afirma, después de declarar los derechos del hombre al uso de la época, lo siguiente: «La felicidad general, que es el objeto de la sociedad, consiste en el perfecto goce de estos derechos».

A cada paso se encuentra en sus definiciones el primado de la Justicia. Así se observa, por ejemplo, en la Carta de Jamaica: «Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre» –cita el Libertador–. «Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran, las más de las naciones libres, sometidas al yugo y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza, infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad».

Una frase del Discurso de Angostura encierra un postulado bolivariano de inmensa trascendencia y reviste en el momento actual de América Latina una palpitante actualidad: «que el ejercicio de la justicia es el ejercicio de la libertad», por lo mismo reclama: «que el poder legislativo se desprenda de las atribuciones que corresponden al ejecutivo: y adquiera no obstante nueva consistencia, nueva influencia en el equilibrio de las autoridades. Que los tribunales sean reforzados por la estabilidad y la independencia de los jueces; por el establecimiento de jurados, de Códigos Civiles y Criminales que no sean dictados por la antigüedad, ni por reyes conquistadores, sino por la voz de la naturaleza, por el grito de la justicia, y por el genio de la sabiduría».

Esa inspiración de justicia, inmersa en la corriente caudalosa del nacionalismo latinoamericano, encuentra al mismo tiempo su realización y su apoyo en la igualdad. Acabamos de citar una frase que señala como base de la unión anfictiónica propuesta en Panamá la de que de los Estados cuya confederación se aspira, «ninguno sería débil con respecto a otro; ninguno sería más fuerte; un equilibrio perfecto se establecería en este verdadero nuevo orden de cosas». En el mismo documento se observa esta otra afirmación, orientada hacia la integración armónica de nuestras distintas aportaciones étnicas: «la diferencia de origen y de colores perdería su influencia y poder».

Esta tesis fue desarrollada ampliamente en el Discurso de Angostura: «Unidad, unidad, unidad, debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente: mezclémosla para unirla; nuestra Constitución ha dividido los poderes: enlacémoslos para unirlos; nuestras leyes son funestas reliquias de todos los despotismos antiguos y modernos: que este edificio monstruoso se derribe, caiga y apartando hasta sus ruinas, elevemos un Templo a la Justicia, y bajo los auspicios de su santa inspiración, dictemos un Código de Leyes Venezolanas».

Justicia, igualdad, sustitución de leyes caducas por otras que interpreten la realidad de nuestros pueblos, ello va irrevocablemente mezclado con el nacionalismo latinoamericano actual. Se trata, precisamente, de alcanzar la justicia y de realizar la igualdad. Justicia, no sólo individual sino social; igualdad efectiva, no sólo interna, sino internacional. Suma de esfuerzos para reclamar nuestros derechos, para ejercer la soberanía plena sobre nuestros recursos; movimiento integrado para borrar los vestigios de las discriminaciones internas; consumar el proceso que reunió en este continente la aportación de todas las regiones del mundo y hacer del hombre americano prototipo del hombre ecuménico y fiel intérprete de una nueva humanidad.

IV

Y aquí viene la otra característica trascendental del nacionalismo latinoamericano, que corresponde también a la visión exacta del pensamiento de Bolívar. América Latina se une para reclamar justicia, libertad y paz para todos los pueblos de la tierra. América Latina se une para apoyar la eliminación de cualquier vestigio de colonialismo o imperialismo, por parte de cualquier potencia y dentro de cualquier terreno, lo mismo político como cultural o económico. La América Latina se compacta para ofrecer una voz, un ejemplo, un estímulo y un apoyo al entendimiento entre todos los pueblos, a la igualdad entre los hombres y entre todas las naciones, al logro de la paz universal.

En párrafos anteriores hemos citado frases de Bolívar en la Carta de Jamaica, donde al proponer el Istmo de Panamá como asiento del diálogo fecundo entre las repúblicas americanas para su fortalecimiento y defensa recíproca, no se detiene ahí: propone mucho más: la reunión mundial que cien años después se ensayaría en Ginebra y que hoy tiene su sede principal en este hemisferio –aunque no en Panamá, sino en la metrópoli norteamericana–. «Ojalá  –expresaba– que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra generación; otra esperanza es infundada, semejante al del Abate Saint Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones».

