Rafael Caldera y Teodoro Petkoff

Rafael Caldera, en la celebración de su cumpleaños número 82, junto a Teodoro Petkoff, ministro de Cordiplan. Palacio de Miraflores, 24 de enero de 1998.

Prólogo

Por Teodoro Petkoff

Hace casi un decenio el presidente Caldera me hizo el honor de que presentara este libro. Para esta reedición no me propongo poner al día mis palabras de ayer, y ello por varias razones: la principal es que me alejaría del contendido del libro abusivamente, luego que estos años que nos separan de esa primera edición han sido demasiado largos y sórdidos históricamente hablando, para tratarlos de pasada y, «last but not least», porque quiero mantener el clima afectivo de aquel entonces, que es una permanencia que no ha hecho sino crecer en mi sensibilidad. Lo que pretendo es más simple y formal: reducir el tono coloquial de su oralidad, paliar algunos efectos de la prisa, suprimir algunas referencias que han perdido sentido, ordenar lo que tenía alguna torcedura, en fin, paliar lo que siempre hacen los irreverentes ratones críticos del tiempo de que hablaba Marx y que en este caso no creo que sea demasiado.  Lo esencial que allí dije lo puedo decir hoy.

Veníamos de terminar un gobierno, su segundo gobierno, a cuyo gabinete pertenecí, y al cual, ciertamente, no le tocó una tarea sencilla. La Venezuela que recibió estaba muy maltrecha y parecía que una época se derrumbaba, justamente esa con la que termina el libro, la que nace en Puntofijo, el 58. Los partidos habían perdido sus perfiles ideológicos más originarios y sobrevivían en un pragmatismo descarado, las grandes mayorías sólo esperaban de ellos el ritual quinquenal de las elecciones y sus efímeras promesas. En el período precedente bajaron los cerros de la miseria en busca desenfrenada de los seductores enseres que les ofrecía y les negaba la sociedad de consumo y hubo mucho horror y muerte. Dos golpes de Estado demostraron que una democracia que creíamos definitiva tenía los pies de barro y una inmensa fatiga. El presidente Pérez fue derrocado, en los límites de la constitucionalidad, en una suerte de exorcismo para depurar lo que tan mal olía en el país. Agoreros signos en el cielo que no supimos leer en toda su profundidad. La socialdemocracia en que había nacido y crecido, Pérez la cambió sin preaviso por una ortodoxa receta neoliberal –era el tiempo de las fórmulas simplísimas e infalibles de los laboratorios académicos –y olvidó que no hay políticas de probeta económicas ni carismas eternos, que no se puede ir adelante sin la gente, sobre todo cuando se le exigían nuevos sacrificios inmediatos que se sumaban a sus seculares pesares.

Ya habían pasado las horas doradas de la abundancia petrolera, que poco había dejado de permanente en proporción a su cuantía. No era pues pequeño el reto que se le presentaba a un hombre en principio solo, rodeado después por pequeños partidos –tan pequeños que fueron llamados chiripas–, a la izquierda casi todos, crítico de la gigantesca onda mundial del neoliberalismo, mal visto por la oligarquía criolla y el capital financiero internacional, y a una edad avanzada. Pero el pueblo lo eligió porque sabía de sus dones de estadista, de su reciedumbre moral, de su tenacidad para no sucumbir ante la crisis.

Pienso ahora que Caldera tenía un norte muy claro y que se puede reducir en una sola palabra,  quizás la más omniabarcante del pensamiento político porque, cuando es legítima, los implica todos los valores cívicos: la paz. Devolverle al país el equilibrio fisiológico perdido y preparar así la posibilidad de un mañana fructífero. Y lo logró, aunque luego la historia le haya jugado una de esas trastadas que más que astucia parecieran indicar cinismo. Durante su gobierno no hubo un solo muerto por razones políticas. Los presos políticos se pueden contar con los dedos de una mano, si acaso. Venezuela fue en esos años uno de los países latinoamericanos con mayor paz laboral. Logró serenar los ruidos de los cuarteles, tan estruendosos en el pasado inmediato.

