Rafael Caldera en compañía de los miembros del Cabildo de La Palma, el día en el que le fue conferido el título de «Hijo Adoptivo».

Me siento orgulloso de llamarme Palmero

Discurso al recibir la distinción, por unanimidad del Cabildo Insular en la ciudad de Santa Cruz de La Palma, de «Hijo Adoptivo de La Palma», 18 de marzo de 1978.

Hace doscientos años, Venezuela había obtenido un relativo desarrollo dentro de su condición de una de las colonias más pobres del Imperio Español. El Siglo XVIII para aquella Provincia representó, significativamente, un auge económico despertado por la actividad de la Real Compañía Guipuzcoana. La agricultura recibió un impulso notable, y el comercio con la Metrópoli se hizo relativamente más intenso. En esa ocasión hubo un movimiento migratorio, representado especialmente por vascos y canarios. El propio Andrés Bello en el Resumen de la Historia de Venezuela, al analizar la significación de la actividad de los vascos, destaca también la colaboración isleña, sobre todo al referirse a los Valles de Aragua. Había dicho: «La actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores y a utilizar bajo los auspicios de las leyes la indolente ociosidad de los naturales». Luego añade: «Los valles de Aragua recibieron una nueva vida con los nuevos frutos que ofreció a sus propietarios la actividad de los vizcaínos, ayudada de la laboriosa industria de los canarios».

Precisamente, para fines del siglo XVIII, ya la preponderancia exasperante concedida a la Real Compañía había comenzado a declinar; pero, seguidamente, los barcos que salían para América y que tocaban en las «Islas Afortunadas», y las noticias que se trasmitían de boca en boca acerca de la fertilidad de aquella tierra extensa, continuaban estimulando el espíritu navegador de los canarios a poner la proa de su espíritu hacia el Oeste, siguiendo la ruta que tres siglos atrás había marcado Cristóbal Colón.

Fue precisamente hace unos 200 años cuando un joven palmero, nacido en 1752 en el Pago de Velhoco y bautizado en el Santuario de Nuestra Señora de las Nieves –que ya debía tener la arquitectura que hoy conserva– decidió marcharse también a América. Era el menor de una familia de ocho hijos; sus padres habían fallecido; trabajaban en tierra ajena, propiedad de la familia Manrique de Lara. Otros muchos palmeros se habían ido antes que él. No resistió a la invitación que en el fondo de su espíritu se le planteaba, irresistible para un hombre de veinticinco años. Y así fue como Domingo Francisco Rodríguez se dispuso a atravesar el Océano y llegó a Venezuela. Se estableció durante un breve tiempo en Carayaca, una pequeña y apacible población en las cercanías del mar, pero a una altura de casi novecientos metros sobre el nivel del mismo; y de allí pasó a una ladera de montaña de donde se surtió por mucho tiempo de agua la ciudad de Caracas, en un área feraz y acogedora que se denomina Macarao. En Macarao encontró otras familias de procedencia también canaria: Oropeza, Obregón, Acosta, Bermúdez, Díaz, Mujica, Romero, Landaeta… y lo que hicieron allí fue repetir la vida austera de su lugar de origen, entregarse al cultivo de la tierra, pero ahora con el aliciente de una naturaleza casi virgen, dotada de abundante riego natural y que correspondía con creces al esfuerzo invertido.

Cuando vine por primera vez al Archipiélago me dijeron, y es cierto, que la agricultura aquí es artesanía: allá, en Venezuela, era para los laboriosos canarios de Andrés Bello, casi el ejercicio de una actividad deportiva. Las relaciones familiares entre los pobladores de Macarao pudieron fácilmente determinarse por los investigadores de hoy, porque con las exigencias del Concilio de Trento tenían que acudir casi en todos los casos a la autoridad eclesiástica para solicitar dispensa a fin de contraer matrimonio, ya que no había gente en el área con quien casarse que no estuviera ligada por vinculación familiar.

Rafael Caldera en el Cabildo Insular de La Palma.

Un nieto de Domingo Rodríguez se dedicó a la Iglesia y descolló en ella como una de las figuras prominentes de fines de siglo. Fue Rector del Seminario y cura de importantes parroquias; fundó la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y el Apostolado de la Oración, a la que legó todo su modesto patrimonio; fue gobernador del Arzobispado de Caracas y Venezuela y, finalmente, Obispo de Barquisimeto. A Gregorio Rodríguez Obregón le dedicó su editorial de 1º de agosto de 1896 la revista más importante de entonces, el Cojo Ilustrado, afirmando que Monseñor Rodríguez había llegado por grandes méritos a la dignidad episcopal y que había que felicitar a la Diócesis de Barquisimeto, porque «después de Monseñor Diez, prudente, había llegado a ella Monseñor Gregorio Rodríguez, progresista».