Es la misma idea envuelta en el documento de convocatoria del Congreso de Panamá, expedido en Lima el 7 de diciembre de 1824:

«Parece que si el mundo hubiese de elegir su capital, el Istmo de Panamá sería señalado para este augusto destino, colocado, como está en el centro del globo, viendo por una parte al Asia y por la otra el África y la Europa. El Istmo de Panamá ha sido ofrecido por el Gobierno de Colombia, para este fin, en los Tratados existentes. El Istmo está a igual distancia de las extremidades; por esta causa podría ser el lugar provisorio de la primera Asamblea de los confederados». He allí por qué, para finalizar la misma convocatoria, dice que los historiadores encontrarán en él «el plan de las primeras alianzas que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo».

El nacionalismo latinoamericano no es aislacionista: no lo fue nunca, en el pensamiento de Bolívar. El nacionalismo latinoamericano no es agresivo: la agresión estuvo ausente en todo momento del pensamiento bolivariano. El nacionalismo latinoamericano no constituye un fin destinado a agotarse en sí mismo: es un movimiento destinado a hacer de Latinoamérica una fuerza operante y eficaz en la organización del universo mediante la libertad, la paz y la justicia: así mismo lo vio y lo proclamó el Libertador.

Esta noción aparece muy claramente delineada en lo que podría llamarse la Memoria de Relaciones Exteriores del primer gobierno de Bolívar, es decir el Informe del Secretario de Relaciones Exteriores Antonio Muñoz Tébar, fechado en Caracas el 31 de diciembre de 1813 y relativo a la actuación de ese Despacho hasta fines del año de la Campaña Admirable. Redactado a la manera de informe dirigido al Libertador y Jefe Supremo del país, aquel interesante documento expresa:

«Después de este equilibrio continental que busca la Europa cuando menos parece que debía hallarse en el seno de la guerra y de las agitaciones, habría otro equilibrio, excelentísimo señor, el que importa a nosotros: el equilibrio del universo. La ambición de las naciones de Europa lleva al yugo de la esclavitud a las demás partes del mundo; y todas estas partes del mundo debían tratar de establecer el equilibrio entre ellas y la Europa para destruir la preponderancia de la última. Yo llamo a éste el equilibrio del universo, y debe entrar en los cálculos de la política americana. Tanto el plan es el más vasto que puede presentarse, tanto el más difícil de realizarse, cuanto parece más digno de Vuestra Excelencia. Es verdad que aún cuando V.E. obrara con más rapidez que el gran César y Napoleón, los años de V.E. no pueden prolongarse hasta el tiempo necesario, por más que se reduzca, para poner el sello a esta empresa. Sin embargo, V.E. es capaz, si duran las actuales circunstancias del mundo de poner los cimientos indestructibles del gran edificio» (Escritos del Libertador, Sociedad Bolivariana de Venezuela, Tomo V, Documentos 288-561, 7 de agosto, 31 de diciembre de 1813, páginas 375, 376).

Salvo la idea, que bien pudo ser de Muñoz Tébar o bien pudo ser compartida entonces por Bolívar, pero que en todo caso, fue descartada por el análisis de la realidad en la Carta de Jamaica, de la constitución de una sola gran nación, bajo un solo gobierno y en un solo Estado, este documento es genuina expresión del pensamiento bolivariano. El objetivo del equilibrio universal, la idea de contener las ambiciones de la Europa y la de alinear la influencia de los Estados Unidos de Norteamérica en una acción de equilibrio, paz y libertad, constituye indudablemente uno de los objetivos finales hacia la realización de su desarrollo y el cumplimiento de su destino.

El nacionalismo latinoamericano, expresión de una voluntad de ser libres, de asegurar nuestra unión para defender la igualdad y la justicia, se orienta a cumplir cada vez más un papel al servicio de la paz y del verdadero entendimiento entre los pueblos.

En todos estos aspectos, su mejor orientación y aliento los recibe, hoy con mayor urgencia que hace ciento cincuenta años, del pensamiento político, de la palabra vibrante y de la obra incomparable de Simón Bolívar.