Y todo ello enmarcado en una dura situación económica: su administración se inició con la crisis bancaria más grande del mundo –en proporción a las dimensiones de nuestro país– y terminó con una vertiginosa caída de los precios del petróleo, tampoco sin precedentes nacionales. Aconteceres que tanto limitaron sus ansias de mejoras sociales; su indeclinable vocación socialcristiana,  que le ganaba incluso la ojeriza de los nuevos, implacables pero inevitables rumbos de la economía globalizada. Pero en cualquier caso su diestra conducción logró que el país no se descarrilase en semejantes coyunturas. La historia quizás lo recordará como un gran pacificador que al menos dos veces logró armonizar el país convulso, preñado de violencia. Con la política de pacificación en su primer gobierno, que cerró el insensato período de la lucha armada, y en ese fin de siglo al que hemos aludido en que la democracia parecía extinguirse por la ineficiencia de sus elites, desconectadas e indolentes frente a las nuevas y amenazantes realidades.

Pero yo quiero referirme aquí a una conseja, perversa y de mala fe, que pretende que el presidente Caldera es el culpable del triunfo de Chávez y del ciertamente desastroso y amenazante presente que vivimos, por haberlo liberado. Yo no tengo la menor duda de que fue una decisión políticamente correcta: para reequilibrar las fuerzas armadas, para canalizar los impulsos insurreccionales hacia el juego democrático y, sobre todo, porque nadie podía suponer hasta mediados del año electoral que el teniente coronel era un aspirante con posibilidades de llegar al más alto sitial del poder público. Pero la mala fe proviene de que la mayoría de quienes sostienen esto se olvidan de mirarse a sí mismos. De no ver cuanto hicieron por suicidarse como fuerzas políticas hegemónicas por varios decenios; ese lento suicidio –quince, veinte años– que llevó a la nación a la más cruel distribución de la riqueza, a la galopante corrupción aupada por los vientos sauditas –que algunos medios se ocuparon de magnificar en aras de la antipolítica, a la apatía y la desesperanza de las mayorías por partidos que habían perdido sus ideologías originarias y su fervor militante, burocratizados y alejados del sentir popular. ¿No tienen ninguna culpa del desastre que vivimos en esta noche chavista sino la tendría la medida puntual y, repito, correcta, de aquel temprano perdón calderista en busca del sosiego y la paz nacionales? Nadie puede cocer el futuro en sus marmitas, decía un sabio pensador: hay mucho ruido y furor en la historia.

Quiero terminar este tosco dibujo del autor de este libro con una nota muy personal. Mi respeto político y mi afecto por quien compartí, durante tres años, incesantes conversaciones e innúmeros desafíos de ese potro cerrero que era el país de aquellos días. Afecto que a mi me gusta sintetizar en una frase que me dijo en los postrimerías de su administración: «Teodoro creo que hemos hecho una verdadera amistad».  Y, por mi parte, nada era más cierto. Yo salí del Gobierno con una profunda admiración por ese anciano caballero que había hecho un titánico esfuerzo por enderezar y llevar a puerto esa Venezuela adolorida, aun a costa de su salud física, pero sin que mermara su asombrosa lucidez y su acerada voluntad. Para quienes nos tocó estar a su lado, en primera fila, día a día –no recuerdo que él haya faltado nunca a su trabajo– no podíamos sino valorar grandemente su serenidad, su tranquilidad, su auctoritas, su entereza para enfrentar los mayores escollos; cualidades que vienen de una larga experiencia vivida con inteligencia y honestidad, y que lograba contagiárnoslas cada vez que temíamos que el planeta se había salido de su órbita.