Sobrino de ese Monseñor Gregorio Rodríguez Obregón, Obispo de Barquisimeto, y bisnieto de Domingo Francisco Rodríguez, el muchacho palmero, fue mi abuelo el doctor Plácido Daniel Rodríguez Obregón. En mi pueblo natal de San Felipe, los Rodríguez se mezclaron con antiguos pobladores que habían llegado del País Vasco, de Galicia y de las propias Canarias, porque sangre de Domingo Rodríguez, a través de su descendencia llegó a cruzarse con la de Don Agustín Alvarez de Lugo y Masías, nativo de Las Palmas de la Gran Canaria, familiarmente entrecruzados con los mismos Manrique de Lara, dueños de la tierra que los Rodríguez cultivaron como modestos labradores en el Archipiélago Canario.

Este detalle familiar podría repetirse en infinito número dentro de la realidad venezolana. No hay venezolano de cualquier zona del país que no tenga en las raíces de su ascendencia, por humilde que sea, la presencia de un ancestro canario. Y esta relación entre Venezuela y este Archipiélago se ha mantenido a través de los tiempos, hasta el punto de que, valga el testimonio del Cónsul de mi país en Santa Cruz de La Palma –un venezolano palmero que ama por igual sus dos patrias y entre ambas comparte sus afanes– puede sin riesgo de error estimarse en un veinticinco por ciento el número de habitantes de La Palma que haya estado alguna vez en Venezuela. En los años de la depresión económica, hace dos o tres decenios, muchos palmeros y otros canarios hallaron en Venezuela trabajo y oportunidad de progreso, y ayudaron a superar aquí la situación. Su huella está patente por doquier.

Por otra parte, es abundante el testimonio de la historia. Hasta en los días más trágicos de la Guerra a Muerte, Bolívar habló de «españoles y canarios», como para destacar una motivación especial en la actitud que a éstos exigía ante la nacionalidad venezolana. En los primeros años de vida independiente, cuando la República, desangrada por las crueles heridas de la larga guerra, sentía la necesidad de inyectar la aportación foránea, se dictó una disposición especial para fomentar la inmigración canaria. Y si bien es cierto que en el resto del siglo las circunstancias por las cuales atravesó nuestro proceso de organización política, oscilante entre destructoras contiendas civiles y crueles tiranías, el proceso inmigratorio se detuvo casi de manera absoluta, cuando la inmigración comenzó nuevamente no fue necesario estimular la afluencia canaria; ésta acudió espontánea, y son incontables las anécdotas que acá y allá se cuentan para hacer más viva y más patente la vocación marinera de los canarios y la atracción venezolana, que ejerce verdadera fascinación sobre ellos.

Almuerzo ofrecido a Rafael y Alicia Caldera en el Hotel San Miguel.

Hoy estamos en proceso de tomar más y más conciencia de lo que el elemento canario ha significado para Venezuela. Y por ello, mi presencia aquí no es fortuita. Es un eslabón más dentro de una cadena de afectos y de compromisos. Ayer estuve en la Universidad de La Laguna, participando en la instalación de un Instituto que lleva el nombre de Andrés Bello, quien no sólo lo merece por sabio sino por canario, ya que en pocos casos como el suyo puede establecerse una canariedad más total, desde que la investigación histórica ha demostrado que sus ocho bisabuelos eran nacidos en este Archipiélago.

El nombre de Bello, como el de Bolívar, Miranda, Vargas y muchos otros próceres, enlaza indisolublemente el destino de las Canarias con el destino de Venezuela y de toda la América Latina; y por ello la estatua del gran humanista, colocada hace un año en sitio de máximo honor en la Universidad de La Laguna, es un símbolo que nos obliga, nos compromete y nos hace marchar unidos, sumando nuestros entusiasmos y energías para una labor común de desarrollo, de progreso y de afirmación de la propia fisonomía, tanto en las playas del Caribe, como aquí, en el medio del Atlántico.

Yo he tenido la satisfacción de visitar en numerosas oportunidades a las nuevas colectividades de origen canario que en diversos lugares de mi país representan un factor de producción y de progreso; yo he tenido la emoción de sentir aquí en las Islas Canarias el calor humano, la adhesión entusiasta, la solidaridad indestructible con que sus pobladores me acogieron para tomarme de motivo en la afirmación de su cariño a Venezuela.

Este acto de hoy, señor Presidente del Cabildo Insular, señores todos, hijos de la «Isla Bonita», me llena de profunda emoción, tan intensa como la que sentí cuando por primera vez me condujeron al Santuario de las Nieves y me mostraron la fe de bautismo de aquel joven Domingo Rodríguez que trasladado a Venezuela nos trasmitió su sangre, su voluntad de lucha y su fe en la humanidad.

Sé que ha sido mi distinguido y noble amigo, el Dr. Enrique Fernández Caldas, el promotor de la iniciativa que hoy me convierte en Hijo Adoptivo de esta tierra cuya ascendencia me honra. Sé también que la moción fue trasladada al Cabildo Insular y acogida con unanimidad y que todos aquellos que debieron intervenir en el proceso de las decisiones se valieron de esa circunstancia para hacer presente sentimientos de aprecio personal, pero que querían expresar a través de este acto un definido amor por Venezuela.

Rafael Caldera junto a las autoridades de La Palma y el cónsul de Venezuela, en la Calle Real de la ciudad.

Recibo, pues, esta investidura, que me enaltece y obliga, con la conciencia de todo lo que ella envuelve, sobre todo como una muestra más de deferencia a mi país, y la considero como un nuevo compromiso para mantener siempre fiel mi voluntad de servicio hacia esta tierra y para dar todo lo que esté a mi alcance para que se reconozca la importancia de su gente en la gran familia de naciones de habla castellana que tuvieron un origen común y que ahora más que nunca deben acometer la tarea histórica de lograr un destino común.

Esta distinción invalorable la recibo en momentos en que la comunidad de pueblos que integran el Estado español vive una situación relevante. El gran afecto que tenemos por esos pueblos, la vinculación de toda índole que a ellos nos liga, nos hacen seguir día tras día, unas veces con ansiedad y siempre con profunda esperanza, el proceso político que se está cumpliendo en España, que ha sido siempre cuna de las mejores afirmaciones de la dignidad del hombre y del valor insuperable de la libertad para la justa solución de sus problemas, el armónico concurso de sus diferentes regiones y su pleno e integral desarrollo.

Sabemos la situación peculiar que dentro de ese conjunto de pueblos ocupan las Islas Canarias, avanzada de Europa hacia el Oeste, última escala del viaje memorable del Descubrimiento, punto de enlace insustituible para los miembros de la familia hispano-americana que viven a un lado y otro del mar. Advertimos sus características peculiares desde el punto de vista geográfico, así como desde la perspectiva histórica, y no ignoramos las implicaciones que reviste su cercanía al vasto y emergente continente africano; pero al mismo tiempo consideramos, y nos atrevemos a proclamar, que el Archipiélago Canario, expresión característica de una naturaleza Atlántica, vinculada indestructiblemente con Europa y relacionada crecientemente con el África, es hasta cierto punto americano, porque sobre el Archipiélago se proyectan el mandato de la historia y la vocación ecuménica que a través de una intensa fusión de sangres y culturas se operó en el vasto conjunto de naciones que integran la gran nación latinoamericana.

No es solamente el hecho concreto de las comunidades canarias establecidas en Caracas, o en Maracay, o en Cagua, o en San Juan de los Morros, o en El Sombrero, o en Quíbor, o en mi tierra yaracuyana que les ha ofrecido los fértiles valles del Yaracuy y del Aroa, o en todo el resto del país venezolano, o en las otras repúblicas hispanoamericanas, lo que abona esta tesis. No es ni siquiera la circunstancia, por cierto, llena de contenido y significación, de que muchas poblaciones de Norteamérica fueron creadas por el empuje y la recia voluntad de los canarios. Ni basta esta relación íntima y estrecha que para un hombre como yo significa la vinculación directa y familiar lo que obliga a afirmarlo: es mucho más. Es que el destino, la prosperidad y la grandeza del Archipiélago Canario están en gran parte vinculados a ese papel providencial que les corresponde, de ser lazo entre la familia latinoamericana y la familia peninsular, con las derivaciones que proyecta hacia todas las áreas del mundo.

Esta designación de «Hijo Adoptivo de La Palma», que recibo con profunda gratitud, tiene para mí la significación de un llamado profundo del ayer, proyectado en el hoy y el mañana. He pensado muchas veces, después de la primera visita que hice a esta «Isla Bonita», en las circunstancias que pasaron por el pensamiento de aquel modesto muchacho labrador que se dispuso decididamente a cruzar el mar hace doscientos años y que sembró su semilla humana en la fértil y generosa tierra venezolana. He pensado en los miles y miles de casos que como aquél se realizaron antes y se fueron repitiendo después, a través de los tiempos.

He sentido orgullo cuando he visto en universidades y liceos venezolanos a hijos de canarios tomar puestos de vanguardia, no sólo en la valoración de los estudios desde el punto de vista literario y científico, sino en la conducción de las fuerzas juveniles que aspiran a un nuevo orden impregnado de justicia y libertad.

Visita al Real Santuario Insular de Nuestra Señora de las Nieves.