Las páginas que van a leer son breves y densas. Escrita con esa prosa mesurada y clásica que le es propia, nos lleva a galope por lo que ha sido la gesta de esta tierra nuestra desde los inicios de la república hasta que se configura el Pacto de Puntofijo. Probablemente su mayor interés brote de que su autor ha tenido la fortuna de ser, desde muy joven, un protagonista fundamental de lo que cuenta, al menos de los últimos sesenta años y por ello es uno de los pocos venezolanos que puede relatar la historia política contemporánea casi como parte de su vida personal. Este libro, de allí su oportuna presencia, nos enseña como desde esos orígenes se pasa de una hegemonía a otra,  la violencia incesante para pasar de una camarilla a otra, los vendedores de baratijas, el caudillismo: pero también el civilismo y las luces y el valor de muchos que es nuestro mejor legado. Pero a mi me interesa subrayar ahora las dos décadas que preceden al Pacto de Puntofijo, porque allí hay una lección para el presente. En el año 45 llegó al poder una fuerza mucho mayor que la que tiene Chávez. Llega, asociada a un golpe de Estado, Acción Democrática, que gana dos elecciones con el ochenta por ciento de los votos de la totalidad del cuerpo electoral y no como Chávez con cincuenta del sesenta por ciento de votantes.

Ese partido organizó el país, los trabajadores en la CTV, los campesinos en la Federación campesina, creo la mayor parte de las organizaciones de profesionales existentes en el país, salvo aquellas de muy vieja data, como médicos, ingenieros y abogados. Ese partido tenía un  proyecto entre manos, doctrina, teoría política macerada a lo largo de años, discutida, pensada. Ese partido estaba dirigido por una constelación de luminarias, un equipo, una brillante élite política. No era sólo un jefe político, aguerrido e ilustrado, y una cantidad de manganzones que no podían hablar con él. No, aquí nadie sabía más de petróleo que Pérez Alfonso, ni nadie sabía más de educación que el viejo Prieto, nadie podía discutir en el país con Pérez Guerrero o con Mayobre. Cada gobernador era designado a dedo, pero casi siempre era un líder político de su región. Ruiz Pineda, Carnevali,  Eligio Anzola, Ramos Giménez  y paro de contar. Su influencia en las Fuerzas Armadas era enorme,  tanta que centenares de oficiales fueron reincorporados a la caída de Pérez Jiménez, expulsados por adecos durante la dictadura.

Ese partido tan poderoso fue derrocado el 24 de noviembre de 1948, a pesar de que Betancourt decía que no se iba a mover una polea si se pretendía un golpe de Estado. Lo que no se movió fue una polea para defender ese partido con tamaño apoyo popular. ¿Cómo explicar tales contradicciones?. Creo que hoy casi todos reconocemos que ese poder había sido ejercido de la manera más intolerante, más agresiva contra los adversarios, tan manera tan sectaria que creó las condiciones para que su socio militar se apropiara arteramente del país. Un gobierno implacable que había generado, naturalmente, una oposición implacable.

Y tuvieron que pasar diez dolorosos años –exilios, cárceles, muertos, ausencia de toda libertad– para que los jefes políticos comprendieran que o se entendían y creaban un piso político mínimo para el país y la sociedad o se volvería a una democracia frágil y expuesta a cualquier depredador. Esa es la génesis del Pacto de Puntofijo. Esa fue la sabiduría de los jefes políticos en ese momento inicial, la comprensión de la tolerancia como condición de la democracia y el desarrollo del país, la negación del la polarización y el enguerrillamiento que siguieron al 18 de octubre de 1945. Otros mandatarios de este siglo, esos dos maestros del gatopardismo que fueron López Contreras y Medina, tienen bastante que enseñarnos en cuanto a prudencia y lucidez política; pero creo que el espíritu que condujo a la firma del hoy tan vapuleado pacto ocupa un lugar excepcional porque hizo posible que se asentara en el país, a lo largo de estas décadas, más allá de todas las críticas que se le puedan hacer al periodo, una cultura democrática. Si ese es su logro mayor basta para justificarlo, porque sin ésta no hay vida civilizada.

Para finalizar diría que añoro leer opiniones de Caldera, ignoro si ha tenido posibilidades para escribirlas como lo había prometido,  ya no sobre su momento fundacional y su espíritu general, sino sobre la compleja y dramática trayectoria de esos cuarenta años de democracia que nacen el 23 de enero de 1958. Que a mí me tocó muchas veces combatir, a ratos hasta el exceso, y también reconocer como lo hacen estas líneas. Sería un insustituible testimonio, porque sé que lo asumiría globalmente pero tendría muchos peros y reproches, esos que lo obligaron a no cesar un instante en su actitud vigilante, inquieta y ductora.