He meditado en lo que significa que en el ser de muchos de nosotros se hayan fundido elementos diversos que conviven y deben convivir armónicamente, como diversidad en la unidad, en la gran nación española. Canarios y andaluces, vascos y gallegos, castellanos y catalanes, y valencianos y también portugueses que eran de la misma familia, fueron a América a mezclar su sangre, a borrar prejuicios, a hablar un lenguaje común inspirado en valores comunes y en altas aspiraciones del espíritu.

Pienso en aquél San Felipe, mi pueblo, que fue reuniendo a vascos de Guipúzcoa y de Navarra, y de Vizcaya y de Alava; a isleños de la Gran Canaria, y de Lanzarote y de La Palma y del Hierro y La Gomera y de todas las otras islas afortunadas; a gallegos, que a lo mejor recibieron en su origen nombres y sangre de la vecina tierra portuguesa; y así mismo he pensado en las otras ciudades, que eran como compartimientos de un laboratorio donde se iba fundiendo el espíritu hispánico con el del aborigen generoso y paciente, y con el del africano tenaz y animoso, superando los grandes abismos que dividen a la humanidad y forjando una concepción ecuménica, la única que puede encarnar a plenitud el sentimiento cristiano de unión plena y total de la humanidad.

Ya que se está cumpliendo en este instante en el seno del Estado español un auspicioso experimento de consagración de autonomías regionales, permítase recordar que en un libro presentado en Madridhace algo más de un año me pronunciaba por la solución regional, frente al desequilibrio que crea la inmensa diferencia de volumen y poder entre los distintos Estados nacionales; en el regionalismo, que no puede ni debe ceder ante la formación de grandes imperios ni conducir tampoco a una atomización comunal.

La regionalización, desde el punto de vista interno, la señalaba como la solución para grupos humanos que tienen un modo de ser característico e intereses determinados, tanto en el orden económico como en el cultural y político, sin que ello suponga desconocer los derechos del Estado Nacional y los de la comunidad provincial o local; y en el orden internacional, como un mecanismo de integración entre entidades soberanas, que se suman para lograr personería capaz de influir en el equilibrio mundial. Da la impresión de que estuviéramos andando en esa vía; y nos complace, por una parte, ratificar nuestra fe en la fisonomía propia y el derecho de determinación del pueblo canario para todos los asuntos que le son específicos, pero al mismo tiempo en una unidad que no sólo califica al Estado español para ejercer una personería respetable en la comunidad europea, sino que lo vincula indisolublemente con las otras naciones hermanas, que deben constituir una entidad verdaderamente respetable y respetada en el mundo, para defender y sustentar los hermosos ideales que han inspirado siempre la vida de los pueblos hispánicos e hispanoamericanos o, más ampliamente aún, latinoamericanos.

Perdonarán mis oyentes que me haya extendido en estas consideraciones. Era imposible que la urgencia de tantos temas no suscitara la expresión de mis preocupaciones y mis puntos de vista, en el momento en que recibo una distinción tan enaltecedora. Debo ya terminar. Y no puedo hacerlo en forma más apropiada y más sincera que reiterando la gratitud de mi esposa y la mía por todas las manifestaciones de afecto que hemos recibido y, sobre todo, el legítimo orgullo que siento al recibir la investidura de «Hijo Adoptivo de La Palma», doscientos años después que un antepasado humilde, pero al mismo tiempo emprendedor y animoso, fuera a fundar una familia en tierras de América.

Me siento orgulloso de llamarme palmero y considero que al mismo tiempo esta es una precisión y una confirmación de sentirme canario; y como descendiente de canarios, de vascos, de gallegos y, qué sé yo, de otros representantes de los pueblos que conviven armónicamente en el seno del Estado español y que fueron a fundar nuevos grupos humanos, unidos con los aborígenes americanos y los pobladores llevados del África, reitero no solamente mi gratitud eterna sino también mi irrenunciable convicción de que nuestros pueblos, después de haber pasado por tantas y tan dolorosas alternativas, están comenzando a ver con claridad el camino de su verdadero engrandecimiento, inseparable de la solidaridad para el esfuerzo y de la coincidencia fundamental en los objetivos a lograr.

De hoy en adelante, este «Hijo de La Palma» –que lo era ya por sentimiento y por sangre y desde ahora lo es por el derecho que ustedes en nombre del pueblo palmero le confieren– se siente más obligado, más comprometido con los intereses comunes; pero al mismo tiempo se considera más autorizado para hablar con una voz que no sea la expresión aislada de un extremo de Europa, ni de una parte de América Latina, ni la de una roca, aunque bella y fértil, en medio del Océano, sino que se esfuerce por interpretar el alma de esos centenares de millones de seres humanos que creen en Dios, en la libertad y en la justicia y que, como dijera Darío, aún reza a Jesucristo y habla en español.

Muchas gracias.